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Reportaje:ESPECIAL NAVIDAD

Noche en el circo

Del domador de pulgas al de elefantes, todas las emociones caben en la mano de una pista de circo. Un arco sensorial y estético que engloba desde el espectáculo en miniatura con el que Alexander Calder enloqueció en 1927 a la vanguardia parisiense (de Mondrian a Cocteau, Miró, Le Corbusier, Léger, Arp, Man Rayo Duchamp), al actual Cirque du Soleil, uno de los negocios teatrales más aparatosos y rentables del planeta que recala estas navidades en Madrid antes de viajar a Moscú, ciudad en la que existe una de las mayores tradiciones circenses de Europa. Mientras Calder trasladaba en dos maletas a los personajes de su pequeña carpa, construidos con alambre, madera, trapo y gomas, Cirque du Soleil (creado en Quebec en 1984) viaja por el mundo transportando -por tierra, mar y aire- contenedores de material pesado. Su último espectáculo, Zarkana, pesa 450 toneladas y lo forman 125 personas: 75 artistas (de más de 15 países), 35 técnicos y 15 personas del staff. Eso sin contar con las 150 personas que se contratan en cada país como acomodadores, personal de seguridad, técnicos del espectáculo y empleados de taquillas y bares. En Zarkana se utilizan más de 250 trajes hechos a medida tras los que se esconden virtuosos malabaristas, funambulistas, acróbatas y payasos.

Pese al abismo que separa a uno del otro, ambos beben de las mismas fuentes: la comedia del arte, el arte popular, los juguetes, el juego, la música y el teatro. Aunque hoy, el cine, los megaconciertos de rock, la moda y hasta el deporte de élite, también tienen eco en la gigantesca carpa del circo moderno.

Pero hay que viajar casi cuarenta años atrás para entender el giro de esta forma de arte popular. Un giro estético que hizo mutar los espectáculos tradicionales (generalmente formados por generaciones de la misma familia) en el llamado "neocirco" nacido en los años setenta en París cuando una serie de pequeñas compañías convirtieron la arena en terreno para la experimentación teatral.

En España, el circo tradicional, con sus fieras y sus payasos, era un plan común para todo tipo de familias. Carlos Bardem, uno de los actores que participa en esta sesión fotográfica, recuerda con horror su miedo a los payasos y sus lagrimones al obligarle a posar de niño con los del famoso Circo Price. Una herida infantil que se curó cuando asistió al primer espectáculo de Cirque du Soleil en España, en 1997. "Fue una verdadera revelación para mí. Me reencontré con este mundo. Ahora también me hacen llorar, pero por otros motivos. Aunque no lo parezca soy muy cursi y sensiblón". La modelo Laura Ponte recuerda ir a una carpa en Oviedo, en navidades, "un circo bastante chungo, de esos con elefantes pelados. Pero me encantaba igual. La ropa de los acróbatas y, en general, la estética me ha gustado mucho siempre. Esos sentimientos tan exagerados". A la modelo Verónica Blume, como a Bardem, la admiración le llegó tarde, "pero ahora despierta mi lado más soñador". "Los payasos me daban miedo porque miraba más allá de su maquillaje", explica el actor Álex González. "Me parecían amargos, me asustaban. Con 14 años cambié mi percepción: mi hermana trabajaba en el espectáculo de Rody y Fofito, cantaba con ellos, y fue entonces, al verlo por dentro, cuando empezó a interesarme". El actor confiesa que si tuviera que elegir un personaje se quedaría precisamente con los que más temor le provocaban, los payasos: "La verdad es que me parece lo más difícil, al final todos les esperamos y, cuando no están, todos les echamos de menos". Los recuerdos de Eloy Azorín son más alegres: se remontan al espectáculo de Teresa Rabal. "Tengo recuerdos muy buenos de su circo. También, como vivía cerca de Ventas, iba mucho al Circo Mundial y al Circo de los Muchachos. ¡Hasta vi a Enrique y Ana!". De todos los personajes, el suyo es Harry Hoidini, "todo lo que tenga que ver con el escapismo".

El circo es una máquina de sueños capaz de aunar el barro callejero de La Strada, de Federico Fellini, con los impolutos ángeles de El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, quien gracias al poético guión de Peter Handke ("Cuando el niño era niño, / no tenía opiniones sobre nada, / no tenía costumbres, / se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas / echaba a correr, / tenía un remolino en el pelo / y no quedaba mal en las fotos") convirtió la mugre del circo en un estético vuelo para princesas. Pese a la estilización del género, el circo moderno está más cerca del Zampanó y la Gelsomina de Fellini (probablemente dos de los más hermosos personajes de la historia del cine) que de otras grandes películas sobre el género (del Dumbo de Disney al Fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway; El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille, o Les enfants du paradis, de Michel Carné).

En España el punto de inflexión ocurrió a principios de los años ochenta cuando un pequeño circo parisiense se instaló en el Templo de Debod de Madrid. Acostumbrados a los Payasos de la Tele, a Pompoff y Thedy, a Zampo y yo o a Torrebruno la llegada de un pequeño grupo de cinco zíngaros dirigidos por el diabólico Bartabás provocó un verdadero ciclón. Un enfurecido espectador escribía entonces: "En vez de payasos... punkis estrafalarios y provocadores; en vez de equilibristas... personajes que agredían, sin saber el porqué, al público; en vez de un domador de fieras... un domador (?) que se metía ratas vivas en la boca; en vez de malabaristas... un hombre empeñado en estrellar tomates contra la cara de cualquiera de los que estábamos en las gradas; en vez de ilusionistas... otro personaje encargado de salpicar con agua al público, o de echarle arena en los ojos, o de tirarle su ropa al suelo... Salí de aquel infierno del absurdo despavorido".

