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Reportaje:

Pakistán después del diluvio

Ángeles Espinosa

El enorme lago en que las lluvias torrenciales convirtieron Pakistán este verano va desembalsando poco a poco. De lejos, desde el aire, parece como si un niño hubiera cubierto con chocolate la franja verde que traza el Indo a su paso. De cerca, la cuenca es un gigantesco barrizal que se ha tragado cientos de kilómetros de carreteras y puentes, invadido campos de arroz, algodón y trigo, y dejado sin techo a millones de personas. Pero el descenso de las aguas, lejos de tranquilizar a los afectados, ha sacado a la superficie no solo la magnitud del desastre, sino la ineptitud de sus gobernantes, convenciéndoles de que lo peor aún está por llegar.

Las inundaciones son el último infortunio que castiga a este país, el sexto más poblado del planeta: 175 millones de habitantes. Siempre al borde de la quiebra, en manos de una clase política corrupta y plagado de violencia sectaria, Pakistán ya era caldo de cultivo para los talibanes y otros fanáticos islamistas aliados de Al Qaeda. Ahora, el riesgo de que estos intenten explotar el caos ha llevado a la comunidad internacional a volcarse en la asistencia humanitaria, pero, más allá de la emergencia, el país necesita ayuda al desarrollo a largo plazo y mejorar su sistema de gobierno. La catástrofe, una de las mayores de su historia, ha desbordado a un Estado ya de por sí débil y dejado a los paquistaníes sumidos en la incertidumbre.

Dos meses después del diluvio, el 80% de los que perdieron su hogar carecen aún de refugio
Ya antes de las riadas, la economía estaba al borde del colapso
"El agua se ha retirado, pero la gente no puede volver porque no tiene casa ni de qué vivir"
"Una población exhausta puede convertirse en un objetivo fácil para los militantes talibanes"

Es difícil hacerse una idea de la gravedad del desastre que ha afectado a las cuatro provincias, desde Khyber Pakhtunkhwa, en el noroeste, hasta Sindh en el sur, pasando por Punjab y Baluchistán. Una quinta parte de Pakistán llegó a estar bajo las aguas del poderoso Indo, el río que da la vida al país y el nombre a todo el subcontinente indio, cuyo caudal se multiplicó por 40. Los damnificados suman 21 millones, uno de cada ocho habitantes. Al menos la mitad vivían en una de los 1,8 millones de casas dañadas. Además, hay 10.000 escuelas inutilizadas, dos millones de niños sin clase en un país donde apenas el 70% de ellos están escolarizados y la mitad de los adultos son analfabetos.

Dos meses después de que se desatara el diluvio y a pesar de la asistencia internacional, el 80% de quienes perdieron sus hogares aún carecen de refugio. "Hemos alcanzado a unos 2,1 millones de personas, pero eso apenas es el 17% de las familias que necesitan cobijo", ha reconocido Chris Lom, de la Organización Mundial de Migraciones, la agencia de la ONU encargada de coordinar esa ayuda. Doce millones siguen necesitando alimentos. Como los habitantes de la comarca de Thatta (este de Karachi, provincia de Sindh) que EL PAÍS visitó a finales de agosto, la mayoría jornaleros sin tierra. Mir Mohammad, su mujer y siete hijos se pusieron a salvo sobre una colina cercana a su casa. Allí, junto a un somier de cuerdas, mantas y algunos útiles de cocina rescatados, esperaban a la intemperie a que el Indo volviera a su cauce, mientras sobrevivían gracias a la comida que dispensaban el Ejército, las organizaciones caritativas u otros ciudadanos. Aun así, se negaban a trasladarse a uno de los campamentos del Gobierno provincial. "Todo lo que tenemos está ahí", justificaba Mohammad sin levantar la vista del agua y temeroso de posibles ladrones.

