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Reportaje:

Misterios de piedra

Julio Llamazares

A los pies del señor Santiago

Dicen los santiagueses que en Compostela la lluvia es

arte y debe de ser verdad. Basta mirar los tejados, las galerías, los soportales, hasta los canalones y los desagües por los que esta ciudad recibe y se libera de la lluvia que cae sobre sus tejados trescientos veinte de los trescientos sesenta y cinco días del año, según datos oficiales, para imaginar la melancolía que tiene que impregnarla en ese tiempo y aun la música que debe de brotar de sus tejados y sus calles.

Pero, para sorpresa del viajero, la mañana en la que éste empieza en ella su viaje (a los pies del señor Santiago, como no podía ser de otro modo, tratándose aquél de las catedrales de España) amanece esplendorosa, como si fuera un día de fiesta. No lo es (al contrario: es primer lunes de septiembre, el día en que mucha gente regresa a la actividad después de sus vacaciones), pero el sol, que ya ha salido, brilla con toda su fuerza, anunciando un día magnífico en la ciudad y en toda Galicia. Por la Compostela vieja, la gente se dirige a sus trabajos entre el olor a café que sale de las cafeterías y los saludos de los tenderos que abren de nuevo sus tiendas después del fin de semana. Entre ellos, confundido, con el sueño todavía agarrado de los ojos y el periódico del día bajo el brazo (lo termina de comprar, junto con una guía de la ciudad, en la papelería El Sol), va un viajero que llegó de la meseta con las primeras luces del alba y al que el amanecer sorprendió ya cerca de la ciudad.

Pero el viajero no es el único que ha madrugado este día. Ni siquiera es el más madrugador. Aparte de los tenderos y de los vendedores callejeros que ya ocupan sus lugares en los distintos caminos que llevan a la catedral, el viajero, mientras se aproxima a ésta, va encontrando a numerosos peregrinos que esta noche han debido de dormir cerca de ella para hacer su entrada en Santiago con las primeras luces del día, que es lo que manda la tradición. Los hay de todos los tipos: españoles, extranjeros, en grupos, en solitario, jóvenes, viejos, mujeres, niños, inválidos… Todos con los distintivos tradicionales del peregrino (el bordón y la concha, sobre todo) y todos muy felices por haber cumplido viaje. El viajero, a pesar de su indumentaria, podría pasar por uno de ellos, pero no quiere engañar a nadie. El viajero empieza su viaje donde los demás lo acaban y no le importa decirlo, aunque ello le suponga renunciar

a los privilegios que aquí tiene el peregrino. Al viajero le gusta andar a contracorriente tanto por los caminos como en la vida y está ya acostumbrado a asumir las consecuencias:

-¿Cómo ha venido?

-En coche.

-¡¿En coche?!… Entonces, no le puedo dar la Compostelana

-le comunica una de las chicas de la Oficina del Peregrino, que

se encuentra en su camino, al lado ya de la catedral.

-Pero yo he venido a Santiago…

-Ya. Pero es que la Compostelana -le explica aquélla, un tanto molesta- sólo se da a quien demuestre que ha hecho andando

los cien últimos kilómetros del camino o los doscientos últimos

en bicicleta.

-¿Y cuatrocientos en coche no sirven?

-No sirven, no, señor.

-Bueno, pues nada. Qué se le va a hacer, mujer -se disculpa el viajero, volviendo afuera, con la sensación de haber molestado por preguntar.

La sensación de haber molestado, o de estar a punto de hacerlo, le perseguirá durante todo el día, tanto dentro como fuera de la catedral. El santiagués es amable y hospitalario con los turistas (no en vano vive de ellos), pero, como buen gallego, no le gustan demasiado las preguntas. Sobre todo si el que las hace no es peregrino ni se sabe bien qué busca en la ciudad.

-¿Peregrino?

-No.

-¿Turista?

-Tampoco.

-¿Viaje de negocios?

-Menos.

-¿Entonces?… -le miró con desconfianza la recepcionista

de la Hospedería Xelmírez, cuando llegó esta mañana.

