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Reportaje:Viudas negras

Mujeres suicidas en el Cáucaso

Todos los días, desde que me levanto hasta que me acuesto, deseo matar a los asesinos de mi hermano. Me han reclutado los combatientes islámicos, y estoy dispuesta a morir para vengar la muerte de mi familia". A dos metros de distancia habla un espectro negro, robusto y de gran estatura, ojos minúsculos y escurridizos. Le acompaña un destino tan oscuro como sus pensamientos. La vida no ha tratado bien a Yasmina, que roza los 30 y no tiene marido ni hijos. Vive aislada y rodeada de octogenarios, con los recuerdos de dos guerras y la muerte acechando. Y ella ha planeado tomarse la revancha de una manera radical.

Esta es su historia. Una gélida mañana, su hermano hace sus abluciones matinales, se coloca su beshmet (una especie de casaca), se despide y sale hacia la mezquita en el monte para la oración de las cinco. Se oyen tiros. Yasmina sale de casa y corre con dificultad sobre la nieve. Descubre a su único hermano con un disparo en la cabeza, tirado sobre un gran charco de sangre. Le dan sepultura, el padre se abandona y muere pocos días después. En pleno luto, unos desconocidos irrumpen en su casa y se la llevan. La torturan y le dicen que su hermano era miembro de Al Qaeda. Pone una denuncia por torturas. No obtiene ninguna respuesta. "Juro por Alá que mi hermano era inocente. Si nadie hace justicia, la haré yo".

"Me suicidaría y me haría explotar en un lugar en el que supiera que estoy matando a gente culpable de mi dolor"
"La guerra aquí no ha terminado. Continúa para los familiares de todos los inocentes que han muerto"
No le dolieron los golpes ni los insultos, sino la mirada de infinita tristeza de su marido moribundo
"Conozco a los asesinos de mi hermano. Son cinco, y no se esperan mi venganza porque no quedan hombres en la casa"
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los rebeldes separatistas -terroristas radicales islámicos para Rusia- la han convencido para que se una a la lucha contra el enemigo. "Ahora estoy cuidando a mi madre, que está enferma. Pero cuando ya no esté, me iré con ellos al monte". ¿Sería capaz de convertirse en una kamikaze? "Me suicidaría y me haría explotar en un lugar en el que supiera que estoy matando a gente culpable de mi dolor. Pero nunca a inocentes". Lo cuenta como una obsesión: cuando su madre muera, se unirá a la causa islamista radical, la que, según ella, sí imparte justicia. Sangre por sangre, tradición tenaz tan vieja como las montañas del Cáucaso. Tiene una deuda con su enemigo y está dispuesta a encajarse un cinturón cargado con varios kilos de odio y un botón rojo que la catapulte a su paraíso, donde se encontrará con su querido hermano, comerán pasteles típicos y tomarán el té entre risas infantiles.

Yasmina vive muy cerca de Grozni (Chechenia), una tierra que ha pasado por largos y cruentos conflictos bélicos buscando una independencia por ahora inalcanzable. Cuenta que sobrevivió a la primera guerra y sonríe al recordar aquellos años de Gobierno independiente conseguidos tras una victoria efímera contra una Rusia golpeada por el derrumbe de la URSS. En 1999 la paz se extinguió y el gigante despertó como si hubiera sufrido un desmayo incómodo e inesperado, estallando con una rabia desmedida que no distinguió entre combatientes y civiles, arrasó casas y fábricas, y convirtió plazas, colegios y hospitales en improvisados cementerios. En total, unos 200.000 muertos.

Ocho años después, Grozni ya no es aquella tierra yerma, gris y arrasada, sino una flamante capital reconstruida por los rublos de quienes la destruyeron, un lugar en el que la violencia se disfraza de normalidad en un escaparate aparentemente perfecto para quien no quiera entrar y abrir la puerta de los secretos. "La guerra aquí no ha terminado. Continúa para los familiares de todos los inocentes que han muerto", dice Yasmina.

