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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Naufragando en el azul

Manuel Rodríguez Rivero

Me quedé dormido leyendo un artículo sobre el sueño publicado en un National Geographic (NG) de hace un par de meses. La culpa del incontenible sopor al que sucumbí fue de una comida copiosa y de este tórrido verano ciudadano en el que se combinan diabólicamente los vientos saharianos con los vapores del espeso caldo de asfalto. También contribuyó, todo hay que decirlo, el capítulo cinco mil y pico de la telenovela Amar en tiempos revueltos, una idea original de Rodolf Sirera cuya peripecia eterna (se diría que la historia transcurre en tiempo real, como una vida paralela a la vida) me produce el mismo efecto somnífero que un orfidal. La siesta, explicaba el autor del reportaje del NG, responde a la natural ralentización que experimentan nuestros ritmos circadianos después del almuerzo. Tras la liberadora cabezadita, aumenta la productividad del individuo. Lástima, añade, que hoy los españoles (sus inventores) no puedan practicarla: la distancia entre el lugar de trabajo y el hogar es la culpable de que se haya perdido tan saludable costumbre. El problema se agrava a causa de las abundantes y prolongadas comidas y la consiguiente modorra incontenible. Total: tras el almuerzo, los españoles permanecen más tiempo en sus puestos de trabajo que el resto de los europeos, pero no son más eficaces. A eso hay que añadir nuestros hábitos nocturnos: basta viajar en metro y observar a los que van sentados enfrente sumidos en profundo letargo para comprobar que somos un pueblo insomne, lo que explicaría muchas cosas. Lo cierto es que en mi siesta soñé que, tras un probable naufragio, navegaba en solitario a bordo de un gigantesco libro, desde el que oteaba el horizonte en busca de rescate. El mar que me rodeaba no era el homérico de color de vino, sino un fluido de un azul intenso, como aquel que se apoderó de la moda europea desde mediados del siglo XVIII. Acerca del largo camino recorrido por el azul -un color considerado desagradable por los romanos y hoy favorito de la mayoría de los europeos (que lo han incluido como fondo de su bandera común)- trata precisamente el sugerente estudio cultural Azul, historia de un color (Paidós), de Michel Pastoureau, en el que se analizan las implicaciones morales, sociales, artísticas y religiosas de un pigmento de infinitos tonos que los pintores renacentistas adoptaron para iluminar el manto de la Virgen, y Levi Strauss para teñir los jeans que lucen esos muchachos que dormitan en el asiento de enfrente del metro.

Blindajes

Me encantaría disponer de la misma habilidad para (auto)blindarme de las críticas que la ministra de Igualdad. Debe de ser cosa de los principios, pero esa apabullante seguridad en sí misma ("que ladren", o -en distanciada tercera persona- "atacan a la ministra de Igualdad porque no pueden soportar que una mujer joven y de pueblo pueda ocupar un sillón en el Consejo de Ministros porque ellos consideran que el poder es algo que les pertenece") me parece enormemente balsámica, además de naíf. No hay nada como estar convencido de que uno actúa en nombre de Dios o de la Igualdad, ambas con mayúsculas. Uno no es uno -con su historia, con sus miserias-, sino la voz de Otro. Lo que se hace, se hace en nombre de Algo o Alguien que está más allá de toda crítica (como le ocurre a Ahmadineyad). Como soy hombre (bueno, eso creo), lo tengo aún peor, de manera que más vale que permanezca calladito, a cuenta de mi responsabilidad alícuota en la humillación secular de las mujeres (y también, ya puestos, de los mayas masacrados por Cortés). Por mi sexo soy sospechoso: probablemente un exponente de esa "unión de misoginia y gerontocracia" a la que la joven y de pueblo (e imprudente) ministra parece atribuir toda crítica. Lo sorprendente es que ni siquiera se le pase por la cabeza que se la pueda criticar desde otras posiciones, incluso feministas: no sólo a sus políticas (que también), sino a su modo de exponerlas y explicarlas. Pero bueno, en realidad lo que yo quería era recomendarles dos textos muy diferentes que ayudan a entender cómo y por qué los que ostentan el poder luchan por acrecentarlo y perpetuarlo (Zapatero más que Aído, por tanto). Maquiavelo, lecturas de lo político, de Claude Lefort (Trotta), explica, a partir del análisis histórico del pensamiento del autor de El príncipe, que todo gobernante, incluso el más democrático, aspira a un dominio total y sin limitaciones. Publicado en 1972, cuando todavía no se habían enfriado los rescoldos de mayo, el libro se ha convertido en una referencia fundamental en los estudios sobre el poder. El otro es aún más antiguo (1607-1608) pero más asequible, a pesar de su patente ambigüedad y su pesimismo radical: Coriolano, de William Shakespeare (Alba, edición de Javier Montes), una de las más complejas y menos maniqueas exposiciones de las inestables relaciones entre gobernante y gobernados que nunca se hayan escrito. Dos lecturas que ayudan a blindarnos contra la estupidez rampante en esta permanente campaña electoral en que se ha convertido el espectáculo de la política.

Lindo

Por razones de amistad (pero no sólo, eso fue el principio) he seguido la carrera literaria de Elvira Lindo (Cádiz, 1962) desde hace tiempo. A la entonces jovencísima "guionista para todo" de la radio y la televisión pública le costó abrirse camino en el pequeño campo de minas de nuestro mundillo literario. El éxito le llegó con la serie Manolito Gafotas, cuyas sucesivas entregas se convirtieron en otros tantos superventas de la literatura infantil a lo largo de los noventa. Claro que no le faltaron críticas a cargo de lo que los fundamentalistas que saben qué deben leer los niños consideraban muestras de incorrección política: hoy Manolito está en inglés y publicado en Estados Unidos, un país donde en esas cuestiones se la cogen con papel de fumar. Enseguida, y al amparo de la fascinación que los escritores que triunfan ejercen sobre los medios, Lindo se convirtió en columnista: sus crónicas semanales con negritas, sus tintos de verano y su talento para la sátira y la comedia social ampliaron el universo de sus lectores, pero la encasillaron (este país es particularmente proclive a ello) en una "manera". Los últimos años de su carrera literaria han consistido, precisamente, en el esfuerzo por dejar atrás esa "manera" -la de las negritas, la del insolente descaro, la de la comedia por la comedia- y demostrar(se) que era una escritora con otros registros. Hizo guiones y escribió novelas para "adultos" que obtuvieron éxito de estima y de ventas. Y siguió, claro, haciendo periodismo, mientras leía a Chéjov y a Munro y no paraba de tomar notas para un libro del que no quería hablar a sus amigos. Finalmente, Seix Barral publicará a principios de septiembre Lo que me queda por vivir, para mi gusto su mejor novela. Emociona y conmueve esta austera historia armada con mimbres autobiográficos y anclada en un concepto muy personal de la ficción. Una historia de joven madre (desconcertada) y jovencísimo hijo (protector) en el despiadado y narcisista Madrid de los ochenta.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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