-Digamos que estoy de viaje -dijo el viajero, sonriendo,

recogiendo su maleta para subirla a la habitación.

Pero eso fue hace ya un rato. Ahora el viajero está en plena plaza del Obradoiro, confundido con el mar de peregrinos y turistas que desembocan en ella, como en un inmenso puerto de granito, desde todas las calles de alrededor. La imagen, por conocida, no deja de sorprender. Abierta al pie de la catedral, que alza sus torres sobre ella al tiempo que la domina con la gran escalinata de granito que le hicieron en el siglo XVIII para salvar el desnivel que había entre ambas, la plaza del Obradoiro está ya llena de gente, a pesar de que es muy temprano. La vieja plaza del Hospital, el lugar donde un día estuvo el obradoiro de los canteros que tallaron piedra a piedra la fachada principal y sus dos torres (la de la Carraca y la de las Campanas), sigue siendo el lugar cosmopolita que ya era en la Edad Media, cuando se generalizaron en toda Europa las peregrinaciones hacia Santiago. Hay gente por todas partes, peregrinos llegados de todos los países que deambulan por la plaza con sus conchas y bordones, saludándose unos a otros, haciéndose fotografías para el recuerdo y comprando todo lo que les ofrecen los mil y un vendedores que se disputan la plaza y las calles aledañas. Crucifijos, conchas, postales, grabaciones con canciones de la tuna, botafumeiros de alpaca, nada que tenga que ver con la ciudad y su catedral o que simplemente pueda ser vendido a los turistas está fuera del comercio en este inmenso Babel que es la gran plaza del Obradoiro en este bello día de septiembre que el viajero ha elegido para comenzar su viaje.

Y lo hace precisamente aquí, en el corazón del mundo, en el mítico lugar donde confluyen caminos y peregrinos procedentes de todos los países de la Tierra, siguiendo las pisadas de otros muchos anteriores que, a lo largo de los siglos, llegaron a esta ciudad atraídos por su estrella y su fama milagrosa, igual que hiciera años antes -en el 813- el obispo de Iria Flavia Teodomiro, que fue el primero en llegar

y el que descubrió el sepulcro sobre el que hoy se levanta la catedral. Una catedral que es, como la mayoría de ellas, el resumen de muchas catedrales superpuestas, desde aquel templo inicial que ordenó construir el rey Alfonso II el Casto a raíz del descubrimiento de los restos del apóstol y en torno al que surgiría la ciudad de Compostela…

Con Merlín en Mondoñedo

Bienvenido a Mondoñedo, viajero! Soy Merlín. El mago

de las estrellas. El hijo del gran druida. El único capaz de espantar las nubes y curar el mal de ojo… ¿Quiere usted ver mi museo?

El hombre se ha abalanzado sobre el viajero en cuanto lo vio llegar. El hombre, que viste de un modo extraño, como si fuera un mago de cuento, parece, efectivamente, sacado de un relato de Cunqueiro o de una fiesta de Carnaval. Pero no. El hombre es de carne y hueso, pese a su curioso aspecto, y que el viajero sepa hoy no es día de disfraces. Aunque en Galicia nunca se sabe. Tan pronto se encuentra uno con una meiga como se topa por un camino con un licántropo.

-Venga, venga. Le enseñaré todos mis tesoros: libros, joyas, objetos que nunca ha visto… Pase, pase, conozca el museo de Merlín -le arrastra el hombre hasta éste, entre la curiosidad de un viajero que todavía no ha reaccionado. Es difícil que lo haga en un buen rato, a la vista de tan histriónico personaje.

Es un hombre ya mayor. Vestido con una túnica y cubierto de abalorios, la mayoría en forma de pez, porta un bastón de madera y un gran anillo de oro que le da cierto aire de obispo. Quizá lo fue en algún tiempo, a juzgar por sus ademanes.

El museo, o lo que sea, tampoco le desmerece. Al contrario, supera cualquier idea que alguien se pudiera hacer. Al viajero, al menos, así le pasa y se lo reconoce en cuanto entra en él. Ni en el más fantástico de sus sueños podría haber soñado un lugar así.