Poco ha cambiado desde entonces. "El agua se ha retirado, pero la gente no puede regresar porque sus casas están destruidas y no tienen de qué vivir", explica en un e-mail Hanif ur Rehman, periodista local. Y más preocupante: no tienen perspectivas de ingresos a medio plazo. Similares noticias llegan desde la provincia de Khyber Pakhtunkhwa, la primera en sufrir las inundaciones, al situarse en la parte más septentrional del Indo. Allí se produjeron la mayoría de las 1.752 víctimas mortales directamente atribuidas a la crecida y los mayores daños en infraestructuras. "Las casas siguen derruidas y la gente trata de rehacer al menos una habitación por su cuenta", describe por teléfono Hayi Banaras Khan, de Adam Zai, aldea cercana a Nowshera. La prensa local se ha hecho eco de que Al Khidmat, organización caritativa vinculada al partido islamista Jamaat-e-Islami, facilita materiales para la reconstrucción. Pero Khan insiste: "Ninguna organización nos está echando una mano". Tampoco les ha llegado la asignación de 100.000 rupias (950 euros) que ha prometido el Gobierno.

Ya antes de las riadas, la economía paquistaní estaba al borde del colapso, con un tercio de su población bajo la línea de pobreza, con menos de un euro al día. Aún no se han terminado de evaluar los daños, pero los primeros datos hacen temer una escasez de alimentos. Las aguas han arrasado 1,3 millones de hectáreas de cultivos justo en vísperas de la cosecha de productos básicos (arroz, maíz, caña de azúcar) y acabado con 7,2 millones de animales de granja, lo que plantea dudas sobre cómo van a sobrevivir al invierno los millones de afectados como las familias de Mir Mohammad y Hayi Banaras. Y no solo el próximo. Según el Banco Asiático de Desarrollo, la recuperación de la industria agrícola, uno de los pilares de la economía paquistaní, no será completa antes de dos años. La agricultura es la segunda fuente de ingresos, tras las remesas de los inmigrantes. Contribuye al 21% del producto interior bruto (PIB) y de ella depende el 62% de la población. Además, textiles y ropa (60% de las exportaciones; un 40% de los puestos de trabajo en el sector industrial), también van a sufrir la caída en la cosecha de algodón.

El primer ministro, Yusuf Reza Gilani, ha estimado los daños en 32.000 millones de euros, un 25% del PIB. De momento, el Banco Mundial y el Banco Asiático de Desarrollo han facilitado un préstamo de emergencia de 3.000. Pero la comunidad internacional ha advertido que solo va a poder financiar una cuarta parte de lo necesario. El mensaje es un tirón de orejas a sus dirigentes para que corrijan la vergonzosa gestión de los dineros públicos, que ha llevado al país a acumular una deuda externa de 55.500 millones de dólares, y eliminen las exenciones fiscales a los ricos, responsables de su elevado déficit (menos del 2% de los paquistaníes paga impuesto de la renta).

Un revés de esta envergadura hubiera sacudido los pilares de cualquier nación más desarrollada. En el caso de Pakistán, los efectos se agravan ante la ausencia de instituciones civiles sólidas que pudieran reaccionar con prontitud y liderar las tareas humanitarias y de reconstrucción. Nadie más que el Ejército dispone de los medios para salir al paso de la emergencia. No es de sorprender. La última dictadura militar terminó formalmente en 2008, y el país lleva años gastando el doble en sus Fuerzas Armadas que en Educación y Sanidad juntas. Su diligente intervención ha destacado aún más la pobre respuesta inicial del Gobierno civil, que ya se encontraba al límite ante el doble reto de estabilizar la precaria transición democrática y luchar contra la insurgencia talibán.

"Lo ocurrido no tiene precedentes, pero el nivel de preparación de las autoridades era prácticamente cero", explica Farzana Bari, fundadora de Pattan, ONG dedicada a la prevención de desastres naturales creada tras las inundaciones de 1992. En su opinión, "si la gente no ha muerto de hambre es porque la sociedad civil les ayuda". Esta activista denuncia, entre otros, la mala gestión hidrográfica y la parálisis administrativa por la ausencia de órganos locales de decisión. La actuación de los militares ha servido para mejorar su deteriorada imagen desde que el general Pervez Musharraf abandonó el poder hace dos años. Eso, unido a la escasa popularidad del presidente Asif Alí Zardari (las encuestas apenas le daban un 20% de apoyo antes de las riadas), alienta escenarios preocupantes. El líder de un partido de la coalición de Gobierno ha llegado a pedir la intervención de "algún general patriota", azuzando el fantasma de un nuevo golpe.