Habla de las operaciones especiales de los servicios de inteligencia rusos de aniquilación, ojo por ojo, de los terroristas islámicos que se cobijan en el Cáucaso Norte, responsables de bárbaros atentados terroristas que se han llevado por delante a centenares de víctimas inocentes en Rusia. El dolor y la muerte que han sembrado durante años sirven a Moscú para justificar una lucha antiterrorista en la que vale todo. Valen las desapariciones de sospechosos y las represalias a sus familiares, incluyendo la tortura y los incendios de viviendas. Valen los tratos degradantes, las ejecuciones extrajudiciales y la fabricación de procesos. A Moscú se le va de las manos una violencia local dominada por los jóvenes kadírotze, milicias paramilitares leales al presidente Ramzán Kadírov, también llamadas Los escuadrones de la muerte, responsables de sembrar el terror en Chechenia bajo la bandera de la lucha contra el terrorismo islámico y contra Al Qaeda.

Por eso hay que agudizar el oído y ponerlo todo en entredicho en estas tierras. El ruido de las bombas y los morteros se acalló. Pero ahora, atentos al silencio, se escucha el trasiego de ese ir y venir de coches oscuros con oscuros objetivos. Los casos amañados y los atropellos contra los derechos humanos son un clamor  para el Consejo de Europa, cuyo veredicto es inequívoco. El informe de finales de 2009 dice bien claro que el conflicto armado continúa. Que la violencia terrorista islamista con atentados suicidas alcanza niveles récord y que al mismo tiempo persisten las prácticas ilegales y violentas puestas en marcha por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado amparadas en la lucha contra el islamismo radical. "La impunidad de las fuerzas del orden en nombre de las operaciones antiterroristas es total", sentencia el suizo Dick Marty, relator del informe.

Las desapariciones son un problema de especial preocupación para el Consejo. Hay todavía entre 3.000 y 8.000 desaparecidos en el Cáucaso Norte, dependiendo de la organización de derechos humanos que los contabilice. Las cifras bailan porque muchas familias lloran en silencio; muchas denuncias caen en saco roto porque los responsables políticos no les dan trámite y las represalias son terribles. Hablar puede suponer el incendio de tu casa, el asesinato de tu hijo, la desaparición de tu yerno. Algunos aparecen ya muertos y las fuerzas del orden explican que se trataba de combatientes que se resistían a su detención. A menudo hay trazos de tortura en los cadáveres. El terror reina en las calles possoviéticas, posindependentistas y posbélicas del Cáucaso, donde aún tienen vigencia costumbres medievales como la deuda de sangre o el castigo colectivo a la familia del enemigo por delito o afrenta.

Un miércoles me presentan en Grozni  a una de esas familias en vilo. Entramos en una casa grande donde una pareja de ancianos prepara la mesa para los visitantes en una amplia habitación a 42 grados; nos ofrecen asiento en un sofá de escay, y té, pollo y pasteles chechenos con merengue. Salen de otra habitación dos muchachas jóvenes con bebés en brazos. Una sabe que su hombre está muerto; la otra, solo que está desaparecido. La viuda explica que su marido recibió un disparo en la sien en plena calle, en plena mañana. Tiraron el cadáver en el patio de la casa y lo golpearon, mientras otro hombre propinaba una paliza al anciano padre, Abul Yazid, de 70 años, que sufrió dos ataques al corazón. Según el relato que contó al Parlamento Europeo en junio, otros encapuchados trajeron armas a su patio, las amontonaron y grabaron imágenes, con la intención de montar un proceso amañado.

Entre estos muros ya ni siquiera duermen tranquilos por temor a nuevos secuestros, torturas o al último grito en terrorismo doméstico, los incendios nocturnos de las casas de los familiares de los sospechosos. Afortunadamente, desde hace cuatro meses el número de incendios ha disminuido en Chechenia, pero el peligro sigue acechando. El riesgo de asesinato es altísimo para defensores de los derechos humanos como Kheda Saratova, íntima amiga de Natalia Estemírova, de la ONG Memorial, que fue asesinada el 15 de julio de 2009. "Tengo miedo, sobre todo por mi familia. He recibido amenazas varias veces". El simple hecho de vivir en Chechenia es un acto heroico para Kheda. Tras la muerte de Estemírova, encabezó una manifestación por la avenida de Putin, llevando con coraje una pancarta en la que podía leerse: "¿Quién será el siguiente?".

