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Mítico Kirov

El Kirov-Marinskii de San Petersburgo es el Vaticano del ballet académico. El frasco de las esencias de la danza rusa. El Teatro Real de Madrid recibe, siete años después de su última visita, a la compañía donde se formaron Nureyev y Barishnikov

Mítico Kirov

El Kirov-Marinskii de San Petersburgo es el Vaticano del ballet académico. El frasco de las esencias de la danza rusa. El Teatro Real de Madrid recibe, siete años después de su última visita, a la compañía donde se formaron Nureyev y Barishnikov. Por ROGER SALAS.

Vuelve al Teatro Real de Madrid, a partir del martes, la compañía de ballet clásico más importante del mundo: El Kirov-Marinskii de San Petersburgo (su última visita data de enero de 1999). Tras la perestroika, el desmembramiento de la URSS y los efectos telúricos de la glasnost, su resurgimiento ha sido un hecho tan admirable como histórico, tanto en lo musical como en lo balletístico. En medio de la época de la globalización, convulsa en lo político y lo social (pero que también atañe consecuentemente a la cultura), el teatro-sede Marinskii, su compañía de ballet, la academia Vaganova (su escuela asociada), sus talleres y estructuras secundarias se muestran una vez más resistentes, dispuestos a sobrevivir. Un teatro y su tradición que han sorteado a zares y zarinas caprichosos, revoluciones, dictaduras y destierros, guerras y purgas, manteniéndose como la cantera inspiradora de la danza académica, su fuente y archivo viviente más valioso.

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Una vez que se han visto los faros rostrales de la dársena, el puente de las esfinges aladas, la aguja de oro, las riquezas del museo Hermitage (donde también hay un fantástico teatro neoclásico), el atrio marmóreo de San Isaac o las cúpulas multicolores de la iglesia del Manto sobre la Sangre, queda el teatro Kirov-Marinskii, con su color verde claro, siempre desvaído, silueteándose bajo el cielo polar, y sus dobles ventanas blancas a las que ningún repintado ocasional logra ocultar las grietas de la noble madera ártica. Es el Vaticano del ballet, aunque hay otras catedrales; su templo principal y meca para artistas, estudiosos y entusiastas. Esa mole exenta es una imagen sobrecogedora de lo que contiene entre sus muros, bambalinas y recovecos: la esencia y el alma de la danza rusa, la respiración y el vuelo de un arte hecho de instantes perecederos, de memoria colectiva y de leyendas. El Kirov-Marinskii, ya sea en primavera, cuando tímidamente los tilos de la plazuela lateral de la Entrada de Artistas brotan como en una acuarela de Repin, o en pleno invierno, cuando una espesa capa blanca lo cubre y silencia todo, está siempre lleno. Nunca hay entradas, ya sea para una ópera de Prokofiev o para un ballet de Petipa. Y no son sólo turistas, son los ciudadanos llanos que aman su música, su danza, sus bailarinas.

Una ley de los tiempos de Stalin preveía precios populares mínimos, y era gratis para héroes de guerra, jubilados, estudiantes de música y ballet. Eso se mantuvo después. Hoy, las entradas son caras y los turistas pujan (el hormigueo y picaresca de las reventas en torno a las taquillas resulta un negocio en alza), pero sigue habiendo un cupo popular y un caluroso y enterado público local, quizá el más severo de los críticos, el que más sabe y más ha visto sobre las tablas del viejo teatro Marinskii, el que lleva en tranvía unos modestos y ajados claveles para lanzarlos sobre su estrella favorita.

Siempre por los pasillos de Marinskii se encuentran bailarines que van de una sala a otra, de una clase a un ensayo, de una prueba de vestuario a otra de maquillaje, y siempre se oye un piano, un cantante vocalizando o unos instrumentistas haciendo escalas en medio de un penetrante olor a linimento mezclado con té negro y tabaco de liar. Viejos maestros, estrellas reputadas, jóvenes que despuntan: una convivencia que asegura la transmisión orgánica del saber sagrado del ballet. En Kirov-Marinskii, todo se cocina dentro, pero los bailarines de la compañía están preocupados con el destino de la casa y el suyo propio. Ya está diseñado un plan de dónde irían a trabajar mientras se acometen los trabajos de restauración, que, de hacerse, durarían entre tres y cuatro años. "Pocos me parecen para el ritmo ruso", ironiza un artista del teatro. El ballet Kirov-Marinskii volvería a emigrar a otros escenarios de la ciudad y a grandes giras por todo el mundo, con temporadas estables en Londres y Nueva York o Tokio: en esas ciudades, los empresarios teatrales y los grandes coliseos ya se rifan el tener al conjunto más tiempo.

