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PALOS DE CIEGO
Columna
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Mozart, 'stripper'

Javier Cercas

Estoy sentado en mi sillón predilecto, vadeando como ustedes la hora de la siesta del domingo, cuando oigo entre sueños que alguien dice en la tele: "De acuerdo, Mozart fue un genio, pero ¿cómo podemos estar seguros de que también fue un hombre feliz?". Me despierto de golpe, sobresaltado, diciéndome que o yo acabo de volverme inteligentísimo o la pregunta que acabo de escuchar es la pregunta más fácil que se ha formulado en los últimos 200 años. Dado que lo primero está totalmente descartado, comprendo que se trata de lo segundo y me apresuro a contestar la pregunta. Así: podemos estar seguros de que Mozart fue un hombre feliz por dos motivos: primero porque fue músico genial, y segundo porque su vocación fue hacer música. Los lectores que comprendan esto sin necesidad de explicaciones ya pueden seguir con su siesta; los demás -incluidos los que sientan menos curiosidad por la respuesta que por la explicación de la respuesta, y los que estén desvelados-, quietos ahí.

"El cumplimiento de su vocación convirtió su vida en una larga apoteosis de felicidad, en una orgía perpetua"

Vaya por delante que mi ignorancia en materia musical es devastadora. Yo soy básicamente un amante del rock and roll, uno de esos descerebrados para quienes la música que importa nació con los Beatles y Bob Dylan, a lo sumo con Elvis y Chuck Berry. En cuanto a la música clásica, sólo me gustan de verdad algunas piezas sueltas de Verdi, de Offenbach y de gente así; todo lo demás me interesa poco. Todo salvo dos cosas: Bach y Mozart (de joven también me gustó mucho Wagner, aunque sólo a partir del tercer porro). Ahora bien, es evidente que preguntarse si Bach fue un hombre feliz no tiene el menor sentido: basta escuchar una vez las Variaciones Goldberg o el Magnificat para aceptar que el autor de esa música parece que haya visto a Dios, y que un tipo así no puede ser desdichado. En cuanto a Mozart, sus biógrafos nos hablan de una vida catastrófica y una muerte miserable, pero ¿es que a alguien con dos dedos de frente puede ocurrírsele que, por muchas desgracias que padeciera, el tipo que compuso La flauta mágica o el Concierto para piano y orquesta número 14 no ha sido feliz, incalculablemente feliz, al menos mientras las compuso? Clément Rosset ha argumentado que la música es en esencia un arte vitalista, que toda música contiene una afirmación de la vida; o, dicho de otro modo: que toda música -por negativa o melancólica que sea- es alegre en esencia, entendiendo la alegría como una adhesión sin resquicios a lo real, por negativo o melancólico que sea. De ahí que Cioran afirme que no existe música escéptica: aunque la duda corroa la realidad, la música vive a resguardo de la duda; y quien vive a resguardo de la duda vive a resguardo de la negación, y quien vive a resguardo de la negación vive a resguardo del miedo, y quien vive a resguardo del miedo vive a resguardo de la desdicha. Y de ahí que Mozart sólo haya podido ser un hombre dichoso.

Luego está lo otro: la vocación; quiero decir: el cumplimiento de la vocación. Sobre este punto he meditado yo mucho y, aunque Mozart y yo sólo nos parezcamos en que ambos somos bípedos implumes, tengo que hablar de mí para imaginarle a él. Hasta hace poco tiempo solía pensar que mi verdadera vocación había sido ser tenista y que mi vida era una vida malograda porque en vez de tenista había sido escritor. No es que no tuviera vocación de escritor; la tenía, pero era una vocación alternativa: a los 14 o 15 años decidí que, ya que nunca podría jugar Wimbledon, lo mejor sería dedicarme a poner palabras una detrás de otras lo mejor posible. Fue una decisión acertada: mentiría si no reconociese que alguna vez, a lo largo de estos años, he sentido casi el mismo placer colocando una coma en su sitio que el que sentía a los 13 años colocando un passing shot de revés sobre la línea... En fin, el caso es que hace poco descubrí que mi verdadera vocación no consistía en ser tenista; tampoco en ser escritor: consistía en ser stripper en fiestas de despedida de soltera (o, en su defecto, en ser campeón de ingesta subacuática de sangría durante la universiada etílica de Salou). Lo descubrí tarde porque en mi época casi no existían los strippers ni las fiestas de despedida de soltera, y reconozco que a mis 48 años ya no es fácil que alguien me dé una oportunidad, pero puedo asegurar que a los 18 me hubiera esforzado tanto por no decepcionar a nadie que habría llegado a ser un stripper decente: la verdad es que siempre soñé con vivir de mi atractivo físico y, únicamente vestido con una pajarita negra, verme rodeado de chicas simpáticas, alegres, cariñosas y con ganas de divertirse haciendo un uso discrecional del cuerpo de un hombre objeto. Pues bien, estoy completamente seguro de que para Mozart componer el Concierto nº 9 para piano o el Quinteto en la mayor para clarinete equivalió como mínimo a varios años de trabajo continuado como stripper (o a varios años consecutivos de asistencia a la Saloufest) y de que el cumplimiento de su vocación de músico convirtió su vida en una larga apoteosis de felicidad, en una orgía perpetua. A menos, claro está, que la verdadera vocación de Mozart no fuera ser músico, sino stripper en fiestas de despedida de soltera o estudiante inglés en la primavera de Salou. Al fin y al cabo, él también era un bípedo implume.

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