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EXTRAVÍOS
Columna
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Ovillo

En un caluroso día de julio, tal que hoy mismo, pero hace aproximadamente unos treinta años, el escritor Czeslaw Milosz (Szetejni, Lituania, 1911-Cracovia, 2004) vino al Museo del Prado para enfrentarse con El jardín de las delicias, tríptico que Hieronymus Bosch el Bosco (hacia 1450-1516) pintó en una fecha indeterminada entre 1480-1490. Relata este encuentro con la enigmática obra maestra del extraño pintor flamenco en un poema titulado precisamente El jardín de las delicias, ahora traducido al castellano por Xavier Farré en una amplia antología poética titulada Tierra inalcanzable (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores). Acudió a esta cita, porque, como él mismo dice, el cuadro "me estaba esperando. Para que me sumergiera / en sus aguas y me reconociera a mí mismo". Según leemos este largo poema, dividido en seis partes, entendemos la atracción del escritor polaco por esta tabla de El Bosco, en el que se compendia el mundo humano, atrapado entre el paraíso y el infierno, pero sin más solución de continuidad que la incesante búsqueda del "lugar auténtico", "para que por un breve instante no exista la muerte / y el tiempo no se extienda como el hilo de un ovillo lanzado al abismo".

Poeta trágico, de estirpe romántica e inclinaciones visionarias de carácter apocalíptico, combatidas, a veces, con destellos cortantes de humor, Milosz mostró una preferencia por la pintura de paisaje, donde cabe a la vez el panorama global y los minúsculos detalles. Eso se corrobora cuando dedica sendos poemas a tres de los mejores paisajistas de nuestra época: Turner (1775-1851), Constable (1776-1837) y Corot (1796-1875), cada uno de ellos representante de una concepción de la naturaleza distinta, pero los tres marcados por un mismo afán de rescatar, o, quizás, sería mejor decir redimir, sea cual sea la escala con que afrontan el horizonte, el pequeño rastro del insignificante ser humano. Así se fija Milosz cómo el operístico Turner, dentro de una inabarcable lejanía crepuscular, escanciada por castillos en ruinas, salva el pequeño puntito blanco de una campesina que se apresta a hacer la colada en el lecho de un regato fluvial; cómo el observador prolijo de Constable trata que nos fijemos en los pantalones y camisas remendados de los jóvenes aldeanos del lugar, "que sueñan con huir del pueblo"; cómo, en fin, al luminoso Corot no le pasaron desapercibidos la fatigosa labor de unos campesinos y "los trasladó / de la pobre tierra de sufrimiento y amargura / a este aterciopelado país de bondad".

Hasta en los pasteles de Degas (1834-1917), en los que aborda los tiempos muertos de las bailarinas en el foyer de la ópera, cree atisbar Milosz como un bosque de piernas entrelazadas, senos, caderas, brazos, escotes..., aunque, por entre esta susurrante barahúnda, "sólo una cabellera pelirroja brilló en el abismo". Parece como si estos pequeños secretos milagrosamente rescatados por la pintura se trenzaran para revertir el hilo de ese ovillo del tiempo lanzado al abismo. Es algo, por lo menos, que entrevió Milosz sin perder de vista el paisaje y sus puntos de luz.

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