La tensión se ha extendido a las repúblicas vecinas, y en especial a Ingusetia, que se ha convertido ahora en el territorio más castigado por los atentados suicidas de los radicales islámicos. Cerca de Nazrán, la capital, la familia Kartoyev me recibe al completo. Movtkhan, la mayor de las viudas, me lleva aparte para contarme lo que sucedió aquel fatídico día. Dice que no le dolían los golpes de la culata del revólver en la cabeza, ni los insultos que proferían aquellos hombres encapuchados. Ni siquiera los escupitajos. Lo que no podía soportar era seguir observando el rostro de su marido, allí delante, clavándole la mirada con la tristeza infinita del moribundo. Al recordarlo, no puede evitar llorar. Hacía cuatro meses que no venía a visitar las ruinas de lo que queda de su hogar, reducido a unos montones de ladrillos rojos.

a esta mujer se le ha negado todo. Le han quitado el pasaporte, su casa, a su marido y todas sus pertenencias. El 10 de marzo de 2010, según su relato, los federales rusos irrumpieron en su minúsculo pueblo rodeado de girasoles, muy cerca de Nazrán. Destrozaron a cañonazos cinco casas de la misma familia, asesinaron a cuatro hermanos y se llevaron a los otros tres, acusados de esconder al temido terrorista fundamentalista Said Buriatsky, sanguinario enemigo de Rusia al que acusan del atentado contra el Nevsky Express, el tren que une Moscú con San Petersburgo, en el que murieron una veintena de personas. Ella lo niega todo: "No entiendo nada. Yo no he hecho nada".

Sus cuñadas, viudas, también lloran. Todas llevan en brazos a pequeñas criaturas. La matriarca está tan indignada que despotrica contra los rusos concentrando todo su dolor en el objetivo de mi cámara, esperando que absorba todas sus desgracias. "Es absolutamente mentira. Mis hijos jamás tuvieron nada que ver con esa gente. Ahora estamos aquí y nadie nos escucha, nadie. Nos han dicho que los tres están vivos en una prisión en Moscú. ¿Por qué nos tratan así?".

¿No tienen miedo de hablar con la prensa? "No tenemos ya nada que perder". ¿Y qué piensan de las viudas negras? "Yo creo que esas chicas no tienen nada más que hacer. No tienen alternativa. Pero eso no justifica la violencia", admite una de las viudas más mayores, de 33 años. La situación es también un trago duro para los niños. Al hijo de Movtkhan, de 10 años, le han bajado de golpe tres cursos porque, según los profesores, su mente no estaba al nivel de su edad. El niño está tan traumatizado que no dice palabra.

Me llevan en volandas a otro barrio situado en la colina de enfrente. De este grupo de casas hay tres chavales en una prisión de Moscú. Las madres lloran. "Cuando les pasaba esto a otras familias, siempre sospechábamos que algo tendrían que ver con los islamistas. Pero ahora que nos ha tocado a nosotros, lo vemos claro. Son procesos falsos", dice Islam. ¿Y a quién benefician? "Para empezar, ¡a los que vinieron a nuestras casas! Aquí tuvieron cuatro días de fiesta a costa de nuestra despensa; además, al despedirse, se llevaron dos televisores y cosas de valor", explica el patriarca con una sonrisa de tristeza y desengaño. "Así los silovikis (FSB, ex KGB) dicen a Moscú que ya han encontrado a los responsables de este o aquel atentado y ganan galones, simulando que tienen éxito en las operaciones antiterroristas", añade otro hombre.

Moscú se niega a reconocer la ineficacia de una estrategia que solo consigue perpetuar la vieja violencia separatista. Las injusticias arrastran a más jóvenes al agujero de los proscritos. Para muchos, su destino será unirse a la insurgencia, o a los separatistas, combatientes, rebeldes, terroristas, como quieran llamarlos. Cada cual bautiza a su manera a esos violentos que son, por encima de todo, antirrusos.

Movtkhan y sus seis cuñadas contienen su rabia. Aún no han podido enterrar a sus maridos; no les han devuelto sus cadáveres.

Es el mismo dolor que mueve a Yasmina a convertirse en viuda negra, como otras mujeres del Cáucaso Norte, en Chechenia, Ingusetia o Daguestán: "Conozco a los asesinos de mi hermano. Son cinco, y no se esperan mi venganza porque no quedan hombres en la casa. Yo soy mujer y la cumpliré. Si es necesario, les dispararé. Tengo una pistola y no lo hago mal", presume. Cuenta que un día, al despertar, escuchó un grajo y tuvo un súbito cambio de humor, como un clic profundo e incomprensible que la transformó, que le dijo que debía tomarse la justicia por su mano.