Metáforicamente se habla del "eficaz congelador de cuatro estrellas" que representa Kirov-Marinskii, teatro y compañía de ballet, para el gran repertorio de la danza universal, su patrimonio coréutico. Si no hubiera existido la gran estructura de los ballets imperiales rusos, probablemente hoy sabríamos menos del ballet mismo, y su repertorio sería mucho más escuálido. Allá, en la Venecia del Norte, una ciudad de palacios y canales junto al estero del río Neva, creada por el capricho de un monarca tan sanguinario como soñador, existía desde hace casi tres siglos la pasión por la danza y su gran espectáculo. Los manuales y diccionarios al uso repiten aquello de que en 1736 el zar Pedro el Grande auspició una función estrictamente masculina de su escuela de cadetes. Sí, pero no es exacto. La historiadora de ballet rusa más importante del siglo XX, Vera Mijailovna Krassovskaia, lo ha documentado. Antes, ya coreógrafos, bailarines y compositores, pintores de escena y maestros se habían establecido allí, la mayoría procedente de París, Milán y Viena, los grandes centros productores de la época y donde no faltaban ya nombres de españoles errantes, una tradición de viajar hasta San Petersburgo (allí había trabajo muy bien pagado) que se hizo strada magnifica para los artistas de danza hasta principios del siglo XX.

El teatro Marinskii (o de la emperatriz María, consorte del zar Alejandro II) no era la sede principal de los Ballets Imperiales, sino un coliseo accesorio, tal como sucedía en otras grandes capitales europeas como Viena y París. San Petersburgo tenía en activo entre el último tercio del siglo XVIII y la primera mitad del XIX hasta cuatro grandes teatros, entre ellos el del Hermitage -que quería emular en escala y suntuosidad clásica al Olimpico de Palladio-, y ese Gran Teatro (o Bolshoi, que quiere decir en ruso simplemente "grande"). El teatro Marinskii fue un capricho aristocrático. Sus colores azules se corresponden con los de la princesa de marras, y su decoración, en oro suave ligeramente rosado y plata pavonada, le dio un estilo particular. La compañía de los Ballets Imperiales lo ocupó poco tiempo después de la apertura desde la misma entrada (que fue decorada en origen con esculturas al estilo de Canova representando a Maria Taglioni) hasta los camerinos de grandes espejos venecianos, en preeminencia sobre la ópera (esos celos son eternos, inevitables). Y allí se fraguó lo que hoy vemos en todo el mundo del ballet, pues incluso las obras procedentes del repertorio francés (como Giselle o La fille mal gardée), tenidas hoy como canónicas, proceden del tamiz ruso, aquella fragua bajo cero que lideraba un marsellés que llegó a San Petersburgo procedente de Madrid: Marius Petipa. En sus memorias, Petipa cuenta todo. Desde su accidentada huida de la península Ibérica hasta su instalación en Rusia, su amor por Cervantes, las castañuelas, el español y la Escuela Bolera, que parece dominaba como el que más. Petipa dejó en el Marinskii más de 100 obras entre sus estrenos absolutos (como Don Quijote), divertissements (El jaleo de Xeres), reposiciones ajenas (como Paquita) y bailes de óperas. Es precisamente El corsario una de esas piezas que Petipa reordenó y reelaboró a partir de un original casi olvidado, y donde no faltan sus agregados, su estilo y su sello.

