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Tribuna:PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Tribuna
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SERIE ANTIMAZAPANES

Una observación de mi admirado Carlos Boyero, leída tardíamente en su sección A la parrilla de este periódico, condujo mis pasos hacia el edificio Virgin -que fue sede de la Ópera de Beirut-. A su lado se encuentra hoy la tumba provisional de Rafik Hariri y los escoltas que fallecieron en el mismo atentado; está en una gran jaima. Era uno de esos días otoñales de atardecida prematura que con tanta facilidad multiplican la melancolía. Una vez allí me dirigí a la sección de producciones televisivas y me apoderé, pagando una pasta, de las tres primeras temporadas (la cuarta aún no ha llegado a Líbano, o quizá no ha salido aún a la venta, y la quinta se emitirá en 2008) de The wire, hermosa serie que Carlos idolatra, con toda la razón, y que al parecer no merece atenciones por parte de las televisiones de las Españas peninsulares, cualesquiera que sean sus orígenes o propósitos.

Mal. muy mal. Hacía tiempo -Los Soprano aparte- que una serie no me absorbía hasta el punto de obligarme a ver sus episodios encadenándolos. Lo cual es de mucho agradecer en general, pero muy en especial cuando uno se encuentra en un país, Líbano, sin presidente y en una ciudad, Beirut, cuya escenografía recuerda demasiado el estado de emergencia, con militares a tutiplén. Lo irreal, pues, quedó aparcado (en la realidad) mientras la ficción (en el televisor) retomaba dimensión humana.

The wire (La escucha) reúne entretenimiento, inteligencia y ausencia de tópicos. No los hay, ni siquiera cuando aparece el detective McNutty (Dominic West), aquel bombonazo que hacía de profe en La sonrisa de Mona Lisa; ni siquiera cuando tocan las inevitables escenas de desastre matrimonial y de visita a los niños se desliza el guión hacia lo fácil y blandorro.

Pedazo de peliculón que dura horas y más horas y más horas, y cuyas imágenes ofrecen un punto Cassavetes (papá, claro), pero en color (un color que hace que lo olvides), con esos rostros de los que tampoco puede uno desprenderse cuando se va adentrando en la trama. Drogas y policías. Pequeños camellos, grandes políticos, corrupción, miseria humana y pequeñas grandezas no menos humanas, historias bien contadas, duras y absorbentes, fáciles de seguir si regresamos a los espectadores que fuimos antes de que nos indicaran cuándo hemos de reír, o de que las series que nos gustaron al principio retoñaran de tal forma que las actrices han podido rehincharse los labios en varias ocasiones.

Frente a las fórmulas, el buen hacer. Y una lista de actores cuyas jetas no nos resultan familiares, porque de lo que se trata es de que la serie parezca, más que interpretada, diría que habitada por absolutamente todo su cuadro de actores. Serie coral, transversal, pero de fondo fijo -objetivo, más bien-, denunciar la relación del tráfico de drogas con la corrupción de las autoridades de Baltimore. Imaginen que aquí pudiéramos hacer algo en relación con los imperios inmobiliarios que han brotado en ciertas costas; pero ni remotamente nos saldría tan cercano a lo magistral, y sin pedantería. Hay episodios cuyas secuencias rozan al espectador, le rodean, le obligan casi a oler la cotidianidad con que van desplegándose las diferentes tramas hasta deshacerse ante nosotros como ocurre con las vidas, con los momentos, con el tiempo y sus obras. No me quiero poner intensa porque The wire no merece que una entusiasta recién llegada como yo pueda desvirtuarla.

Diálogos interesantes, creíbles, nada que ver con esas tonterías de las autopsias, las huellas, los diagnósticos médicos o las ayudantes del fiscal pijas. Nada de lo que esperamos, de lo que se nos da masticado y revuelto. Aquí tenemos a hombres y mujeres, blancos y negros cuyos destinos se entrecruzan. Por decirlo claro y pronto: si en nuestro país sigue sin ponerse en tele alguna y si se pueden permitir el gasto, háganse con The wire como regalo navideño antimazapanes. Y si no se lo pueden costear y tienen amigos a quienes les gusta la alta calidad televisiva, hagan una colecta entre todos y admírenla por turnos. O juntos, qué demonios.

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