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Reportaje:VIAJAR LEYENDO

Poderes mágicos en la República Dominicana

El día en que llegué a Santo Domingo hacía 30 grados más la humedad caribeña, que se pega al cuerpo, a la ropa y a los sentidos. Y a la humedad del mar se añade la del río Ozama, porque en esta isla hay mar y ríos, playas y montañas, valles, lagos y cascadas. Hay de todo en un trozo de tierra de 77.914 kilómetros cuadrados lanzados al mar, respirando en solitario, de los que 48.730 pertenecen a la República Dominicana. Y parte del encanto de las islas es que cuando entras en ellas tienes la sensación de estar en un mundo aparte, más lejano mentalmente de lo que en realidad se encuentra, porque nuestro planeta ya no está hecho de montañas, lagos y desiertos, sino de aeropuertos, y las distancias se miden en comidas y desayunos que te sirven en el viaje. Pero una isla es un mundo en sí mismo y en cuanto sales del avión lo notas. Aunque no la hubieses visto antes en el mapa, algo te dice que aquí la vida está rodeada de ligereza, de olas, peces y aves, mucho más abundantes que los mamíferos en estos territorios, y eso cambia las cosas. Las cambia tanto que las islas desde que recordamos se han convertido en sueños y en deseos. En islas afortunadas. En islas maravillosas. Los aventureros han ido tras ellas como si fueran mujeres espectaculares y se las han imaginado llenas de tesoros. Y en nuestra mente el paraíso terrenal es una isla, y cuando pensamos en retirarnos de la vida mundana, la solución es una isla. Por eso Aldous Huxley la eligió como el símbolo ideal para reflexionar sobre la civilización del siglo XX en su novela La isla. Buen momento para leerla bajo una palmera. También los clásicos llevaron a las islas sus mejores utopías. Plutarco, por ejemplo, cuenta en la vida de Sertorio que este personaje se encontró en la desembocadura del Betis a unos marinos que llegaban de unas islas donde llovía moderadamente, donde los vientos eran suaves y había mucho rocío y en cuya tierra blanda y jugosa crecían árboles con frutos abundantes y sabrosos, y que los hombres vivían holgadamente, sin trabajos ni penas. Nosotros mismos somos islas andantes, cada uno con su propia sangre y sus propias palabras y pensamientos, separados irremediablemente de los demás.

En esta isla hay mar y ríos, playas y montañas, valles, lagos y cascadas... Nosotros mismos somos islas andantes, cada uno con su propia sangre
Fúndete con el ambiente. Broncéate hasta parecer mulato, el tono de piel dominante aquí
El paisaje está muy dominado por las mujeres dominicanas: los hombres quedan al fondo
Poner los pies en la zona colonial de Santo Domingo, patrimonio de la humanidad, es como entrar en un monumento gigantesco

Ahora entiendo por qué viene tanta gente, tantas parejas de recién casados a la República Dominicana, desde España, que no está escasa de playas precisamente, para tumbarse en estas otras playas, donde el calor es otro, el ritmo es otro, las sensaciones son otras y el cerebro también funciona de otra manera. No traigas a la isla tus rutinas y manías. Déjate llevar y saborea la bandera, un rico plato a base de arroz, habichuelas, pollo o ternera y ensalada; otro día prueba la carne guisada de un sancocho o un asopao, y el pescado hervido en leche de coco... ¡qué rico! Baila merengue, disfruta, tómate un ron. Súbete en una de esas motocicletas, llamadas motoconchos, que te dejarán en tu destino con los pelos de punta de la velocidad o el vértigo. Fúndete con el ambiente. Broncéate hasta parecer mulato, el tono de piel dominante aquí. Toma cacao auténtico sin adulterar, prensado y rallado, en lugar de viagra. Juega, apuesta por cualquier cosa porque eso te mete el gusanillo de la vida en el cuerpo. Si no eres sensiblero, ve a una gallera y disfruta con una pelea de gallos, vas a ver lo que es bueno. Los gallos, símbolo del macho dominante donde los haya, están preparados físicamente a base de masajes y dieta y entrenados psicológicamente para ser un arma agresiva. Asiste a un partido de béisbol si es temporada de liga y aprende a estar en las gradas horas y horas sin que pase nada.