La eternidad del ballet académico está más que probada por las grandes compañías rusas, que fueron luego soviéticas y hoy han vuelto a ser rusas. Éste es el caso del ballet Kirov del teatro Marinskii, cuyos casi 300 años de historia teatral se suman a sus legendarias escuelas de formación y a la cimentación de un estilo particular, siempre en busca de la perfección interpretativa y a la vez sostenedor de otras tradiciones ajenas que poco a poco hizo propias y fundió junto con sus valores vernáculos. Es lo que suele llamarse estilo ruso de bailar. Rizando el rizo, después encontramos sutiles aunque ciertas diferencias y rivalidades entre las grandes escuelas de Moscú y San Petersburgo. Algunas grandes bailarinas de Leningrado se fueron a triunfar a Moscú, Galina Ulánova la primera; en nuestros días, Svetlana Zajarova ha repetido este viaje aparentemente sin regreso (bailó en el Real de Madrid en 1999, aún en las filas de Kirov). ¿Y qué ha caracterizado el estilo balletístico de la Venecia del Norte? Pues un cierto refinamiento que parte de muchas y variadas influencias, desde las escuelas italiana y francesa hasta el acento español en los bailes de carácter. Franceses, italianos, españoles, eslavos de varios sitios; coreógrafos, bailarines y bailarinas, encontraron en Rusia su casa natural además de un más que cómodo medio de vida: se respetaba el ballet y se les pagaba muy bien. Era el arte mimado de los zares primero y de los soviets después. Toda esa historia cambiante, compleja, a veces traumática, ha hecho del ballet ruso un emblema. Cuando ha habido guerras, los rusos han protegido y llevado a lugar seguro los cuadros de los museos y a sus bailarinas. Entre 1941 y 1944 fueron llevadas a Perm en vagones de tren, pero "entre algodones", según relataba una vez Dudinskaia. Sin embargo, el teatro no se cerró, y un grupo de artistas siguió actuando en Kirov; otros iban y venían sorteando el frente. Shostakovich componía y estrenaba sus dramáticas sinfonías; en Kirov también se estrenaban ballets, se estudiaba, se anotaban las obras según la antigua notación inventada allí mismo por Vladímir Ivanovich Stepanov en el último tercio del XIX.

Las bailarinas han sido y son un patrimonio, algo sagrado. En tiempos del último zar, algunas fueron muy poderosas, como Matilde Chesinskaia, amante de nobles y poderosos. Ella vivía en una mansión junto a la que se edificó un templete en una esquina del jardín desde donde salía a saludar a los balletómanos; también era un dolor de cabeza para los diseñadores y especialmente para Iván Alexandrovich Vsevolozhski (director de los Teatros Imperiales): insistía en bailar con sus propias joyas personales, a lo que otras bailarinas respondían colgándose sus pedruscos hasta parecer árboles de Navidad, fuera cual fuera el carácter de los personajes. Chesinskaia era dura, y su influencia era tal, que los directores de orquesta le pedían favores. El divismo cambió de formato, pero siguió existiendo. Anna Pavlova lo llevó a Occidente y se retrató abrazada a un cisne vivo cubierta de armiños. Durante la era soviética hubo de todo con le ballerine, desde privilegios hasta desapariciones. Una de ellas terminó en las aguas del Neva: estaba demasiado cerca de los inconformes. Porque allí, ya a fines de los años veinte, había un grupito de inquietos artistas experimentales de la danza que se sentía identificado con Malevich, con Tatlin, con Rotchenko y con Meyerjold. Entre ellos estaba George Balanchine, que se fue lo más lejos posible y recaló en las filas de los Ballets Russes de Diaghilev.

Desde la presencia en Europa Occidental y en América de los Ballets Russes de Serguéi de Diaghilev a principios del siglo XX y con los sucesos de la Revolución de Octubre, hubo una constante diáspora de artistas rusos de ballet hacia Occidente, principalmente desde el Kirov de Leningrado. Así se creó un puente de plata estilístico que trufó de maneras rusas las escuelas occidentales, en un reflujo histórico sin precedentes. Las deserciones de Rudolf Nureyev primero y de Natalia Makarova y Mijaíl Barishnikov después (los tres formados en Kirov; y no fueron los únicos) dieron nuevos aires de fama al teatro tras la histórica gira a Occidente de 1961 en plena guerra fría. Los dos primeros volvieron y bailaron en Marinskii en emocionados reencuentros a finales de los años ochenta. Misha Barishnikov, no. Atrás habían dejado una generación casi perdida y brillante cuyo suceso más negro fue el suicidio de Yuri Soloviev, tan brillante y hermoso como los mencionados, pero que no aguantó las presiones externas. Cuando aún se menciona a Soloviev en Kirov, los más antiguos bajan la voz. En las paredes, sus fotos en Pájaro azul o en Chopiniana arrancan suspiros. Es un caprichoso devenir de la historia. El Kirov se seguirá llamando así (por ese nombre se conoce en todo el orbe) a pesar de que tal denominación proviene de los años más oscuros del poder soviético (Kirov era un alto oficial de la inteligencia militar estalinista que murió en un atentado en 1935).

