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PALOS DE CIEGO
Columna
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¿Podríamos dejar de hacer el ridículo, por favor?

Javier Cercas

El 13 de julio se entregaron los Premios Nacionales del Ministerio de Cultura en Lleida. El acto estuvo presidido por los Príncipes de Asturias, y a él asistieron la ministra de Cultura, el conseller de Cultura de la Generalitat y el alcalde de Lleida, además de la mayoría de los premiados y sus familiares y amigos. La ceremonia fue larga y aburrida, como debe ser, las autoridades pronunciaron los discursos que en estos casos pronuncian las autoridades y los galardonados sintieron la gratitud que en estos casos sienten los galardonados, empezando por la que sintió este servidor. Todo en orden, pues. Todo salvo un detalle. Dado que el detalle no concierne a una cuestión trivial, y dado que además la gratitud no cancela nuestra obligación de decir la verdad, a continuación me permito comentarlo.

"Tuve la embarazosa impresión de que aquel galimatías no lo mejoraban ni los hermanos Marx"

En su discurso de agradecimiento, Josep Maria Castellet, premio de las Letras Españolas, afirmó: "Este es un acto gozoso por lo que significa de reencuentro de las lenguas del Estado". Estoy seguro de que Castellet se refería al hecho de que entre los galardonados figuraban escritores que escriben en tres de las cuatro lenguas de España, no al acto en sí mismo. Este se celebra cada año, según entiendo, en un lugar distinto de la geografía española; me parece muy bien. También entiendo que, dado que esta vez la ciudad elegida fue Lleida, los organizadores quisieron subrayar el respeto por las diversas lenguas de España, y en particular por el catalán, que anima a las dos principales instituciones del Estado: el Gobierno y la Monarquía; también me parece muy bien. Pero, igual que no pueden estar reñidas la gratitud y la verdad, tampoco pueden estarlo el respeto por las lenguas y el sentido común. Y lo que el sentido común dicta es que, desde el punto de vista lingüístico, un acto así sólo puede organizarse de dos formas. Primera forma: como un acto monolingüe en el que todos los discursos se pronuncian en castellano, que es la lengua común a todos los asistentes. Segunda forma: como un acto bilingüe en el que los discursos se pronuncian en la lengua que prefiere el orador y la organización ofrece la traducción simultánea de los discursos en catalán, para que puedan entenderlos los asistentes llegados de otras partes de España, que sospecho que en este caso eran la mayoría. La primera fórmula es la más sencilla y la más barata; la segunda, la más compleja y la más cara. ¿Cuál de las dos fórmulas eligió la organización? Ninguna. La mayor parte de los oradores habló en castellano, pero algunos -entre ellos el príncipe Felipe- combinaron el castellano y el catalán: unos empezaban en castellano y acababan en catalán, otros hablaban primero en castellano y después en catalán, otros decían una frase en catalán y otra en castellano, más de uno se lió y ya no sabía si hablaba en catalán o en castellano (o al menos no lo sabía yo, que hablo castellano y catalán). Pero lo peor fue que la traducción simultánea brilló por su ausencia, de tal manera que cuando algún orador hablaba en catalán, gran parte de la audiencia no le entendía, aunque todos, empezando por el pobre orador, fingiésemos que sí le entendía. Dicho esto, es natural que yo tuviera por momentos la embarazosa impresión de que aquel galimatías no lo mejoraban ni los hermanos Marx, y la certeza absoluta de que habíamos vuelto a hacer el ridículo. Se dirá que cualquier español con un poco de buena voluntad y de imaginación puede entender el catalán (igual que puede entender el italiano o el portugués); no digo que no: al fin y al cabo, el castellano y el catalán (igual que el italiano o el portugués) son prácticamente la misma lengua: latín mal hablado. Pero ¿se imaginan lo que puede ocurrir si la ceremonia del año que viene se celebra en el País Vasco?

En fin. Las lenguas sirven para muchas cosas, entre ellas para usarlas políticamente y montar guerras lingüísticas donde lo que menos importa son las propias lenguas; ahora bien, si no sirven para que la gente se entienda, no sirven para nada bueno. Por otra parte, la convivencia de diversas lenguas en un mismo territorio no es fácil (en especial la convivencia entre una tan poderosa como el castellano y otras tan minoritarias como el catalán o el vasco), pero también puede ser mutuamente enriquecedora, en especial si se acepta que las lenguas no existen al margen de las personas que las hablan y que, aunque las lenguas no tengan derechos, las personas sí los tienen: entre ellos, el de hablar su propia lengua, un derecho que desaparece si la lengua desaparece. Antes dije que en un acto como el del día 13, la fórmula bilingüe es la más compleja y la más cara; olvidé añadir que a mi juicio es la mejor, porque es la que garantiza mejor dos cosas que nunca son sencillas ni baratas: el respeto de los derechos de las minorías y la convivencia entre las lenguas. Y sobre todo garantiza lo más importante: que por una vez no hagamos el ridículo.

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