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Columna
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Nueva York, poetas y 'martinis'

A pesar de haber estado ya en varias ocasiones, jamás he logrado tener familiaridad con Nueva York -ni con ningún otro lugar de Estados Unidos, dicho sea de paso, no sé por qué-, y tal vez por eso, cuando la evoco, sigue siendo para mí mucho más fuerte su extraordinaria imagen literaria y cinematográfica que la de mi experiencia directa. Esto ha sido siempre así, aunque después de mi última visita, hace algunas semanas, algo empezó a cambiar.

Permítanme que les cuente una historia.

Precisamente por no tener familiaridad con la ciudad -y pocos amigos-, lo que hice al llegar a Nueva York y tener algo de tiempo libre fue seguir las referencias literarias, y así llegué al hotel The Algonquin, leyendo a Dorothy Parker, quien escribió este bello poema: "Me gusta beber un martini, / dos como máximo. / Después del tercero estoy debajo de la mesa, /después del cuarto debajo de mi anfitrión". En uno de los bares del hotel, estilo art nouveau y con frescos que recuerdan la famosa "Mesa Redonda" de los años veinte, por la que pasaron personalidades como Herman Mankiewicz y Harpo Marx, y donde Harold Ross inventó The New Yorker, me tomé los dos martinis rituales, fiel al poema -cada uno costaba 19 dólares-, ¡y qué martinis!

Luego, envalentonado por los cócteles -que, según una de las hipótesis, fue inventado en el desaparecido hotel Knickerbocker de Nueva York por un barman italiano de estrafalario nombre, Martini di Arma di Taggia- me fui a darle gusto a otro de los placeres de la vida, que es mirar libros viejos, de segunda, y para eso el mejor lugar es la librería Strand. Antes de entrar, sobre el andén de Broadway, vi que habían dispuesto decenas de cajas de libros al precio de un dólar, sin duda los de menor valor, y mirando aquí y allá encontré un libro de poemas de Catulo traducidos al inglés, en realidad una edición bastante banal, Grove Press, 1956. Entonces recordé mis esforzados estudios de latín, cuando estudiaba Filología en Madrid, hace 25 años, y empecé a leer al azar, con la vaga idea de recordar alguno, cuando, de repente, entre dos páginas, apareció algo, una hoja doblada en cuatro, así que la abrí, sorprendido, y encontré un texto mecanografiado, era un poema, escrito tal vez con una vieja Remington -me pareció reconocer el tipo, que usé alguna vez-, un poema cuyo título era 'Para Ann', firmado a máquina por Marya Gregory, y de nuevo firmado a mano con el nombre Marya Zaturenska, y fechado en 1956.

El poema era una elegía a una amiga, Ann, probablemente para el día de su cumpleaños, y el hecho de que el poema se encontrara en el libro de Catulo -lo vi de inmediato- obedecía a que el traductor de los poemas era Horace Gregory, marido de Marya Zaturenska, lo que me llevó a concluir que esa misma noche de 1956 los Gregory, Marya y Horace, llevaron cada uno un regalo, él su libro de traducciones recién editado (1956) y ella una elegía, escrita a propósito para esa noche, y que Ann, en medio de sus amigos, debió recibir con alegría y sin duda leer, puede que en voz alta, para luego poner la hoja entre las páginas del libro de Catulo, el otro regalo de esa noche. Lo curioso es que debajo del poema mecanografiado hay una anotación escrita a mano que dice: "Los Gregorys, Marya y Horace, donde Ann y mis buenos amigos". Doblé la hoja, la volví a meter al libro, lo pagué (con su valioso tesoro) y me fui a mi hotel, eufórico, e investigando supe que Marya Zaturenska era una poetisa neoyorquina nacida en Ucrania, en 1902, emigrada a Nueva York a los 7 años, autora célebre en esos años, amiga y compañera de militancia de Dorothy Parker.

Y más tarde, bebiendo otros martinis en un extraño bar de Chelsea, servido por una joven mesera que, por increíble que suene, tenía frases de Kurt Vonnegut tatuadas en los brazos, en fin, más tarde, decía, no me pareció imposible que uno de los mencionados "buenos amigos" fuera la misma Dorothy Parker, y tampoco que la fiesta de cumpleaños se haya podido celebrar en el bar del hotel The Algonquin, donde había estado horas antes, una fiesta a la que llegué, si se me permite, con 55 años de retraso y sin haber sido invitado, gracias a un extraño hallazgo en un libro. Pero ¿quién es la misteriosa Ann del poema? Bueno, para saberlo habrá que escribir algo más largo.

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor, entre otros libros, de Necrópolis (La Otra Orilla), El síndrome de Ulises y Los impostores (ambos en Seix Barral).

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