El béisbol es el deporte nacional, y en las competiciones se puede llenar la avenida de George Washington -que bordea el malecón de Santo Domingo- de coches con los distintivos de sus equipos, sobre todo de los Tigres del Licey y los Leones de Escogido, de la capital, sin olvidar a las Águilas Cibaeñas, los Toros del Este y las Estrellas Orientales. Así que durante el tiempo que dura la liga el ambiente y los locales de apuestas hierven. A los dominicanos les encanta jugar, desde el dominó (como antaño en los bares españoles) hasta las apuestas de todo tipo, porque creen fervientemente en el azar y la suerte, que va y viene como los pájaros y el oleaje. Lo que no quita para que incluso los mismos aficionados admitan que los partidos atraviesan por enormes y aburridos parones y que hay que echarle paciencia, llevarse comida y bebida a las gradas pongamos del estadio Quisqueya (como también se llama a la capital) y aprovechar para hacer amistades. En cambio, nuestro fútbol tiene menos ceremonia y es más comprensible para cualquiera, es más de emoción rápida, de euforia o decepción instantáneas, de llorar de alegría o de frustración al segundo. Así que no debe pasarlo muy bien el dominicano que viene a nuestro país a ganarse la vida y se sienta privado del béisbol y tiene que afrontar el frío invierno y nuestro rígido acento y perder los límites conocidos y muchas cosas más. Aunque, como dice un personaje de Perdidos, la serie de televisión que ha hecho de la isla, de este accidente geográfico, emblema de la realidad inestable que vivimos la gente de ahora, "solo los tontos son esclavos del espacio y del tiempo". Por eso todos acabamos adaptándonos a lo que sea. ¿Se habrán pasado los dominicanos de España al fútbol después de que nuestra selección ha ganado el Mundial?

La verdad es que el béisbol, las gorras de visera y la facilidad para pronunciar el inglés van acercando al dominicano a la estética yankee. Puede que en su indudable aptitud para el inglés no sea ajeno el que se traguen un montón de series estadounidenses sin doblar y con subtítulos amontonados unos sobre otros en inglés y castellano. Al principio pueden resultar un poco confusos, pero a los cinco minutos hacen pensar que con ese sistema en España nos ahorraríamos mucho en academias. Y, sin embargo, a pesar de esta invasión anglosajona, utilizan la palabra balompié y no fútbol. Y resulta tópico mencionar la gran fluidez con que manejan el idioma, que puede ser suavemente caribeña cuando es despreocupada, pero que en situaciones formales se vuelve retórica y ampulosa. Es evidente la gran influencia del millón o más de compatriotas (conocidos como dominican yorks) que se han marchado a Estados Unidos y que traen dólares y nuevas costumbres, que ojalá no acaben con la tradición de los deliciosos dulces de batata y guayaba con que llené la maleta junto con algo de ron, café, una bandeja de caoba y los cuadros taínos (el original y estilizado arte que han desarrollado los indígenas de este país), y también una pintura haitiana con mujeres recogiendo cañas de azúcar, que colgué en el salón de mi casa y que ahora tiene más valor sentimental. Aún no había ocurrido la tragedia de Haití cuando estuve allí. Haití es el vecino pobre de la República Dominicana con quien comparte la isla sin ningún tipo de frontera física. Los separa el idioma, los haitianos hablan francés y son extremadamente pobres, como ha podido comprobar el planeta entero después del terremoto. Los pobres siempre llevan las de perder. Es fácil explotar a los pobres y es fácil ignorarlos. Pero esta vez la desgracia los ha hecho visibles, lamentablemente.

Sin embargo, siempre hay algún lugar de absurda irrealidad en que refugiarse, como los Altos de Chavón, llamada también "la ciudad de los artistas", reproducción de un pueblo mediterráneo del siglo XVI, diseñado en los setenta por uno de los decoradores preferidos de Dino de Laurentiis y que todo el mundo dice que es precioso. Pero que nunca tendrá el encanto de lo auténtico aunque esté menos limpio. Entré, vi y olvidé. No me dejó ninguna sensación. Puestos a buscar evasión, prefiero pedirle a Gladys, una amiga que he conocido en este viaje, que me acompañe al Polo Magnético. A veces se necesita un poco de magia, de señales claras de que el mundo es incomprensible y de que siempre lo será. Y una de esas señales está aquí, en este país donde según las guías se practica el vudú con ritos a los que un turista jamás asistirá. No sé cuánta fantasía habrá en esta imagen de pollos degollados y brujos poseídos, pero es mejor no pasar esa puerta. Me conformo con lo del Polo. A Gladys le hace gracia la ilusión con que voy en el coche, y para darme caña dice que no me asuste si cuando la colina tire de nosotras hacia arriba oímos ruidos de origen desconocido. ¿Ruidos?, pienso emocionada. ¿No podría tratarse de un punto estratégico del planeta por donde colarse en otra dimensión, por ejemplo? Cuando no se sabe nada, todo es posible, dice Gladys pensativa, refiriéndose a la vida en general. Porque no solo son ruidos, añade, también aparecen en la colina luces extrañas. Luces... si viese luces, ya no le pediría más a este viaje. Para que los ruidos y las luces extrañas aparezcan siempre se necesita un creyente, y esa era yo. Así que cuando en la carretera Cabral-Polo nos topamos con un letrero que decía: "Bienvenidos al enigma del Polo Magnético", yo estaba dispuesta y preparada para cualquier cosa. No hablábamos, Gladys sabía perfectamente cuándo hay que hablar y cuándo no, cuándo hay que entregarse al silencio. Dejó el coche en punto muerto, y según lo previsto el coche comenzó a ascender cuesta arriba. Lo que sucedió a continuación queda para nosotras. Seguramente tendrá una explicación científica, pero la misma Gladys me confesó con los ojos muy abiertos, sin pestañear, que hasta ahora no había creído una palabra de todo lo que escuchamos y vimos.