Y es que el museo de Merlín, que ocupa lo que fuera seguramente una antigua tienda, sobre la plaza de la catedral, acoge tal cantidad de curiosidades que es difícil siquiera enumerarlas.

Hay, por ejemplo, libros de literatura, la mayoría de Cunqueiro, el escritor más famoso de Mondoñedo, cuya estatua se ve enfrente del museo presidiendo los jardines del lugar en que nació, pero también objetos antiguos y recortes de periódicos y bastones de madera (de boj, precisa Merlín) y piedras y calendarios y carteles de productos farmacéuticos y hasta fotografías de personajes famosos que, al parecer, pasaron por el museo y dejaron de recuerdo sus retratos dedicados.

-Éste es el druida gallego, el que casó a la cantante Karina. Y este de aquí, el de negro, el Drácula de Pontevedra -le va explicando Merlín a un viajero cada vez más asombrado.

-¡¿El Drácula de Pontevedra?!

-Sí, señor -continúa Merlín, como si tal cosa, devolviendo

el retrato a su lugar-. Chupa la sangre de las mujeres y asalta los cementerios… ¿Nunca lo ha oído nombrar?

-Pues no -dice el viajero, asombrado, mirando a su alrededor.

El viajero no sale de su estupor. El viajero, a estas alturas y sin desayunar aún, está tan alucinado que comienza a sospechar si no seguirá dormido. ¿Cómo va a creer, si no, que lo que este hombre

le cuenta se lo está contando en serio o que el lugar en que ahora se encuentra no es un lugar irreal?

Pero no. Tanto Merlín como su museo son tangibles y reales. Como real es también el día y la fachada de la catedral. Una fachada que mira justamente hacia el museo y en cuyas torres suenan ahora unas campanadas. Las de las once de la mañana.

-¿Y todo esto lo vende? -le pregunta el viajero a su anfitrión, más que nada por decir también él algo.

-¡Por favor!… Nada de esto está a la venta, amigo mío. Éstos son objetos mágicos que he ido reuniendo a lo largo de mi vida para disfrute personal mío -dice Merlín, mirándole con ternura-. Esto está en exposición.

-Claro, claro -se disculpa el viajero, arrepentido.

-Yo fui librero de cámara de don Álvaro Cunqueiro -sigue Merlín por su cuenta, mostrándole ahora un escaparate (el otro está también lleno de libros)-, que fue quien me descubrió mis poderes mágicos. Por eso, tengo aquí todos sus libros -dice, mostrándole uno de ellos, una primera edición de Merlín y familia dedicada por su autor.

-¿Y cuándo descubrió que tenía esos poderes? -le pregunta el viajero, intentando aparentar normalidad.

-Hace años. Aunque desde pequeñito sentía ya cosas raras.

Porque el mago nace, ¿sabe usted? El mago nace y se hace con el tiempo, como me está sucediendo a mí… ¿Ve usted estos cuernecillos? -le dice Merlín ahora, despojándose del gorro que le cubre la cabeza, una especie de bonete bordado en vivos colores y del que cuelgan más peces, amén de varias estrellas, para mostrarle los dos bultos que, en efecto, le han salido en ambos lados de la frente, y que, según él, son la confirmación de que se trata en verdad de un mago-. Fui al médico a que me los viera y me dijo lo que yo ya sospechaba: que son duros, no de grasa, pero que, si yo quería, me los quitaba… Por supuesto, no le dejé. Me hubiera quitado mis poderes, ¿no comprende?

Ahora sí, el viajero ya no sabe qué pensar. Ahora el viajero está ya tan estupefacto que lo único en que piensa, aparte de en cómo huir, es en cómo va a contarlo. Seguramente, no le creerán, como tampoco nadie cree a Merlín. Aunque tenga los dos cuernos en la frente como prueba.

-Dicen que a cada pueblo le toca uno y a nosotros nos tocó éste -le dice el dueño del bar de enfrente, en el que por fin recala después de escapar de aquél.