Las mujeres de esta tierra son tenaces, fuertes y orgullosas. En Chechenia, la quinta parte de ellas son viudas, y muchas dejaron atrás a los suyos en guerras del pasado o en esta violencia subterránea y atroz de los últimos años.

La pionera kamikaze se lanzó contra un camión de soldados rusos en Chechenia hace una década. Después le siguieron otras que participaron en barbaridades como el secuestro del teatro Dubrovka de Moscú, o el de la escuela de Beslán de Osetia del Norte, donde murieron más de 300 personas, la mayoría niños, o en el metro de Moscú este mismo año.

Paseando por Grozni, surge fácil una pregunta: ¿cómo es posible que las chicas se unan a la guerra santa tras 69 de años de comunismo ferozmente antirreligioso y un islam tradicional sufista tolerante y contrario a la violencia? "No se aclaran. Kadírov ahora obliga a las chicas a ponerse el pañuelo en la cabeza, y la confusión es total entre esta juventud destrozada psicológicamente por la guerra", dice Liphan Bazaeva, de la ONG chechena Women's Dignity. Necesitan referencias en un mundo confuso, sin moral ni valores ni futuro. Las jóvenes se ponen el pañuelo, precepto del islam, pero se suben en tacones de 10 centímetros a lo moscovita.

El pasado del país es tan desconcertante que basta pasearse por la ciudad para desmenuzarlo, atravesar la avenida de Carl Marx para cruzar la avenida de Rosa Luxemburgo y toparse con la avenida de Vladímir Putin, antigua avenida de la Victoria, a la que sigue la avenida de Ramzán Kadírov, antes llamada de Lenin. La esquizofrenia es total. El dato histórico que tienen más claro es que llevan más de dos siglos guerreando contra los rusos, desde Shamil hasta Doku Umarov, el actual autodenominado emir del Cáucaso.

Son además una generación que vivió de lleno la guerra contra los rusos y comparte negros recuerdos de infancia. Para aquellos niños que ahora son veinteañeros, la violencia es un elemento habitual de atrezo en el escenario de sus vidas.

Los amnistiados pasaron a formar parte de la milicia paramilitar de los kadírotze, que ahora se han cambiado de bando y persiguen a sus compañeros de colegio con los que lucharon codo con codo contra los rusos. La censura y el terror que imponen irrita y asusta. Quien denuncia puede temer por su vida, como Ana Politkóvskaya, Natalia Estemírova y otros 19 periodistas asesinados desde el año 2000, además de defensores de los derechos humanos como los dos responsables de Lets Save the Generation, el matrimonio Dzhabraiolov.

Y muchos buscan como medio de protesta el altavoz del islamismo radical de las montañas, que además supone un medio de vida en una sociedad en la que el paro toca al 80% de la juventud, según la ONG Lets Save the Generation. "No creo que se vayan al monte por profundas creencias religiosas. Ese es un 10% de los rebeldes jóvenes; lo que quiere el resto es dar salida a sus protestas, o bien ganarse la vida de algún modo en este país, que quedó arrasado y no ha rehecho su industria, cuenta Adlán Mohamedov, responsable de la organización.

Yasmina solo espera una señal del destino para unirse a los combatientes. Rodeada de libros religiosos islámicos, intenta convencerme: ¿Quién va a vengar a mi hermano, sino yo? Ya no queda nadie más en mi familia. Quiero que sufran tanto como yo. Voy a vengarme con mis propias manos. Voy a tener mi propia justicia".

<b>Yasmina vive en Grozni (Chechenia). Ha sido reclutada por terroristas islámicos. Quiere vengar la muerte de su hermano.</b>
Yasmina vive en Grozni (Chechenia). Ha sido reclutada por terroristas islámicos. Quiere vengar la muerte de su hermano.MAYTE CARRASCO
<b>La familia Kartoyev posa junto a las ruinas de lo que fue la casa de sus abuelos, cerca de Nazrán, en Ingusetia.</b>
La familia Kartoyev posa junto a las ruinas de lo que fue la casa de sus abuelos, cerca de Nazrán, en Ingusetia.MAYTE CARRASCO

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