También al ámbar se le atribuyen poderes mágicos y tiene sus mejores canteras en Puerto Plata. Es una piedra muy especial porque contiene vida, insectos y plantas, aunque sea fosilizada. Se considera desde tiempos remotos que nos ayuda a contactar con el pasado y mil cosas más. Se usa como protección mágica y contra el encantamiento de las brujas. Protege de la malicia y de las influencias negativas de los enemigos. Por el contrario, atrae amigos y estimula la felicidad. Protege la salud y vuelve bello a quien lo lleva puesto. Los conejos, ranas y peces tallados en esta piedra aumentan la fertilidad femenina, y los leones y dragones, la masculina. Los griegos la llamaban electrón porque al frotarla produce electricidad estática. ¿Sabían que el ámbar cuando arde tiene un olor diferente según el color? ¿Y que existiese el ámbar azul? Me empeñé en comprarme un collar hasta que me dijeron que solo funciona si te lo regala un ser querido.

El ámbar azul, la experiencia del Polo Magnético y la pasión por el béisbol de este país (que hasta ahora creía que era cosa solo de los norteamericanos) me resultan más exóticos que las cotorras parlantes. El problema de lo exótico, autóctono y diferente es que en cuanto se pasea por los folletos de las agencias de viajes se convierte en tópico, lo que tampoco importa porque a veces uno necesita saber de antemano las sorpresas que se va a encontrar, porque quiere palpar y sentir lo que ha visto en imágenes, por eso mucha gente se enamora de famosos. Yo misma antes de venir tenía una idea muy clara de lo que quería: agua esmeralda o azul zafiro, palmeras, cotorras y loros, casitas de colores, bosques de caoba, edificios coloniales, ballenas y comprarme el dichoso collar de ámbar y una de sus famosas mecedoras. Entonces no contaba con la amistad, los cuadros y unos pendientes de una piedra semipreciosa única en el mundo llamada larimar.

La palabra larimar resulta de la unión de parte del nombre de la hija de uno de sus descubridores (Larissa) y mar, donde la piedra se encontró por primera vez, aunque las minas se hallan en las montañas de Barahona. Tiene un precioso color azul claro que se suele engarzar con plata y solo existe en la República Dominicana. En el Museo del Larimar se describe su historia y lo mucho que se sufre extrayéndolo. Algo parecido a lo que sucede con los museos dedicados al ámbar.

Lo bueno de emprender los viajes con objetivos que cumplir es que mientras buscas esos objetivos te encuentras con otras cosas como el larimar y a personas como Gladys. Para empezar está el asunto de los transportes. La manera de hacer nuestro un sitio es pateárselo o usar los transportes públicos. En Santo Domingo, el metro se construyó hace pocos años, antes había que recurrir a las guaguas (como también se llaman en las islas Canarias, en Puerto Rico y en Cuba a los autobuses), los conchos (coches que hacen recorridos fijos con paradas) y los motoconchos. Subir en motoconcho, comprar un coco en un puesto callejero y bebérselo con una pajita, bañarse en una playa virgen y tomarse un ron al atardecer contemplando la puesta de sol de ese día son cosas que ningún viajero debería dejar de hacer aunque también haga otras. Sobre todo porque es muy fácil encontrar una playa virgen y sentirse como Robinson Crusoe, nada más hay que escapar del complejo hotelero (tan increíblemente equipado que no apetece salir de él) y alejarse por la orilla sin mirar atrás. Hay 1.500 kilómetros de costa donde elegir. Agua transparente, arena blanca y palmeras, en algunos casos rozando las mismísimas olas. Quizá se acerque más a esta autenticidad Samaná, donde se encuentra una de estas bellas playas, Las Terrenas. Y son más turísticas Punta Cana y Bávaro, destino preferido de los españoles desde que Curro descubrió el Caribe alrededor de 1995 en una campaña publicitaria. Desde entonces, el Caribe es el descanso del guerrero de traje y corbata, que no tendrá que preocuparse por nada porque llevará organizada incluso la diversión. Ya soportamos bastantes preocupaciones a lo largo del año como para tener que gestionar el día a día de las vacaciones. Le comprendo perfectamente.