La catedral de vidrio

Cincuenta y siete rosas u óculos, tres enormes rosetones, más de ciento veinticinco ventanales… La profusión de vidrio es tan fabulosa (mil ochocientos metros cuadrados, lee el viajero en sus guías) que éste no sabe adónde atender ni desde qué sitio mirar mejor ese juego infinito de figuras y colores que cubre toda la fábrica, desde la fachada al ábside. La impresión que produce es la de estar en un sueño. Un sueño que va creciendo a medida que la vista se desliza por los muros, de abajo arriba y de un lado a otro, descifrando los motivos de una iconografía que, como el mundo en la religión, se divide y se organiza en tres planos diferentes: abajo los vegetales, en medio el mundo animal y, en lo más alto de todo, el sobrenatural o místico. Es decir, la célebre pirámide religiosa tan del gusto de las gentes del medievo.

Y es que la mayoría de estas vidrieras son coetáneas del templo. Trabajaron en ellas, según los historiadores, los mejores vidrieros españoles y extranjeros de la época, aunque, con el tiempo, lo harían también algunos menos brillantes. En conjunto, las más antiguas son las del claristorio, aunque las hay también de ese tiempo repartidas por el resto de los muros. Representan personajes del Antiguo Testamento, excepto la de la Cacería, de iconografía profana, detalle este muy novedoso en el arte religioso medieval, lo que ha hecho pensar a algunos que quizá estuviera antes en un palacio real, posiblemente el de Alfonso X.

Con las manos en los bolsos, caminando muy despacio y deteniéndose cada poco para volver a admirar lo visto, el viajero recorre una por una las vidrieras, que se deslizan ante sus ojos como si fueran un libro abierto. El viajero va embriagado por la luz que las alumbra (luz de Dios, diría un creyente) y por la música que ahora suena, que parece elegida para ello. Al final, llegado ya ante el altar, se sienta a seguir mirándolas en un banco de la nave principal, en la que se ve ya gente. Mientras lo hace, lee su historia. Las guías hablan ahora de la construcción del templo, que comenzó, al parecer, en el 1205 un tal Manrique de Lara sobre el mismo solar en que se alzara la primitiva catedral románica (…), en el lugar más alto y noble de la ciudad. Un solar, por lo tanto, lleno de historia (…) en torno al que ha girado desde siempre la de esta vieja ciudad en la que el viajero tiene también parte de su propia historia.

Pero su historia es casi un suspiro comparada con la de esta catedral. Desde que se concluyó, la catedral de Santa María, o la Pulcra Leonina, como la llaman los más redichos, ha vivido y conocido tantas cosas que es imposible sintetizarlas.

El viajero recuerda, por ejemplo, aquel incendio que a punto estuvo de destruirla en 1966 (tenía él once años), pero, antes, la catedral ya había conocido terremotos y desplomes y diversas agresiones, entre las que no es la menor la enfermedad del mal de la piedra que roe sus estructuras y que amenaza con deshacerla como si fuera un azucarillo. Aunque no todo han sido desgracias. A lo largo de su vida, como es lógico, la catedral de León ha conocido también momentos más jubilosos y épocas de esplendor. Esplendor que se manifiesta en su arquitectura, de gran pureza y belleza, pero también en sus dimensiones, que la hacen casi única en su género.

Porque, si las vidrieras son impresionantes (sobre todo una mañana como ésta), no lo es menos el tamaño de estas naves que parecen concebidas, más que para permanecer en ellas, para elevarse hacia las alturas. Desde el exterior, agujas, pináculos y arbotantes la convierten en un bosque fabuloso, pero, por dentro, la catedral parece más una gran bodega en la que los rosetones hacen las veces de ojos de buey. Construida al estilo francés, (…) es, junto con las de Toledo y Burgos, el edificio gótico más importante de (…) la Península, aunque tiene sobre éstas todavía una ventaja: casi la cuarta parte de su estructura es de vidrio, lo que la hace aún más esbelta y delicada. Lo cual contrasta con su tamaño y con la altura de sus dos torres, que el viajero recuerda ahora desde dentro. Las recuerda y vuelve a verlas: cuadradas y puntiagudas, como flechas que apuntaran hacia el cielo de León. Ese cielo azul y puro que alumbra los ventanales y en el que se oyen ahora las campanadas que dan las once…

Las gallinas de Santo Domingo

La catedral está abarrotada. Del primer banco al último, todos están repletos de gente que asiste a la misa de la una, que oficia un cura joven, al que se le ve animoso. E inteligente.