La diáspora de artistas de ballet continuó hasta bien entrados los años noventa. Una maestra de la escuela Vaganova apunta: "Aún hoy sigue. Es un destino, no una moda". Y es verdad. Sigue habiendo bailarines de San Petersburgo, y especialmente del teatro Kirov y de la escuela Vaganova, en todos los teatros importantes del mundo. Son los mejores. El mito de la Escuela de la Perspectiva Rossi es parte del sistema universal de la danza, su sostén, como decía Grace Kelly al presentar un documental sobre Vaganova.

Cuando en 1992 Jerome Robbins estuvo en San Petersburgo, ensayando sus ballets, que entraban por primera vez en el repertorio del Marinskii (gracias a las gestiones de Vinogradov), una de sus pocas declaraciones fue que allí "se respiraba ballet y respeto por el ballet en todos los rincones de la casa". Naturalmente, el Kirov-Marinskii también respira de su pasado, de esas etapas oscuras, por momentos bajos que han coincidido con los avatares políticos y las grandes crisis económicas. Las luchas internas por el poder, la presión implacable de las estrellas negadas al relevo generacional y la creciente apertura del mercado occidental desembocaron en grandes cambios internos y momentos de vacío de poder que, sin embargo, todos en aquel teatro se empeñaron en que no se trasluciera sobre el escenario: el ballet seguía siendo sagrado; en ese momento, un gran bailarín tomó cartas prácticas en el asunto: Faruk Ruzimatov (Corsario entre los Corsarios). Otro hombre de la casa, Marat Vasaiev, fue nombrado director artístico y se empeñó en mantenerlo todo igual. Lo lograron en medio del cisma. Es un milagro del arte y el tesón de esas personas que el ballet Kirov siga en pie y que siga ofreciendo calidad, que hoy esté mejor que nunca, que cuando afrontan el repertorio neoclásico moderno lo hacen también de manera perfecta.

Interpretándolo trágicamente a la rusa, podemos decir hoy que el ballet en sí mismo es así, con la ingratitud de sus hijos y sus destellos de gloria, con sus laureles efímeros. "Cuando ahora la compañía Kirov hace aquí en San Petersburgo los ballets de Balanchine a la perfección, cierra un círculo", dijo un crítico local a raíz del estreno de Symphony in C en Kirov hace casi dos lustros. Es verdad. George Balanchine es un producto también de esa tradición petersburguesa, y su obra, un hijo pródigo estético. En muchos ballets corales de Balanchine está medularmente presente esta herencia de Kirov-Marinskii, su poder: no hay más que pensar en Jewels, Tema y variaciones o en El Palacio de Cristal.

El espíritu conservacionista del Kirov-Marinskii ha sido a veces criticado por los renovadores, pero ése es su papel. En Occidente no tenemos una versión clara, definitiva ni fiable de cómo realmente fueron las cosas en los años duros del estalinismo y del realismo socialista, cuando se optó por preservar un arte (el ballet y los ballets clásicos) que era el más alto símbolo cultural y expositivo de la época zarista. El caso es que, ya en los años treinta, al mismo tiempo que en Kirov se reinventaba el ballet narrativo a la soviética (con obras como Romeo y Julieta, Las llamas de París, La flor de piedra o Laurencia), también se luchaba por no olvidar los viejos ballets del gran repertorio imperial, se entendía que la danza como tal estaba por encima de muchas otras cosas. La tradición conservacionista del Kirov tuvo su mejor valedor en Konstantin Sergueiev y en su mujer, la ex bailarina y maestra Natalia Dudinskaia; ellos fueron pareja escénica y luego dirigieron Kirov en una época terrible. No fueron los únicos (habría que citar a Makarov, Zajarov, Lavroski, Grigorovich y tantos otros). Durante décadas, Sergueiev mantuvo en paralelo la pervivencia del repertorio (que ha llegado hasta hoy) y hasta reconstruyó algunos grandes ballets imperiales que se habían olvidado, como Raymonda o su gran obra final, El corsario. En Kirov, Raymonda se conserva escrupulosamente según la coreografía residual de Marius Petipa. El corsario, gracias a su empeño e invenciones.

