Nos separamos
Llegó el verano y tiene tus ojos. Cesare Pavese fue seguramente un plasta como persona, pesadísimo con los amores no correspondidos, a vueltas con la misoginia, triste y, como demostró con su gesto final, un futuro suicida -en realidad, lo que él escribió fue: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", poco antes de matarse- en permanente estado de exasperante ansiedad. Pero fue un poeta muy sensible y, para mí, el verano y sus ausencias han tenido siempre la encarnadura de palabras pavesianas. Ausencias-encuentros-ausencias.
Italia entonces -su cine, sus escritores, sus poetas- carecía para el mundo en general y muy especialmente para los españoles de la dimensión chorizo/vaticana que ahora la define. Era un país con el que podías adentrarte braceando en la melancolía, con la certeza de que no iba a permitir que te ahogaras. A mis diecisiete o dieciocho años, el verano tenía los colores blanco, negro y los grises de La chica con la maleta, aquel filme de Valerio Zurlini gracias al cual las muchachas nos enamoramos de Jacques Perrin, y los chicos, de Claudia Cardinale. La década precedente había sido marcada, para las clases populares españolas, por la cultura italiana, al menos en lo que a cine se refiere. No era cualquier cine y, por consiguiente, aunque recibida sin alharacas de entendidos, gracias al cielo, en las salas de barrio de doble sesión, no fue una cultura cualquiera. Era el neorrealismo, que nos alimentó y preparó para ese otro tipo de películas de los sesenta, también social y políticamente comprometidas, pero estilísticamente diferentes, con cuya visión nos sentíamos cerca de una vida a la que ni el cine español ni el de Hollywood nos aproximaban. Con el primero podías dormir o mentirte; con el segundo, soñar. La cercanía sólo nos la ofrecía Italia, que tanto habría de influir, por cierto, en los directores que pronto nos ofrecerían el llamado Nuevo Cine Español.
En su cine, en sus canciones, los italianos nos resultaban fraternales. Nuestros hermanos felices. Porque eran como nosotros, pero enfilaban un camino mejor. Allí el fascismo había perdido la guerra (aunque, como ahora sabemos, no había muerto: sólo mueren los poetas).
De modo que, cuando el verano arrecia y de mi acera han desaparecido las pisadas amigas, siento un tarareo interior, un temblor de la respiración, acompasada a cualquier melodía de la época -Il celo in una stanza, Una lacrima sul viso, Sappore di sale; tantas-, y penetro en una playa no exenta de nuevas huellas, por la que desfila un séquito de escritores que por esos años yo leía con devoción: Pratolini, Moravia, Morante, sin olvidar al venerado Lampedusa de Il Gattopardo ni al grandísimo siciliano Sciascia, entonces aún por descubrir. Es curioso que, de los dos vectores en que se divide la maraña de mis melancolías juveniles, el que pertenece a la canción francesa decididamente no sale del invierno o, como mucho, del otoño. La primavera y, más que nada, el verano son Italia, la Italia que, como me ocurre con otras muchas cosas, lamento enormemente que los jóvenes de ahora no hayan podido conocer, no se hayan podido nutrir de su sabiduría.
Pavesianas palabras: tomemos estate, por ejemplo. Si ahora mismo la teclean y buscan en Google, hallarán una aplastante oferta de terrenos y propiedades, porque sólo interesa su significado en inglés. Para mí, eternamente en italiano, estate forma parte de la espina dorsal en torno a la que cada verano -cada estío: pero la palabra española se parece demasiado a hastío- agrupo las ausencias hasta darle la forma de una hoguera bajo la luna. Pavese, otra vez.
Nos separamos. En verano nos separamos y cada cual ya cobija la forma en que el futuro le devolverá el recuerdo de las ausencias. Quienes tenemos el armario repleto no dudamos, sin embargo. Me envuelvo en la cálida nostalgia que Italia me enseñó a experimentar y, cinematográficamente, pienso en el después, en los vacíos que, de forma inevitable, el fin del verano también traerá consigo. Merenderos desiertos, viento, nubes Chicas y chicos con la maleta.
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