Su homilía, por ejemplo, parte de la lectura del día, que versa sobre el milagro del sordomudo al que Jesucristo devolvió el habla y el oído, y trata sobre la incomunicación del hombre moderno. Y lo mismo hace con las peticiones: en lugar de las habituales (por el Papa, por los curas, por los misioneros repartidos por el mundo… ), las ha adaptado a la realidad que más preocupa a sus feligreses: el terrorismo, el paro, las injusticias… Aunque no olvida tampoco pedir por el obispo de la diócesis, que acaba de renunciar al cargo. El vecino de asiento del viajero, al que se le ve entendido, dice que el cura es de Ciriñuela, un pueblo cerca de Santo Domingo, y que es una gran persona.

Pero el viajero está más interesado en lo que acaba de descubrir tras él. Un ruido característico, pero impropio del lugar en el que está, le ha hecho volver la cabeza y ha

descubierto con gran asombro un gallo y una gallina en una especie de capillita. Las dos aves, que son blancas (igual que las que hay pintadas en ambos lados de la hornacina), están a media altura, en el interior del templo, guardadas por una reja, pero a la vista de todo el mundo. Y parecen acostumbradas a estar allí, puesto que no se inmutan por la presencia de tanta gente.

El viajero busca en sus guías la razón de su presencia, si la hay. El viajero sabe el refrán que dice que en Santo Domingo "cantó la gallina después de asada", pero no se imaginaba que esa gallina tuviera una presencia tan real. Las guías cuentan la historia (un peregrino alemán acusado de un robo que no había cometido resucitó por intercesión de Santo Domingo a la vez que la gallina que se disponía a comer el juez en ese momento), pero no explican la razón de su presencia en el interior del templo. Aunque sí dicen que es muy antigua. Un documento del 1350 ya la señala, según parece, y la hornacina en la que se encuentran es del 1445.

En cuanto acaba la misa, el viajero se acerca a verla. Hay mucha gente que hace lo mismo, sobre todo peregrinos tan sorprendidos como él por la presencia de las dos aves dentro de la catedral. Éstas se ponen nerviosas al ver tanta gente junta, incluso el gallo empieza a cantar, provocando sonrisas entre los que los están mirando.

-¿Ha visto qué bien enseñado está? En la misa no ha cantado ni una vez -le comenta al viajero un hombre joven, vecino de Santo Domingo, que le cuenta que las aves son cambiadas cada mes y que hay un hombre que se encarga de ello-. Precisamente -dice- lo ha dejado hace unos días.

-¿Y ahora…?

-Le ha sustituido otro.

El hombre mira a las aves con satisfacción y orgullo; el mismo orgullo y satisfacción con que las miran otros vecinos del pueblo que entretienen la salida de la misa mostrándoles a sus hijos la capillita que hace las veces de gallinero. Y es que gallinero es, por más que sea de estilo gótico.

-Pero por la noche las sacarán de ahí… -le comenta el viajero a su informante, seguro de que es así.

-No. Duermen ahí -dice éste, mientras el gallo vuelve a cantar como si supiera que están hablando de él…

La catedral perdida de Roda

Hasta Roda hay una hora de camino por carreteras bastante malas. Primero, una hasta Graus, la capital de la Ribagorza, que aparece al final de un gran pantano, y luego la del Isábena, que remonta el río de este nombre, que se une en Graus con el Ésera. Por el camino se van ya viendo las crestas de los Pirineos.

Roda aparece tras una curva, encaramada en lo alto de una colina. La misma en la que lleva asentada varios siglos dominando el valle del río Isábena y sus aldeas. Pobres aldeas altomedievales que han sufrido como pocas la sangría emigratoria que asoló

y sigue asolando toda la franja prepirenaica. La misma Roda, que fuera capital de un condado y de una diócesis (el de la Ribagorza y la de su nombre), apenas es hoy ya un pequeño pueblo en el que a duras penas resisten dos docenas de vecinos y mayores. Y eso que el pueblo está conservado como si todos sus edificios estuvieran habitados y con vida.

