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LA ZONA FANTASMA

Peste de artistas

Javier Marías

Por fortuna casi ningún niño quiere ser de mayor artista o escritor, eso es algo que -con excepciones repelentes- se acaba siendo o se resulta ser. Desde luego yo, en la infancia, aunque me gustaba leer, creo haber respondido a la pregunta clásica cualquier cosa menos: "Novelista". Pirata, futbolista, arqueólogo (había ya antecesores de Indiana Jones), bandolero, domador de circo, tal vez hasta médico en un arranque de insensatez... Ignoro lo que quieren ser de mayores los niños de hoy, pero estoy seguro de que tampoco aspiran a dedicarse a la literatura, la pintura o la música "seria". Más les vale, porque, ahora como hace cincuenta años, les costaría identificarse con los artistas tal como suelen aparecer en las películas e incluso en los libros, y no desearían emularlos. Lo más preocupante para quienes hemos resultado ser eso, novelistas o poetas o escultores o pintores o músicos, es que tampoco de adultos hemos visto muchos motivos para admirar a nuestros predecesores en tanto que personajes. Podemos admirar sus obras enormemente, pero rara vez nos caen bien cuando son sus vidas las contadas o representadas. No sé si es que el gremio ha tenido mala suerte o si somos efectivamente insoportables.

Lo cierto es que la imagen habitual de los artistas es la de gentes megalómanas y a menudo vocingleras, que sufren mucho y se cortan la oreja o que fingen sufrir y se arrastran histriónicamente por el fango; que se toman muy en serio a sí mismas y son por norma vanidosas, ambiciosas y tirando a mezquinas; que con inconcebible frecuencia caen en alguna adicción (alcohol, drogas, juego) que las lleva a conducirse de manera harto anómala y dañina para sus seres queridos; que no saben encajar debidamente el éxito ni el fracaso, y que requieren unas dosis de atención enfermizas; que se meten en situaciones desaconsejables con gran empeño y se adentran por sendas gratuitamente peligrosas, más que nada por autodestructivas; tratan de ser ingeniosas o profundas sin pausa, lo cual parece muy fatigoso para ellas y abominable para quienes las rodean y para el lector o espectador; también se afanan por mostrarse enigmáticas, lo cual es un aburrimiento; viven obsesionadas con lo que hacen y no existe nada más para ellas. En fin, yo he visto a Scott Fitzgerald emborracharse a lo bestia con la cara de Gregory Peck; a Miguel Ángel dar una lata increíble y colérica con la de Charlton Heston; a Picasso hacer el chorras sin descanso creo que con la de Jeremy Irons; a Beethoven ponerse grandilocuente y tieso con la de Ed Harris y a Mozart hacer el necio con la del olvidado Tom Hulce; y, en todo caso, resultar muy cargantes a Van Gogh, Rimbaud, Bob Dylan, Truman Capote, Frida Kahlo y su marido (bueno, con esta pareja no debía de haber más remedio) y a centenares más, y la experiencia me ha servido, a título estrictamente personal, para procurar no parecerme a ninguno de ellos en mi vida, aun a costa de privarme de rasgos que todavía muchas personas -niños no, pero sí adolescentes y adultos pueriles- asocian con el talento o con la genialidad: aún hay quienes creen que beber compulsivamente, inflarse a drogas o errar en coche por las carreteras los va a aproximar a Faulkner, a Lowry o a los predecibles Kerouac, Burroughs y Bukowski.

Por eso, en parte, me interesaba ver la serie de televisión alemana Los Mann, de 2001, que ha salido ahora en DVD. Thomas Mann no se distinguió por nada demasiado llamativo ni anómalo. Padeció el exilio durante el nazismo, pero dentro de todo llevó una vida sin demasiados reveses ni penalidades, y razonablemente respetable. Más escandalosa fue la de su hijo Klaus, también apreciable escritor, que acabó suicidándose como su hermano Michael, pero éste una vez ya muerto el padre. Por así decir, no había en el Thomas Mann personaje casi nada que se prestara a los excesos y exhibicionismos de los que no escapa ningún artista cuando se lo retrata en el cine o en la literatura. "A ver si por una vez hay uno que me cae bien", pensé. "Con quien pudiera apetecer tener trato". Pero no había de caer esa breva. Thomas Mann no aparece como iracundo ni histérico, no se lo ve atormentarse ni asomarse a los "abismos de la creación". Casi parece un notario o el dueño de una fábrica, y su única veleidad -para un padre de familia numerosa- es una homosexualidad abstracta que se manifiesta sólo en miradas semifurtivas a jóvenes bien parecidos. No muy vistoso, por fin cierta sobriedad. Y sin embargo su modelo tampoco invita a seguirlo, sino a rehuirlo: una especie de piedra pómez, áspero y quebradizo, que ni siquiera se altera ante la primera tentativa suicida de su hijo Klaus. Un individuo solemne y pagado de sí mismo, que recibe la noticia de la concesión del Nobel con chirriante naturalidad, como si fuera algo esperable o que se le adeudaba. Alguien consciente de su celebridad, que parece compartir la actitud de su mujer cuando ésta entrevista a una posible secretaria del escritor y le advierte: "Bueno, se le exigirá absoluta confidencialidad. Ya sabe, ¡es Thomas Mann!". A juzgar por esta digna e interesante serie, el autor de La montaña mágica puede que se levantara por las mañanas y al mirarse en el espejo exclamara con reverencia: "¡Soy Thomas Mann! Caramba". No sé si alguna vez lograremos ver o leer sobre un artista sin que ello nos lleve a preguntarnos si nuestra admiración por la obra de semejante sujeto no ha de ser por fuerza una equivocación.

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