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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Sangre fácil

La frecuencia de las visitas de B-16 a esta tierra que tan espléndida anfitriona le resulta ha convertido mis puntuales e indignados artículos en un subgénero que supera el aburrimiento. Lo reconozco. Yo misma bostezo ante la idea de ponerme de nuevo a la labor de darles caña a él, a sus huestes juveniles -que inundarán de apestosas y castas hormonas nuestras farolas y parterres-, a los empresarios que contribuyen a pagarle el egotrip, a los Gobiernos autonómicos y municipales dispendiosos con el dinero público, al Gobierno central por lo mismo, e incluso al tiempo o clima si estos días que vienen no caen rayos y truenos y centellas, y el propio Zeus no se manifiesta en forma de madroño ardiente. Ah, me olvidaba del señor Rouco. ¿Lo ven? ¿Quién en su sano juicio, quién que no tenga el cerebro empapado, como es mi caso, se olvidaría del señor Rouco?

"No sé qué me pone más tensa, si B-16 o las lecciones de moral de Mario Conde"

Ocurre como con las series de vampiros jovenzuelos: acabas tan acostumbrada a que beban sangre, secuencia tras secuencia, que cualquier día llama a la puerta la hija del vecino para pedirte un tinto de verano de tu yugular y se lo ofreces. Sangre fácil. País fácil para toda clase de vampiros y chupacabras.

Últimamente ya ni me indigno. Es decir, que dentro de mi Indignación general, global y universal, ya no puedo elegir quién me pone más tensa, si B-16 a bordo de su propio automóvil -qué crudo contraste: un inmovilista metido dentro de algo que se mueve-, o Mario Conde dando públicamente lecciones de moral, economía y brillantina. Estoy como paralizada entre tantas y tantas opciones para alimentar mi bilis.

Pero el rencor -dijo un sabio- es un frasco de veneno que uno ingiere creyendo que quien va a morir es el otro. Así que fuera reconcomes y recibamos alegremente a quien viene a reñirnos y a reprimirnos. Quizá este año esté un poco más contento y nos dé un caramelín -aunque yo preferiría que me regalara la tiara deluxe y un guardia suizo-, porque en las últimas elecciones han ganado los suyos, y Don Tancredo Rajoy va por ahí con cara de vencer en las próximas, cosa que sin duda le susurrará al oído al colega del Vaticano en cuando tengan un vis a vis.

Documentándome para escribir este inevitable desahogo -sin embargo, sigo sintiendo los dientecillos sacros clavados en mi garganta-, he recurrido a la web oficial de las juveniles jornadas, que no les recomiendo ni aunque ninguno de ustedes sea diabético. La parte buena es que el Museo Thyssen dedicará una exposición especial al arte sacro. Ya saben, aquello que los grandes pintores tenían que plasmar en sus lienzos en los años de la Europa oscura -ensangrentada por cristianismos varios-, y en la España del nacionalcatolicismo triunfante y papista, porque sus únicos mecenas eran la Iglesia y los piadosos monarcas. Mira tú por dónde, gracias a esto, Tita va a poder ir al cielo -cuando le toque, que espero que sea tarde- con el barón dandi, con Tarzán y hasta con la pobre Chita. Menos mal que los grandes pintores eran capaces de superar el obstáculo, y de vez en cuando se sacaban de la paleta una samaritana dotada de potentes pectorales. El arte siempre ha intentado sobrevivir. Y ha solido lograrlo, claro que perdiendo por el camino mucho material en las hogueras.

Ante esta nueva irrupción de B-16 en nuestras vidas, intentaré contarles sucintamente cómo me siento. Hay una película de Blake Edwards, titulada 10, la mujer perfecta (1979), que contiene una secuencia en la que salgo yo. Está el protagonista conversando con un clérigo en casa de éste, y entra la sirvienta con la bandeja del té. La mujer tiene unos 120 años -o quizá 2011-, va encogida, está cegata, se carga el servicio con tazas y tetera; junto a la chimenea, un gran danés, con aspecto de haber pasado por todo, permanece atento. Cuando, por fin, la anciana inicia la retirada, la venerable se suelta un cuesco en estéreo que te hace saltar de la silla. De inmediato, el gran danés se larga, despavorido. "¿Y eso?", pregunta el protagonista. "Es que cada vez que la señora Kissell lanza una flatulencia, le pegamos al perro".

Así me siento yo. Como el perro. Huele mal y encima nos apalean. Indignémonos, pues.

www.marujatorres.com

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