El artífice de esa ilusión es don José María Lemiñana. El mosén, como les dicen aquí a los curas (aunque con acento en la o y no en la e, al revés que en Cataluña), llegó a Roda hace tres décadas procedente de Lérida, donde ejercía (todavía las parroquias de la ex diócesis no habían sido devueltas a Aragón), y se encontró la antigua catedral abandonada, igual que toda la zona. Durante muchos años, desde que, hacia la mitad del siglo XIX, desapareciera definitivamente el cabildo que quedó en la ex catedral tras el traslado de aquélla a Lérida, el templo fue languideciendo hasta ofrecer el estado de abandono en el que Lemiñana se lo encontró. Pero Lemiñana era aragonés y amaba mucho esta tierra y, en lugar de tomarse el destino como un destierro, que es como solían tomárselo todos sus antecesores, se remangó y se puso manos a la obra para devolverle a la ex catedral su antiguo esplendor. Trabajando él mismo de albañil, con ayuda de algún vecino del pueblo, restauró el edificio piedra por piedra hasta que le devolvió la imagen que había tenido siglos atrás y que el viajero vuelve a admirar cuando llega. Es la tercera vez que lo ve.

-¡Qué sorpresa! -le saluda una chica cuando baja, tras aparcar el coche en la vieja plaza. Que está también restaurada, lo mismo que todo el pueblo, que parece sacado de un cuento medieval.

Es Yolanda, la chica que le enseñó la catedral la primera vez. Con más años y más gorda, pero con la misma afabilidad. Al viajero le cuesta poco reconocerla, pese a que ya ha pasado tiempo de aquello.

Tras los saludos de rigor, que Yolanda hace extensivos al niño que está con ella (su hijo, de cinco años), ésta se ofrece a ir a buscar al mosén, incluso a abrirle ella misma la catedral, si es que éste está cenando. Yolanda ya no trabaja de guía (vive en Barbastro, aunque viene mucho), pero es su hermana la que la ha sustituido.

Por fortuna, Lemiñana no había empezado a cenar aún y el viajero tiene dos guías en vez de uno. El mosén está más viejo, pero conserva la energía de otros tiempos. Y el pelo largo, como acostumbra, que le da cierto aire de vagabundo. Con la llave abre la puerta principal (la que da al pórtico) y franquea al viajero el paso a esta joya del románico perdida en los Pirineos y a contrapié de cualquier camino. ¡Qué maravilla volver a verla!

Mientras el mosén le cuenta las novedades y Yolanda da las luces, que se sabe de memoria (se ve que no se ha olvidado de cuando trabajaba aquí), el viajero observa con emoción este templo que se conserva prácticamente como cuando lo construyeron

-en los primeros años del siglo XI- y que por fuera confunden, como les sucede a muchos, un pórtico y un campanario barrocos que disimulan su verdadero estilo. Un estilo, el románico lombardo, característico de esta región y del que la ex catedral de Roda es su mejor exponente. El resto están repartidos por todos los Pirineos, en especial por los altos valles de las provincias de Huesca y Lérida.

-Para mí, es el más bello de todos -dice el mosén Lemiñana contemplando sus dominios, que conoce piedra por piedra.

Con la luz artificial, que le da más magia aún, la catedral de Roda se abre como si fuera un viejo tesoro ante los ojos del viajero mientras escucha al mosén hablar. Yolanda interviene poco, pero, cuando lo hace, lo hace con conocimiento. Aunque siempre se mantiene en un segundo plano respecto al cura.

