_
_
_
_
_
CON GUANTES
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Protección de testigos

Lo que más me gusta de las películas de gánsteres es cuando el más cobarde de la banda se decide a cantar y lo meten en uno de esos programas de protección de testigos. Por alguna razón esa es la clase de vida que me atrae y ni siquiera me molesta el chándal cutre, ese que al parecer hay que llevar para mezclarse entre el resto de seres anónimos sin levantar sospechas.

Los delatores tienen muy mala fama, y supongo que merecida, desde el colegio hemos aprendido a detestar a los chivatos, no es la condición de delator, en cualquier caso, la que envidio, sino lo que viene luego. La falsa identidad, la vida modesta pero pagada por el Estado en algún pueblo remoto animada por la constante tensión de ser finalmente descubierto, las medias verdades, el ocultamiento, la impostura. Supongo que esos programas de protección existen en todo el mundo, incluso aquí en España, pero reconozco que he aprendido lo poco que sé del tema en las películas americanas. No deja de ser curioso que a lo largo de una vida uno sepa más del sistema judicial, la policía y hasta las agencias de información, los detectives o los espías extranjeros que de los propios. Casi todo el mundo es capaz de reconocer un Colt, pero poca gente es capaz de distinguir una Astra, podemos recitar de carrerilla los derechos de los que se informa a un detenido en Norteamérica, pero ¿y aquí? ¿Te dicen algo cuando te detienen? Ni idea. Quien más quien menos conoce el corredor de la muerte de la desaparecida prisión de San Quintín mejor que nuestras propias cárceles. En fin, que vivimos en un mundo pero nuestra imaginación parece ser el hijo bastardo de otro. El hecho de que en nuestro país se doblen las películas contribuye enormemente a la construcción de este espejismo, los actores americanos y sus cosas nos resultan familiares y los nuestros hablan raro, sus casas, sus coches, nada en la vida de esos extranjeros nos extraña, pero al vernos a nosotros mismos en la pantalla se produce una sorprendente dislocación, no nos reconocemos en absoluto. Estoy contándoles esto como si fuese algo que le sucede a todo el mundo y ahora que lo pienso puede que no sea así, puede que me suceda sólo a mí, aunque lo dudo. Algo me dice que muchos o al menos algunos de entre ustedes han experimentado una sensación parecida. Aunque tal vez no, estas cosas de la identidad son muy personales (a pesar de que hay gente que considera la identidad un asunto colectivo), así que en principio todo es posible.

"Más de una vez he deseado que esta vida de impostura termine algún día"

En cualquier caso, últimamente me vengo preguntando si no seré yo mismo uno de esos delatores escondido en un remoto país, esta España nuestra, a la espera de ser descubierto por los antiguos miembros de mi banda. No recuerdo qué clase de crímenes he cometido en esa otra vida, la vida de verdad, pero puede que se deba a un sofisticado proceso de eliminación de huellas mnemónicas que asegura al mismo tiempo mi silencio y mi aparente inocencia. A veces sueño que un asesino llegado desde ese otro lugar, el mío (enterrado en lo más oscuro de mi memoria mediante técnicas muy secretas) me da caza. Lo curioso es que lejos de resultar una terrible pesadilla, me reconforta enormemente. Al fin y al cabo, tener que ocultar lo que uno es, por mucha ayuda del Estado que se reciba y muchas técnicas secretas que se apliquen, resulta con el tiempo agotador. Si les he de ser sincero, más de una vez he deseado que esta vida de impostura que llevo termine algún día. Sólo espero que cuando llegue ese momento, cuando suenen las trompetas de mi pequeño juicio final, entren por la puerta dos policías americanos y me informen de mis derechos en perfecto castellano y me lleven por fin al corredor de la muerte al que sin duda pertenezco, o mejor aún, que ese asesino de mis sueños con la cara de James Coburn y la voz de Constantino Romero me apunte con su revólver, diga algo tremendamente ingenioso y me extienda mi billete de ida al infierno.

Incluso soy capaz de recrear con todo detalle mi última morada, un agujero bien tapado y sin señal alguna en la arena del desierto que rodea Las Vegas. Justo al lado de alguno de los cadáveres que iba sembrando Joe Pesci en Casino.

Si morir es descansar eternamente, qué mejor manera de hacerlo que regresar a ese ningún sitio del que venimos, acompañado únicamente por perfectos (pero muy familiares) extraños. 

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_