Para comprar la mecedora, que venden desarmada y empaquetada, me adentré en la zona colonial, patrimonio de la humanidad, tan llena de monumentos que simplemente poner allí los pies es como entrar en un monumento gigantesco. Tiré por la calle de El Conde, que cruza la zona de un extremo a otro, y busqué la calle de las Damas, las terrazas de la plaza de España... También me tentó la idea de comprar una caja de cigarros, pero no sabía a quién regalársela. En el fondo, este país proyecta una imagen más festiva de lo que es, no solo por sus llamativos carnavales y el merengue, sino porque ha levantado museos para los placeres del cuerpo, el Museo del Ron, el Museo del Tabaco y hasta el Museo del Jamón. Pero de hecho si yo viajé a este país no fue de vacaciones ni para pasar la luna de miel en un resort de Punta Cana, sino invitada por un congreso de mujeres hispanistas. La verdad es que nunca he venido como una turista en toda regla, y no he llegado a ver a las mujeres de los eternos rulos en la cabeza que aparecen en las postales, ni a la gente bailando merengue en cualquier parte, ni a hombres espectaculares tomando el sol en la playa, ni en la piscina del hotel, ni en ningún otro sitio, a decir verdad. Aquí el paisaje está muy dominado por las mujeres dominicanas, a las que hay que añadir las trescientas hispanistas, que constantemente llenábamos el comedor, los salones y ascensores del hotel. Los hombres quedan al fondo, a lo lejos, en sus trabajos y despachos inescrutables o como figuras con gorra de visera que animan la calle, que conducen taxis y conchos, que juegan al béisbol, que entran y salen de los locales de apuestas tentando la suerte.

Casi podría decir que el primer hombre que vi de cerca fue el presidente de la República, hoy ex presidente. Nos ofrecía una recepción en palacio, y las trescientas montamos en varios autobuses ataviadas con nuestras mejores galas. Era de noche y los autobuses olían maravillosamente bien, los distintos perfumes se cruzaban en la penumbra y las charlas eran alegres. Íbamos aprovechando para conocernos, para hablar e intercambiar tarjetas, hasta que llegamos a las puertas de palacio, descendimos como princesas y se nos hizo pasar al salón de las Cariátides. Pero nada más entrar, todas retrocedimos un paso ante la presencia de filas y filas de sillas donde seguramente tendríamos que sentarnos, lo que significaba que habría discursos, presumiblemente largos. Corrió un rumor de decepción entre nosotras. No nos habíamos arreglado para esto, sino para estar de pie y poner en movimiento nuestros vestidos y complementos. Pero qué íbamos a hacer, de perdidas al río, y nos sentamos a esperar. Me entretenía mirando a mis compañeras y mientras las miraba me fui encariñando con ellas. Por supuesto nunca lo sabrán, pero jamás he vuelto a tener un sentimiento de admiración y compenetración con las de mi sexo como en aquel momento de una noche que giraba hacia ninguna parte, entre cariátides talladas en mármol, entre el caoba de los balcones corridos de la sala y entre enormes espejos con marcos de oro donde debió de mirarse el dictador Trujillo más de una vez.

Todas tan estudiosas, tan arregladas, tan dispuestas a oír algo que las deslumbrase, seguramente con hijos pequeños o ya mayores, algunas con nietos. Las norteamericanas eran quienes lucían más austeras, con sobrios trajes largos, moños y gafitas, un poco de carmín y añadidos de larimar y ámbar recién comprados en el Mercado Modelo. Las latinoamericanas, más atrevidas en general, pero sin llegarle ninguna a la suela del zapato a Gladys, vestida de seda salvaje con brocados y que se apartaba del concepto de intelectual sin adornos, un complejo que parece atacar a las dominicanas y a las mujeres del mundo entero, como si una no pudiera seguir pensando mientras se pinta los ojos.

Gladys era la secretaria del congreso y fue la encargada de ir a buscarme al aeropuerto. Voz cálida que parecía salir de un mundo interior de encajes y cremas, pelo rubio falsamente enmarañado y uñas larguísimas con laboriosas filigranas pintadas en ellas. Tiempo después también he visto ese minucioso trabajo en Madrid, pero la primera vez fue allí, en aquel mundo en que a una simple peluquería se le llama salón de belleza y la vida está muy llena. En esto pensaba hasta que comenzaron los discursos. 

Clara Sánchez(Guadalajara, 1955). Ganadora del Premio Nadal 2010 con Lo que esconde tu nombre, su novena novela. En el año 2000 fue premio Alfaguara con Últimas noticias del paraíso.

La República Dominicana comparte con Haití un pedazo de tierra lanzado a las aguas del mar Caribe de 77.914 kilómetros cuadrados, de los que 48.730 pertenecen al primer país.
La República Dominicana comparte con Haití un pedazo de tierra lanzado a las aguas del mar Caribe de 77.914 kilómetros cuadrados, de los que 48.730 pertenecen al primer país.ÁLVARO LEIVA

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