El templo, por lo demás, está limpio como un jaspe. Destella bajo las luces sumergido en el silencio de la noche, que aquí dentro es absoluto. Sólo se oyen las voces del mosén y del viajero y las pisadas de ambos y de Yolanda. Parecen tres ladrones violentando la soledad de este viejo templo, piensa el viajero rememorando

al que aquí llegó una noche para llevarse lo mejor de él: el famoso Erik el Belga, de tan triste memoria para el mosén Lemiñana:

-Aún recuerdo la impresión que me produjo, a la mañana siguiente, ver lo que se habían llevado -recuerda con gran tristeza mientras contempla la silla de San Ramón, el mueble más antiguo que se conservaba quizá en Europa y que fue el móvil principal

del sacrilegio. Y del que sólo han podido recuperarse algunos pequeños trozos que ahora se exhiben al público incrustados en una copia de plástico transparente.

Lo que no es copia es lo demás. Ni las vestimentas y zapatillas de obispos y de canónigos, algunas antiquísimas, que se muestran en vitrinas en el coro, ni los báculos y objetos religiosos, como hisopos o peines de marfil, que comparten sitio con aquéllas,

ni las imágenes y las pinturas que se reparten por todo el templo.

Ni, por supuesto, la arquitectura de los tres ábsides, lombarda pura y muy restaurada, ni las pinturas murales de la capilla aneja a la cripta (la antigua sala capitular), románicas, del siglo XIII, y el sepulcro del obispo San Ramón. Una bellísima obra de piedra que al viajero le recuerda al de San Pedro de Osma, en El Burgo. Sólo que éste es más primitivo y más hermoso, si cabe.

Con la emoción de volver a verlo (ahora, de noche, que todavía es más misterioso), el viajero sigue al mosén en dirección al claustro, que está pegado a la iglesia. El viajero ya lo conoce, pero le vuelve a sobrecoger. Tanta belleza junta es muy difícil de soportar. Especialmente a esta hora en que el claustro parece sacado de una película, con la luna iluminando las crujías y el ciprés trepando hacia ella. Sólo las luces del refectorio, que ocupa su lado norte, compiten con el cielo en la noche pirenaica, dándole a todo el conjunto un halo aún más fabuloso. Porque fabuloso es este lugar que Lemiñana sacó también del olvido en el que se mantenía desde hacía siglos. Se lo cuenta al viajero mientras cenan en el antiguo comedor de los canónigos, que ahora es un restaurante, y luego, junto con Yolanda, mientras pasean por el pueblo, que está dormido en la noche, no la de este día de junio, sino la de la larga historia de la perdida diócesis de la Ribagorza…

Glorias y miedos

Muy pocos hombres -las soledades se extienden hacia el oeste, hacia el norte, hacia el este, inmensas, y terminan por invadirlo todo-, tierras yermas, ciénagas, ríos vagabundos y landas, bosquecillos, pastizales, todas las formas degradadas del bosque que subsisten después de los zarzales y de los quemadores de bosques (…), de tarde en tarde una ciudad, penetrada por la naturaleza rural, que no es más que el esqueleto rejuvenecido de una ciudad romana, barrios enteros de ruinas contorneados por los arados, una muralla tal vez reparada, edificios que datan del Imperio convertidos en iglesias o en ciudadelas, no lejos de ellas algunas docenas de cabañas en las que viven viticultores, tejedores, herreros, aquellos artesanos domésticos que fabrican para la guarnición o para el señor obispo armas y ornamentos, por último dos o tres familias de judíos que prestan un poco de dinero a interés, caminos, largas filas de hombres obligados al transporte de mercancías, flotillas de embarcaciones en todos los cursos de agua: así es el Occidente en el año 1000. Un mundo salvaje. Un mundo acechado por el hambre (…) Sin embargo, desde hace cierto tiempo, movimientos imperceptibles empujan a esta humanidad miserable a emerger lentamente de la barbarie".

Así comienza La época de las catedrales, de George Duby, y con esa cita inauguro yo Las rosas de piedra (Alfaguara), el libro en el que relato el viaje, o, mejor dicho, los viajes, puesto que son varios e intermitentes, que comencé en septiembre del año 2001, esto es, cuando empezaba el tercer milenio, y que me están llevando a través de las catedrales de toda España. Doce viajes en total, de los que publico ahora los seis primeros (los que corresponden a la mitad norte del país, desde Galicia hasta Cataluña) y en los que he visitado ya, y pasado un día entero en cada una, 45 de las 75 catedrales existentes, a la vez que las ciudades y pueblos en los que están. Cuando digo que he pasado un día entero en cada una, me refiero a la catedral y a su entorno, que en algunos casos coincide prácticamente con ella, y, por supuesto, al camino que hay entre una catedral y otra.

