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IDA Y VUELTA
Columna
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Segundas partes

Antes de lo que pensaba ha terminado mi experimento de lectura, quizás porque el ritmo de la narración se va acelerando en los últimos capítulos del Quijote, como si Cervantes hubiera tenido prisa por llegar al final: la prisa del novelista que lleva demasiado tiempo atado a la misma historia, a la vez fatigado y embebido por ella, y cuando calcula que está acercándose al desenlace nota la proximidad del alivio de no tener que seguir escribiendo y también la anticipada congoja de una despedida que va a ser para siempre. La pesadumbre de los episodios finales es la de don Quijote que ha sido vencido y se desploma en la vejez y la de un escritor que siente el peso de la suya, porque va a cumplir sesenta y ocho años y es por lo tanto un anciano, en una época en la que la vida humana es mucho más corta que ahora y más vulnerable al deterioro de las enfermedades. Las referencias al paso del tiempo son continuas: "sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento", dice el apócrifo Cide Hamete Benengeli, "filósofo mahomético", y unas páginas más tarde es la propia voz del autor la que arranca así el capítulo final: "Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres...".

Leyendo el 'Quijote' me he dado cuenta de esa dimensión temporal, que convierte a la novela casi en un registro geológico de las etapas en la escritura y en la sensibilidad de Cervantes
En la segunda parte apenas cede a la tentación de lo fantasioso y lo romántico, pero no quiere decir que esa posibilidad de la literatura ya no le importara

La despedida es más tajante porque esta historia que ahora acaba ha durado de un modo u otro en la imaginación y en el trabajo del novelista unos veinte años. Leyendo esta vez el Quijote me he dado cuenta de esa dimensión temporal, que convierte a la novela casi en un registro geológico de las etapas en la escritura y en la sensibilidad de Cervantes, de su concepción de la literatura y su trato con ella. El hombre que empezó a escribir en torno a los cincuenta años no es el mismo que tiene ya casi setenta. Aquél tenía más cercana la existencia aventurera, infortunada y fantasiosa de la juventud, el resplandor de las batallas en el mar y la duración sin esperanza del cautiverio en Argel, la euforia de la liberación, el desgaste lento de los oficios indecorosos y el trabajo literario sin fruto, la vida en los caminos, siempre de un lado para otro, el refugio de escribir y leer. El hombre viejo de ahora probablemente no sale de las calles estrechas y sucias de Madrid, y se ha resignado a una extraña forma de éxito que no lo salva de la pobreza ni de la oscuridad, al contrario que su vecino Lope de Vega, hacia el que siente por igual admiración y resentimiento, porque Lope ha triunfado en el teatro y en la poesía y él no.

Pero el Cervantes viejo, como señala Martín de Riquer, no ha perdido el sentido del humor ni el gusto de contar, ni la fascinación por las vidas y las hablas. La comicidad de la segunda parte es menos escatológica que la de la primera, pero no menos efectiva, si bien el relato de las burlas continuas que sufren don Quijote y Sancho tiene ahora el contrapunto de la abierta crítica a los burladores. Quizás los años han vuelto a Cervantes más sensible a la brutalidad de la burla española, que se ceba con tanta frecuencia en los débiles y en los inocentes. "No son burlas las que duelen", dice con severidad, "ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de terceros". Una caterva de criados guasones asalta a Sancho en mitad de la noche, en su palacio de falso gobernador de la Ínsula Barataria, fingiendo una invasión de enemigos, y Sancho cae al suelo muerto de miedo y es pisoteado y golpeado: "y no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna". Después de tantos episodios de aparatosos engaños barrocos escenificados en el palacio de los duques, inopinadamente hay un cambio de tono, como una ocurrencia sobrevenida que Cervantes decide no tachar: "Y dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los burlados y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos".

En la primera parte el relato de la vida se interrumpe a cada paso por la irrupción de la literatura. En el relato de la vida no hay lugar para el heroísmo ni para lo extraordinario, y el lenguaje se confunde con el habla o con una rápida llaneza de estilo que es la taquigrafía que permite apresar el flujo desordenado y veloz de las cosas; en la literatura los personajes son excepcionales o heroicos, los acontecimientos misteriosos y con frecuencia fantásticos, los finales sorprendentes, el lenguaje rico y elevado, libre de las improvisaciones y las impurezas del habla. Para Cervantes, literatura en prosa son los libros de caballerías, las novelas pastoriles, los melodramas de enamoramientos y viajes prodigiosos, de azares sorprendentes que vuelven a reunir a amantes o a padres e hijos separados durante mucho tiempo. Su originalidad no es haber superado estas convenciones para convertir en literatura la vida común: es encontrar la manera de contarla y a la vez indagar el lugar que la ficción ocupa en la vida, la tensión permanente entre la experiencia y la narración o la representación, entre la necesidad humana de ver las cosas como son y la otra necesidad no menos perentoria de descansar de lo real evadiéndose unas veces de su monotonía y otras de su desorden. En la segunda parte Cervantes apenas cede a la tentación de lo fantasioso y lo romántico, pero eso no quiere decir que esa posibilidad de la literatura ya no le importara: lo último que escribió en su vida, literalmente a un paso de la muerte, fue el prólogo de Persiles y Sigismunda, que para nosotros es un libro exótico y muy poco accesible, pero que él consideraba su obra maestra, quizás porque al escribirlo había podido desplegar todas las facultades de su imaginación y todo el lujo de su potencia expresiva: los personajes heroicos con nombres extravagantes, las geografías inusitadas, las aventuras y los encuentros milagrosos que son motivos de parodia en el Quijote, en el Persiles, que se escribiría casi al mismo tiempo, están contados perfectamente en serio. Como tantos innovadores, Cervantes conocía y amaba hondamente la tradición que su propia originalidad iba a volver anacrónica. Su parodia es más eficaz porque lo que él mismo escarnece está muy cercano a su corazón.

Quien ha amado tanto los engaños de la literatura no accede a engañarse nunca sobre lo real. La falacia sentimental, tan literaria, la corta siempre Cervantes de un tajo. Don Quijote va a morirse y todos lo lloran, "pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto". De esa frase sí que me acordaba bien, pero no por eso ha dejado una vez más de herirme, quebrando el consuelo de la literatura con el sarcasmo de lo real.

Página web de Antonio Muñoz Molina www.antoniomuñozmolina.es

Grabado de Gustavo Doré donde se ve a Don Quijote en el lecho de muerte.
Grabado de Gustavo Doré donde se ve a Don Quijote en el lecho de muerte.

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