Por ahora, los uniformados se han distanciado de ese llamamiento. Saben que el contexto internacional no es favorable a un golpe de Estado, y tampoco lo necesitan porque ya controlan la seguridad nacional y la política exterior. El resto de las fuerzas políticas también rechazan esa alternativa, conscientes de que solo agravaría los males. "La ley marcial no resolvería los problemas de Pakistán", ha declarado Nawaz Sharif, líder de la Liga Musulmana, principal partido de la oposición. Sharif no renuncia a relevar a Zardari, algo que numerosos analistas dan por hecho, pero de momento defiende que "el cambio debe hacerse dentro de los límites constitucionales", es decir, en las próximas elecciones previstas para 2012 o tras una eventual moción de censura que por ahora solo es un rumor.

El gesto apenas da un respiro a Zardari y a su formación, el Partido Popular de Pakistán. Conscientes de la importancia de su país como primera línea de fuego en la lucha de EE UU contra Al Qaeda, tanto el presidente como el primer ministro han agitado la amenaza de los radicales islamistas para recabar un mayor respaldo internacional. De hecho, los fanáticos no han aminorado su campaña de terror. Superada la conmoción de las primeras semanas, sus ataques han vuelto a hacerse casi cotidianos. Además, algunos grupos ilegalizados han tenido el descaro de presentarse en zonas inundadas bajo nuevos nombres y junto a organizaciones caritativas islámicas legales. Uno de ellos, Jamaat-ud-Dawah, disuelto en 2008 por su vinculación con los atentados de Bombay, incluso llegó a publicar un anuncio pidiendo donaciones en un diario en urdu en agosto.

No está claro hasta qué punto esa presencia sobre el terreno va acompañada de adoctrinamiento o reclutamiento. Algunos analistas muestran más preocupación por el efecto a medio plazo de la omnipresencia del Ejército en la provincia de Khyber Pukhtunkhwa y zonas tribales aledañas, donde en primavera de 2009 su intervención para desalojar a los talibanes provocó el desplazamiento de cuatro millones de personas. El último informe del International Crisis Group, Pakistán: empeora la crisis de los desplazados, advierte del peligro de que los soldados distribuyan la ayuda con criterios discriminatorios y castiguen a familias de las que sospechen de simpatizar con los islamistas, como asegura ha sucedido antes. "Si los objetivos militares dictan los esfuerzos de rehabilitación y reconstrucción, una población exhausta por el conflicto puede convertirse en un objetivo fácil para los militantes [talibanes], lo que haría aún más difícil [lograr] la estabilidad en el noroeste", advierte Robert Templer, director del programa para Asia del citado think tank.

Hasta ahora, la participación del Ejército en las tareas de emergencia ha sido fundamental para evitar el aislamiento de pueblos enteros del valle del Swat, donde no quedó ni un puente sin dañar, rescatar a personas bloqueadas por el agua, o distribuir alimentos por las riberas del Indo. Al menos 60.000 de sus 550.000 soldados se han movilizado con tal objetivo. No obstante, sus portavoces insisten en que la lucha contra los militantes islamistas no se ha visto afectada. "La prioridad número uno sigue siendo la seguridad", declaraba a EL PAÍS el comandante Mustaq, en el cuartel general de Mingora, desde donde se coordina el trabajo militar para el valle del Swat. Aun así, hay signos de que el esfuerzo empieza a pesar en las Fuerzas Armadas, que, además de librar múltiples campañas contra los talibanes en las regiones fronterizas con Afganistán, siguen manteniendo una fuerte presencia en la línea de demarcación con India. Para empezar, las tropas que han combatido contra los islamistas en Swat durante los dos últimos años van a tener que quedarse seis meses más. En otras zonas, las operaciones ofensivas planeadas han tenido que transformarse en defensivas para consolidar el terreno ganado, según ha reconocido el portavoz militar, el general Athar Abbas. Antes, el Ejército ya había retrasado una largamente anunciada intervención en Waziristán del Norte, un presunto refugio de Al Qaeda.

