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Crítica:OIGO LO QUE VEO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Salazar en Oregón

Uno no es un bibliófilo empedernido y sólo busca en las librerías aquello que necesita. Sin embargo, la emoción ante lo inesperado se presenta, supongo, igual que lo hace cuando el que quiere tenerlo todo halla la única joya que le faltaba para coronar su prurito de erudición, su afán acaparador o su anhelo por poseer lo que uno de sus pares andaba buscando y quizá ya no vea nunca. Mi experiencia en ese terreno tuvo un momento de gloria cuando en una librería de Londres -esa de Cecil Court que trabaja la materia-, una mañana lluviosa de un mes de agosto, encontré algunos números originales de la revista Música, editada durante la Guerra Civil y luego publicada en facsímil por la Residencia de Estudiantes. Recuerdo que me temblaban las piernas y que lo primero que hice fue mirar tras de mí por si alguien quisiera arrebatarme ese tesoro que me iba a pertenecer casi como un regalo y que andaba revuelto, en las cajas dedicadas al saldo final, junto a viejos programas de conciertos y fatigadas partituras con reducciones para piano de las operetas de Gilbert y Sullivan.

Como el mundo es ancho y cada vez menos ajeno, acaba de sucederme casi otro tanto en la que presume de ser -y probablemente es- la librería más grande del planeta, Powell's, en la esquina de la 11 y Couch Street, en Portland, Oregón, nada menos. Powell's -una manzana entera dedicada a los libros nuevos y viejos de cualquier género-, y su clientela, parecen el desmentido más cabal a lo que se considera el inapelable triunfo del soporte electrónico sobre ese papel que aquí luce lustroso aunque amarillee por el uso. Y amarilla es la portada del ejemplar que tengo delante de mí de The Music of Time, traducción al inglés (W. W. Norton, Nueva York, 1946) de La música moderna: las corrientes directrices en el arte musical contemporáneo, de Adolfo Salazar, cuya primera edición apareciera en Buenos Aires en 1944. Es emocionante encontrar tan lejos -¿de dónde?- a este enorme crítico que fue Salazar, traducido, sí, pero él tal cual, brillante, polémico, valiente y sabio. El anterior propietario no quitó su exlibris de la segunda de cubierta y por eso sé que se llamaba Jacob Avshalomov y que vivía -doy por supuesto que ya ha muerto- en Fairview Boulevard, en una de las mejores zonas de la ciudad. Cuando compré en Londres mis ejemplares de Música, la imaginación me llevaba a pensar que pertenecerían a algún español trasterrado cuya biblioteca se aventó mal que bien al morirse. Ahora pienso cómo le pudo atraer el mejor crítico español de todos los tiempos -no sólo un gran musicólogo sino un excelente escritor, como dice la solapa- a este seguramente tan exiliado como él, antes o después. Y le debió interesar de veras lo que Salazar escribe, pues lo señala suave, cuidadosamente a lápiz, en los márgenes, como seguro de que va a guardar ese libro para siempre. Ahora es mío y nunca sabré por qué.

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