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Quemar o no quemar

Tengo en mis manos un ejemplar de la elegantísima primera edición de El original de Laura, de Vladímir Nabokov, en Penguin Classics. Como es sabido, el libro se imprime contra los deseos del autor que, presintiendo su final, advierte a su esposa, Vera, que destruya el manuscrito si muere antes de terminar una primera versión. Vera no lo publicó, pero lo guardó. Lo había amado tanto que debía de ser un tormento para ella la idea de deshacerse de su último hálito de vida literaria. Cuando Vera murió, el manuscrito pasó a manos de Dmitri, su hijo, y éste lo siguió guardando hasta que, viendo también cercano el fin de sus días, ha decidido publicarlo. La literatura presenta varios casos como este del manuscrito que debió ser entregado a las llamas por voluntad del autor y no lo fue por voluntad de sus herederos o albaceas. Un acto así genera enseguida una profunda división entre los admiradores del autor: la de los partidarios de respetar la voluntad del autor como la de un dios y la de los insaciables dispuestos a apurar hasta la última gota de escritura del maestro. En medio se suele representar a los herederos como ejemplo de aves de rapiña, lo cual a veces es falso y otras muchas bastante cierto. ¿Quiso o no quiso Kafka quemar sus obras? ¿Era el pudor de Nabokov más fuerte que la escritura de su manuscrito? ¿Fueron las inquietudes un tanto esquizofrénicas de Gógol las que determinaron la incineración de la segunda parte de Almas muertas y el fin del proyecto? ¿Habría visto Cortázar con buenos ojos la edición de Divertimento o El examen? Lo cierto es que si un autor no desea ver publicado un texto suyo tiene una solución contundente al alcance de la mano: destruirlo; pero ¿quién se decide a hacer una cosa así, sobre todo si es un autor vocacional, un escritor de raza, alguien a quien le va la vida en la escritura? Si no lo destruye es que mantiene con él un hilo imposible de cortar, por más inconcluso que le parezca el texto. El resto es pura especulación ajena al autor. El original de Laura encierra, además, un regalo sustancioso. Nabokov solía escribir sus novelas en fichas que iba apilando hasta que daba por concluida esta fase de la escritura y las convertía en las novelas que todos disfrutamos. ¿Qué es, entonces, El original de Laura? Un total de 138 fichas. Por lo tanto, lo que tenemos ante los ojos es, en realidad, una muestra impagable del modo de creación nabokoviano y esto sí que es un regalo. No un regalo para el lector genérico, evidentemente, sino un regalo para el admirador de Nabokov e, inevitablemente, para los diversos estudiosos forenses dedicados a la disección del autor famoso. En cierto modo, el texto ahora publicado nos procura una aproximación a la escritura que es distinta de la que procura la lectura de un libro acabado. Sus prodigiosas y singulares imágenes están aquí esbozadas o resueltas, anotadas o sugeridas, lo mismo que los detalles que constituyen la expresión de la personalidad de sus personajes (todo ello bien traducido por Jesús Zulaika) están aquí, aguardando el crisol que no las fundirá, pedazos de criaturas, sensaciones o visiones. Pero no están perdidas, flotando en el papel como si se tratara del vacío, sino muy al contrario: firmes, desafiantes incluso, afirmándose una a una en su propia valía; una lectura fascinante para el placer de sus muchos admiradores; porque la viveza de la mirada y la percepción de Nabokov tienen la frescura del instante feliz, de la intuición magistral y de la epifanía, y eso es lo que contiene este libro felizmente rescatado. -

El original de Laura. Vladímir Nabokov. Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2010. 176 páginas. 18,50 euros.

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