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Columna
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Contra el 'Quijote'

Javier Cercas

A menos que una catástrofe lo impida, el año que viene se celebrará el cuarto centenario de la publicación del Quijote. Es para echarse a temblar. El alud de congresos, festejos, reuniones, ensayos, novelas y conferencias que se avecina puede ser fabuloso, y no hay que descartar la posibilidad de que acabe por enterrar la novela. Los más optimistas afirman que no es malo que haya una celebración, y que todo depende de en qué consista; esto explicaría que tantas cabezas optimistas hiervan desde hace tiempo de propuestas al respecto. Algunas ya se han dado a conocer. En un magnífico artículo reciente, José María Ridao proponía tres cosas: la primera consiste en acabar con las discusiones de raíz noventayochista, según las cuales el Quijote vendría a ser una suerte de sublime emanación de una supuesta alma española; la segunda, en prestar más atención a Cervantes, a quien a menudo se ha presentado "como un artista inferior a su creación"; la tercera, en prestar más atención al resto de las obras de Cervantes. La primera propuesta me parece sensatísima; no estoy seguro de que lo sean también las dos últimas. No digo que el conocimiento de la vida de un escritor sea del todo inútil para comprender su obra, pero estoy seguro de que todo gran artista es siempre inferior a su creación, porque en ella invierte lo mejor de sí mismo. Cervantes fue un hombre como tantos otros: un joven idealista, valiente y amigo de las letras, y un viejo amargado por las decepciones y los fracasos; lo que es excepcional no es su vida, sino su obra: sería injusto atender más a aquélla que a ésta. En cuanto a la tercera propuesta de Ridao, el propio Cervantes parece darle la razón cuando en alguna parte pide ser juzgado por el Persiles, no por el Quijote; está claro que se equivocó: si no hubiera escrito el Quijote, Cervantes habría sido un excelente escritor, pero no mejor que al menos 7 u 8 de sus contemporáneos españoles; o, dicho de otro modo: la diferencia entre el Quijote y el mejor de los restantes libros de Cervantes -las Novelas ejemplares, digamos- es la que media entre un gran libro y una obra maestra absoluta.

Discutida la propuesta de Ridao, como soy un optimista peligroso, no me resisto a exponer la mía. Hacerlo me exige dar un rodeo. Es razonable sospechar que, excepto para cuatro tarados, para el común de los mortales un clásico es un tostón inaguantable que sólo se lee para poder decir que se ha leído, y no un libro que, según la fórmula de Calvino, nunca acaba de decir aquello que tiene que decir. Pero un clásico es un clásico porque es un libro que está vivo, porque sigue apasionándonos, porque ha superado con éxito el examen del crítico más severo, que es el tiempo, y no porque sea un libro perfecto o inatacable. No existen libros inatacables o perfectos (o, si existen, son anodinos y están muertos), y el Quijote no es ninguna excepción. Ahí, sin embargo, radica el problema: en que durante siglos el Quijote ha sido considerado un libro perfecto, se le ha sacralizado, fosilizándolo, como si quisieran protegerlo de los ataques, cuando un clásico es precisamente aquel libro que no necesita ser protegido de los ataques porque es capaz de sobrevivirlos a todos y hasta se fortalece con ellos. Pero los que en el último siglo ha recibido el Quijote son tímidos y escasos. Al azar: Alfonso Reyes lo acusó de estar escrito en una "prosa de sobremesa"; Vladímir Nabokov lo acusó de ser un libro cruel; Martin Amis acaba de acusarlo de ser largo. Todos estos reproches son justos; todos son también insuficientes, y el Quijote sale intacto de su embate: prosa de sobremesa, y no otra, es la que Cervantes necesitaba para escribir lo que escribió; el libro es cruel, pero también infinitamente compasivo; el libro es largo, pero cuando uno lo termina desearía que tuviera 500 páginas más…

Ya han adivinado la propuesta. Consiste en convocar un magno concurso de ataques al Quijote. Dejo los pormenores de la organización a quienes se animen a llevarla a la práctica, pero considero que todo el mundo debería estar autorizado a participar en el evento y que todas las modalidades de participación deberían estar permitidas, desde la tesis doctoral hasta el happening insultante o el simple rugido de asco. El resultado, no lo duden, sería terapéutico, y no sólo para los novelistas (que podríamos desahogar nuestro rencor de siglos contra el cabrón de manco a quien nunca podremos soñar con acercarnos), sino también para el país en general, gozosamente aliviado por este sacrilegio colectivo de tanta beatería acumulada. Por lo demás, tal vez sea ésta la única forma de que, ante semejante unanimidad denigratoria, y llevados por el espíritu de contradicción, los lectores comunes -a ser posible jóvenes idealistas, valientes y amigos de las letras- empezaran a coger el libro a escondidas y, después de superar el mínimo escollo de una lengua que parece antigua y no lo es, descubrieran con asombro que es a ellos, y no a los eruditos y exégetas que lo monopolizan, a quienes pertenece este libro sin el que no se entiende nada: la novela más divertida, más sabia, más noble, más insumisa, más emocionante y más limpia de que hay noticia.

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