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Crítica:Geoff Emerick y Howard Massey - El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación | LIBROS | MEMORIAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Secretos de cocina

Diego A. Manrique

Memorias. Hace poco, un productor español de larga trayectoria viajó a Nueva York en luna de miel. Allí, se le ocurrió visitar los estudios de grabación clásicos. Ningún problema, le dijeron. De hecho, estaban dispuestos a montarle lo que necesitara, incluyendo convocatorias a músicos de primera, literalmente de un día para otro. No tenían trabajo.

Los grandes estudios son víctimas colaterales de los cambios en el consumo cultural. Servicios caros, pierden la batalla ante los accesibles estudios caseros: en el mundo del MP3, la máxima calidad sonora no es un requisito. Por consiguiente, están desapareciendo. Hablamos de una artesanía altamente especializada, sustentada sobre una convergencia de vectores: equipamiento, savoir faire y espacio. Dado que algunos tenían localización céntrica, atraen la codicia inmobiliaria. En 2010, supimos que Abbey Road, los estudios más famosos del mundo, podían transformarse en apartamentos de lujo. El escándalo consiguiente paró a su propietario, EMI.

El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación

Geoff Emerick y Howard Massey

Prólogo de Elvis Costello

Traducción de Ricard Gil

Ediciones Urano. Barcelona, 2011

412 páginas. 21 euros

El grueso de El sonido de los Beatles transcurre en aquel discreto caserón londinense. Geoff Emerick tuvo silla de pista en la más deslumbrante historia musical de los sesenta: ganó dos premios Grammy por ejercer de ingeniero de sonido de los Beatles (más otro por su trabajo con Wings y un cuarto por el conjunto de sus aportaciones técnicas). Emerick se sentó detrás de la mesa de grabación en sus elepés más audaces: de Revolver (1966) a Abbey Road (1969).

Emerick desmitifica lo que significaba un puesto en Abbey Road. Entró allí gracias a la gestión rutinaria de un orientador profesional ante EMI. Conviene recordar que aquella empresa era casi tan tradicionalista como el Palacio de Buckingham. Los técnicos estaban obligados a llevar batas y la pirámide laboral resultaba asfixiante. Abundaban los jefes excéntricos o dictatoriales. En 1968, el director del estudio cortaba la electricidad para echar a Pink Floyd: los horarios eran sagrados (y las horas nocturnas se pagaban extra).

Los Beatles cambiaron todo: como motor de EMI, imponían su propio ritmo. Sin embargo, a pesar del prestigio y las horas extra, algunos empleados preferían no trabajar con ellos. Los de Liverpool marcaban las distancias con la mano de obra: no solían compartir comida, bebida o confidencias. Al gozar de permiso para investigar, sus sesiones podían ser "absolutamente exasperantes". Y el clima, según se deterioraban las relaciones internas, se hizo irrespirable.

Sabiendo que Emerick no escribía un diario, cabe suponer que algunos de sus "recuerdos" han sido adquiridos a posteriori. Pero fue testigo-víctima de las tensiones creativas en aquellas jornadas. Sin menospreciar la aportación musical de George Martin, el productor queda retratado como un equilibrista poco solidario. Ejerce sus privilegios jerárquicos y no renuncia a su taburete, simbólicamente más alto que los asientos de los Beatles.

Respecto a estos, lo que imaginábamos: John Lennon empuja hacia la experimentación, aunque sus ideas no sean prácticas (cantar mientras se balancea colgado del techo) o le cueste verbalizarlas. Emerick le atribuye una de las cuñas que romperían a los Beatles, cuando otorga voz a Yoko Ono -hasta entonces, ajena a la música pop- en las discusiones clave. Intenten visualizar a Yoko convaleciente de un accidente automovilístico, instalada durante semanas en una cama en pleno estudio, recibiendo a sus amigos y con un micro conectado al cuarto de control, para poder lanzar sus opiniones sobre lo que se está tocando.

Se certifica la santa paciencia de George Harrison y Ringo Starr, ninguneados por los jefes del cotarro. A su modo, se desquitan cuando la acción salta al estudio de Apple en Savile Row. Allí Harrison se convierte en un señor hasta grosero, que interrumpe conversaciones para recitar plegarias. Y Ringo, el sensato Ringo, destroza literalmente el edificio por el capricho de construir un anexo para grabar bandas sonoras.

Obviamente, Emerick es un "hombre de McCartney" en más de un sentido. Sitúa en Sgt. Pepper el ascenso de Paul a productor de facto del grupo: George Martin lleva mal el horario nocturno y tiende a adormilarse. McCartney es un perfeccionista. Y tiene suficiente diplomacia para salir pimpante de situaciones complejas, como la tragicómica estancia en Lagos, para grabar el álbum cumbre de Wings, Band on the run.

En Nigeria, comprendemos el neocolonialismo de las multinacionales. Teóricamente, los estudios de EMI en todo el mundo estaban estandarizados. En realidad, Lagos usaba material obsoleto, procedente de Abbey Road. Que tampoco era el estudio puntero del planeta. Incluso en 1970, un Phil Spector, habituado a la tecnología estadounidense, echaba pestes de Abbey Road. El mismo Emerick enumera sus deficiencias arquitectónicas y su ambiente espartano.

Con todo, aquello funcionaba. Hoy parece inconcebible que Sgt. Pepper, la obra más fantasiosa de 1967, se grabara en cuatro pistas: glorioso testimonio de la laboriosidad, la limpieza, la chispa de unos técnicos al servicio de creadores pletóricos. Una experiencia, un espíritu, unos conocimientos que se irán extinguiendo según cierran los grandes estudios.

Imagen de The Beatles tomada en la casa de Reginald Owen en Bel Air.
Imagen de The Beatles tomada en la casa de Reginald Owen en Bel Air.CAT'S COLLECTION / CORBIS

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