Qué es lo que me llevó a elegir para mi cuarto libro de viajes, ese género al que tan aficionado soy, tanto como escritor como lector, supongo que por aquello que afirmó un día Rimbaud: viajero es el que parte por partir, no lo sabría decir. Quizá la atracción que he sentido siempre por esos fabulosos edificios que han sobrevivido al tiempo como ciudades de Dios en la tierra y que comparto con muchas personas y también, seguramente, la preferencia que siento por esos mundos que han quedado a desmano de la historia, pero que, en su soledad, reflejan los sueños y los temores de una humanidad errante que, como los viajeros clásicos, camina desde su origen sin saber muy bien su destino. En cualquier caso, después de seis viajes ya y doblado el ecuador de este país y de las catedrales que en él se asientan, puedo decir que no sólo no me arrepiento de haber emprendido aquéllos, pese a la envergadura del empeño y lo penoso del trayecto (desde Galicia hasta Cataluña, de norte a sur y de oeste a este, los kilómetros se me hacen ya incontables), sino que mi fascinación ha ido en aumento tras haber deshojado una tras otra, como si fueran enormes rosas arquitectónicas, libros de piedra erigidos sobre el paisaje de las ciudades, en la visión mistérica de Fulcanelli (el otro guía de mis pisadas), más de la mitad de las catedrales que integran ese rosario que cubre nuestro país; un país que, como ellas, cambia a medida que se las deshoja, como también lo hacen sus gentes, sus paisajes, y su identidad.

Porque esos edificios fabulosos, esos barcos milenarios y bellísimos que surcan nuestros paisajes y en los que quedó plasmada la evolución del arte y la arquitectura de nuestros antepasados, así como la de su religiosidad y miedos, son también las cajas negras de nuestra historia; una historia tan extensa y tan diversa como las propias arquitecturas que las envuelven y que está llena, a su vez, de historias mínimas, de pequeñas aventuras y leyendas, la mayoría de ellas tan interesantes, o más, que la historia con mayúsculas. Y lo mismo sucede con las personas que, dentro o fuera de la catedral, siguen inventando otras y están dispuestas a contárselas a aquellos que, como yo, quieran pararse a escucharlas o que, sin querer, las oyen en una gasolinera, en la cafetería donde desayunan o en las capillas donde reposan, envueltos en polvo y sombra, los sepulcros y las imágenes de aquellos que en algún tiempo protagonizaron otras historias o se dejaron entusiasmar por estas rosas de piedra que resisten a la incuria y al desinterés común que es el signo desastrado de estos tiempos en los que todo parece subsistir para el turismo, relegando el viaje -y su sabiduría- para los cuatro locos que se empeñan en creer que una catedral es piedra, pero también un misterio por descubrir: "Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de mamarrachos, de mascarones y de gárgolas amenazadoras -dragones, vampiros y tarascas-, es el guardián secular del patrimonio ancestral. El arte y la ciencia, concentrados antaño en los grandes monasterios, escapan del laboratorio, corren al edificio, se agarran a los campanarios, a los pináculos, a los arbotantes, se cuelgan de los arcos de la bóvedas, pueblan los nichos, transforman los vidrios en gemas preciosas, los bronces en vibraciones sonoras y se extienden sobre las fachadas en un vuelo gozoso de libertad y de expresión. ¡Nada más laico que el esoterismo de esa enseñanza! Nada más humano que esta profusión de imágenes originales, vivas, libres, movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y siempre interesantes; nada más emotivo que estos múltiples testimonios de la existencia cotidiana, de los gustos, de los ideales, de los instintos de nuestros padres; nada más cautivador, sobre todo, que el simbolismo de los viejos alquimistas, hábilmente plasmados por los modestos escultores medievales" (Fulcanelli dixit).

'Las rosas de piedra' (editorial Alfaguara) sale a la venta el 19 de mayo.

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