Pero ni las acciones militares ni las declaraciones políticas bastan para impedir que la insurgencia siga extendiendo sus tentáculos en Khyber Pakhtunkhwa o las otras provincias. Varios estudios publicados antes del desastre señalaban que los talibanes buscan apoyo entre las capas más pobres, alienadas por la desigual distribución del suelo y la explotación. Y con el 45% de la tierra en manos de un 2%, y el 70% de los habitantes sin propiedad alguna, hay motivos para tomar en serio la advertencia de que los extremistas aprovechan el resentimiento contra las élites de los más desfavorecidos para reclutar nuevos suicidas y desestabilizar aún más el país. Los millones de desplazados constituyen un nuevo factor de riesgo. A medida que pasan los meses sin que se cubran sus necesidades básicas de cobijo, alimentos, atención sanitaria y trabajo, crece el peligro de agitación social. Ya ha habido algunas protestas aisladas, aunque hasta ahora no se ha producido un estallido generalizado del descontento que hubiera podido ser explotado por los insurgentes.

Además, son los grandes propietarios quienes controlan la política, dando lugar a un sistema que, a pesar de partidos políticos y elecciones, resulta más feudal que democrático. Esa asociación espuria permite que los terratenientes se beneficien de subsidios agrícolas y derechos de riego, aumentando más las diferencias. De ahí que el especialista en desarrollo Syed Mohammad Alí defienda la necesidad de un proyecto de redistribución de la tierra en los planes de ayuda al desarrollo que se contemplan tras las inundaciones. A medida que el agua avanzaba lentamente hacia el mar Arábigo anegando las llanuras de Punjab y Sindh, fueron numerosos los paquistaníes que denunciaron intereses políticos en la gestión de la crisis. Apremiados por la necesidad de abrir brechas en los diques para impedir que reventaran, los responsables evitaron, en ocasiones, lugares que habrían arruinado los campos de un poderoso latifundista a expensas de pequeñas localidades.

La catástrofe ha reabierto el debate sobre la construcción de presas para hacer frente a la escasez de agua y la creciente necesidad de alimentos. Durante el siglo XX, las de Sukkur, Kotri y Tarbela permitieron irrigar las tierras bajas, donde las familias terratenientes tienen grandes propiedades, pero también desecaron el delta (su extensión se redujo de 3.500 a 250 kilómetros cuadrados). Y como recuerda Alice Albinia en Empires of the Indus, convirtieron el agua "en poderosa arma política". No hay que olvidar que el 80% de los cultivos de Pakistán son de regadío. "El Gobierno de Pakistán, como antes el colonial británico, ha hecho una fuerte inversión en la infraestructura de riego, mediante la cual puede controlar la sociedad", escribe Albinia. En Sindh, donde el descenso del caudal del Indo salinizó los arrozales y acabó con la forma de vida de muchos agricultores, se reprocha al Ejército haber diseñado embalses para que el agua quede río arriba, en Punjab, provincia de origen de la mayoría de mandos militares.

Con el tiempo, incluso el Banco Mundial, que durante años animó a los países en vías de desarrollo a levantar presas, parece concluir que producen más daño que beneficio. Sin embargo, bajo los efectos del diluvio, los llamamientos de pescadores y agricultores de Sindh para que se permita el libre flujo del Indo y vuelva a llenarse el delta choca con poderosas figuras que defienden la creación de nuevos pantanos para contenerlo y evitar daños futuros. Ha resurgido así el polémico plan para una megapresa en Kalabagh, entre las provincias de Khyber Pakhtunkhwa y Punjab. El proyecto cuenta con la oposición de los habitantes de la primera y los de Sindh. Pero no en Punjab. Esta polarización muestra los intereses políticos en juego y la lucha por el control de recursos entre provincias.

Desde la sociedad civil se levantan voces que piden que se aproveche la reconstrucción para rectificar la forma en que se ha venido haciendo política en Pakistán desde su fundación en 1947. "Es una oportunidad para cambiar", asegura Bari, la activista. Con los partidos políticos más preocupados por defender los intereses de sus dirigentes, otros dudan de que el país cuente con líderes a la altura del reto. Los más agoreros temen que la destrucción causada por las aguas constituya el último empujón hacia el caos.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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