El circo Aligre buscaba la esencia del circo, la tradición de las troupes circenses medievales. Era un espectáculo duro, en la línea del burlesque tan de moda hoy en día. El rechazo a las convenciones y la enorme energía que desplegaba aquella diminuta carpa roja y blanca convirtió a su jefe, Bartabás, en un personaje de culto. Sus números a caballo (es cierto, aterraba a cualquiera, ¿pero acaso no nos aterran ver a los trapecistas volar por los aires?) destilaban una violencia y una belleza primitiva. Eran, a lo Fellini, puros feriantes capaces de tocar con su espectáculo la fibra de cualquiera. En definitiva, nada volvió a ser igual en el mundo del circo desde entonces. Ya en los años noventa, Bartabás regresó a España con una compañía de 50 personas, un dromedario, tres asnos, veinte ocas y 33 caballos de 15 razas diferentes. Seguía resultando maravillosamente temible. Bimba Bosé, entonces una adolescente, no solo lo recuerda sino que lo señala como su espectáculo preferido. "Bartabás era mi favorito. Los circos que más admiro son acrobáticos. Recuerdo que en casa hasta teníamos una cuerda floja y varios rodillos de mi tía Paola con los que nos gustaba jugar".

Para Ramón Gómez de la Serna, que leyó una conferencia sobre un elefante y pronunció un discurso subido a un trapecio, el circo era el paraíso en la tierra. En su libro El circo, escribió: "Esa cosa de mapa que tiene el circo, mapa de bulto, mapa humanado, mapa pintoresco, para los que no quieren aprender geografía de otro modo". Y es que la arena era también el lugar para encontrase con lo exótico, para conocer de cerca personajes y fenómenos extraños, hallazgos sorprendentes e inexplicables. Las compañías llegaban de países lejanos, como China y Rusia, y recorrían las capitales europeas donde sus habitantes se quedaban fascinados con los trajes y habilidades de sus artistas. El circo siempre ha representado al otro. Y ahí entra lo monstruoso, lo deforme: los gigantes, los enanos, las mujeres barbudas o el hombre elefante. Horrores que retrató con suprema delicadeza en 1932 Tod Browning en su obra cumbre La parada de los monstruos. "Es mi película favorita sobre el circo", dice Eloy Azorín. "Recuerdo que me destrozó cuando la vi, tenía una copia en beta y desde la primera escena me quedé clavado. Es realmente una película muy especial".

Evidentemente, ya no hay seres así en el circo de hoy, el público incluso admite con dificultad los números de domadores en los que se intuye la explotación que podrían estar soportando los animales. En Cirque du Soleil, por ejemplo, no hay ninguno. Sin embargo, la estética sigue bebiendo de esos espectáculos de barraca que se popularizaron a finales del siglo XIX y principios del XX en esa última parada de Brooklyn llamada Coney Island.

Los creadores de Zarkana explican que su historia se basa en un mundo surrealista inspirado en las carpas de circo estadounidenses de la década de los treinta, "en el espíritu de la época dorada de Coney Island", dicen. Y es que el vodevil nacido en esta playa de la costa este de Estados Unidos, con sus concursos de sirenas o sus picantes espectáculos de burlesque, ha pasado de ser un escenario de borrachos sedientos de nostalgia al lugar donde mejor se han desarrollado las intuiciones de P. T. Barnum, showman y empresario circense que en el siglo XIX fue conocido como El rey de las mentiras, provocando la histeria social con espectáculos bizarros y con su museo de los 500.000 asombros y maravillas del mundo. Para muchos, Barnum fue el primer inventor del pop art, del freakshow, de la publicidad, de las exageraciones, del gran circo, de la feria mediática, del entretenimiento popular tan políticamente incorrecto como seductor y repulsivo.

Curiosamente uno de los número de Zarkana que más admiración ha despertado en el público madrileño es el más sencillo de todos. En una plataforma redonda un hombre líquido se desliza formando con su cuerpo las figuras más imposibles. Vestido de blanco, no parece humano. La gente grita "¡oooohhhh¡" ante los movimientos de su cuerpo. Se pellizcan incrédulos. Los grandes números rozan siempre el límite de lo verosímil, el miedo ante un mínimo fallo que rompa el ensueño forma parte del espectáculo. Incluso en este gigante que funciona como una maquinaria perfecta persiste el temor. No hay fieras en la pista, pero la gente se tapa igualmente los ojos. Nada aterra más que el más difícil todavía. Quizá Cirque du Soleil mueve millones de cifras, pero es precisamente en sus números más pequeños donde está la esencia de una compañía que nació, como toda esta historia, en la calle. Un grupo de personajes pintorescos que vagaban por las aceras de Quebec andando sobre zancos, haciendo malabares y escupiendo fuego para ganarse la vida. Entre aquellos chicos surgió el germen de un proyecto alocado que ha logrado que el circo, aunque sea más cerca del cartón piedra de Moulin rouge y sus pegadizas canciones que de los figurines para la Bauhaus de Oskar Schlemmer, vuelva a ser un sueño popular para todo el mundo.

El espectáculo 'Zarkana' se puede ver en el Madrid Arena (pabellones de la Casa de Campo) hasta el 31 de diciembre. Información: www.cirquedusoleil.com

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