Hoy nos preguntamos todavía: ¿qué caracteriza finalmente el estilo del ballet Kirov-Marinskii? Sobre este argumento se han escrito varios libros. Cita obligada, los teóricos Roslaeva, Sloninski, Krassovskaia y, más recientemente, Rosanova, que hablan de muchas y variadas distinciones. Todos ellos coinciden en destacar que el refinamiento parte de muchas y variadas influencias, desde las escuelas tradicionales de ballet italiana y francesa hasta el acento español en los bailes de carácter, por los que, como se sabe, en Rusia hay verdadera pasión, y en San Petersburgo especialmente, desde tiempos del romanticismo.

Dentro del gran ballet romántico y académico, el rango demi-caractère ha llegado hasta nosotros gracias a la escuela rusa, a sus parámetros profesionales; hay una línea dinástica que va desde Orlov hasta Stukólkina ("la bailarina gitana callejera", quien ha escrito un notable método didáctico sobre el demi-caractère, único en la bibliografía del ballet), hasta Anísimova (que bailaba Los panaderos, de Raymonda, descalza y era su alumna). Gerardo Viana de Fonsea, un niño de la guerra civil española nacido en Vitoria, llegó a Kirov como virtuoso del aurresku y otras danzas regionales, y se hizo allí maestro de bailes españoles; llegó a enseñarle la jota a Nureyev, el fandango a Barishnikov, el bolero a Alla Sízova y a Gabriella Kómleva.

El Kirov-Marinskii quiere volver a ser lo que era, a la envergadura de las grandes producciones que marcaron definitivamente el desarrollo del ballet. Hoy, este teatro y sus gentes se someten a una crisis plural: la adecuación a los nuevos tiempos, a la sociedad capitalista de alto consumo inmediato y a controvertidas tendencias estéticas dominantes dentro del mundo globalizado.

En San Petersburgo comentan que la gran suerte es que tienen un director musical, Valeri Guerguiev, que respeta el ballet. Actualmente, en el Kirov-Marinskii se lidera una corriente de recuperación de los grandes montajes en su estructura íntegra. Este revisionismo pretende corregir lo que han hecho, aun con nobles intenciones, en tantas décadas desde Romanov hasta Lopujov, pasando por Sergueiev y Lavroski, entre otros. En estos parámetros se ubica la renovada producción de El corsario con que Kirov viaja a España esta vez. El recurso de arqueologizar el ballet de gran formato del repertorio lo hicieron allí hace dos años con La bella durmiente, llevarlo a la tesitura de gran pieza recuperada o reencontrada, toda una aventura real que incide en la pervivencia de la verdadera tradición.

Hay una generación de nuevas estrellas en el Kirov-Marinskii que está ahora en su madurez. Asombra su diversidad, la riqueza de sus personalidades. Algunas rozan la perfección, otras son venales, intensas: Uliana Lopátkina, Irina Yelónkina, Julia Majálina, Irma Nioradze, Ígor Zelenski, Víktor Baranov, Andréi Yakovlev. No son unos debutantes, sino mujeres y hombres muy hechos a las tablas, al repertorio, los estilos; y son los que aportan el fuego, la esencia. Detrás viene otra hornada a la que hay que estar atentos, pues Kirov-Marinskii ha enseñado en su lección magistral primera y más importante que eso es precisamente el futuro: sigamos los pasos de Zjanna Ayupova, Viacheslav Samodurov, Adrian Fadayev, Danila Korsuntzev, Ilia Kuznetzov, Maia Dumchenko…

El Teatro Real de Madrid abre el martes su décima temporada con el espectáculo 'El corsario', del Kirov-Marinskii. Más información en www.teatro-real.com y www.mariinsky.ru/en.

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