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Reportaje:PENSAMIENTO

¡Sor-pre-sa!

El día de nuestro cumpleaños un amigo que actúa de gancho, sirviéndose de engaños y martingalas, nos conduce a la hora convenida a su casa o a la nuestra y allí otros amigos, concertados con el primero, abren de repente las puertas correderas o salen de su escondite en el salón y corean al unísono: "¡Sor-pre-sa!". Lugares y rostros son quizá los mismos de siempre, pero en ese momento lo percibimos todo con una teatralidad que rompe su habitual apariencia. Suele decirse que la curiosidad es el origen del conocimiento; puede que lo sea del científico, pero en el origen de la cultura se halla, a mi juicio, este efecto de estupefacción ante lo natural. ¿A qué podríamos comparar la actitud del hombre verdaderamente cultivado? Al extrañamiento que a veces nos produce la visión de nuestro propio brazo.

¿Qué es ser un hombre culto? Sólo una cuestión de detalles. Todo lo demás, como dice Verlaine, es literatura

A los ojos del hombre sin cultura -sea o no hombre de vastas lecturas- cuanto le rodea disfruta de la seguridad, evidencia, sencillez y neutralidad de los hechos de la naturaleza. De igual manera que los planetas avanzan por sus órbitas, el mundo es para él un conjunto de actos regulares y previsibles, intemporales en su incuestionada validez. Lo que hace de él un yo, el entorno en que vive, las ideas que se le transmiten, el conjunto de creencias latentes en las que flota, las pulsiones, afectos y deseos que alberga, las fuentes de su placer y su dicha, las costumbres que le sostienen, las instituciones que rigen su ciudadanía, el régimen político que le gobierna, los ideales que movilizan sus emociones: todo ello es, para el hombre sin cultura -tenga o no título universitario- un mero datum, algo que está ahí, siempre lo ha estado y siempre lo estará.

Hay días que contemplamos nuestro brazo extendiéndose por nuestro campo de visión y nos desasosiega ese remo de nuestra anatomía. ¿Qué hace eso ahí? Algo semejante nos sucede cuando empezamos a comprender que la imagen del mundo dominante en una cultura, que se nos presenta con la estabilidad, regularidad y fijeza de un hecho de la naturaleza, dotado de una objetividad autónoma y trascendente al hombre, es en realidad una criatura, un "constructo" contingente de ese mismo hombre. Ese hallazgo le produce un estremecimiento no inferior al que sacudió a Jim Carrey cuando, en El show de Truman, vislumbró, por una pluralidad de indicios, la artificialidad del universo que habitaba, convertido en estudio de televisión. El axioma cultural por antonomasia rezaría como una perífrasis de la famosa sentencia de Ortega: la cultura no tiene naturaleza sino historia. En cuanto entidades simbólicas, no somos hijos biológicos de la madre naturaleza sino padres adoptivos de la cultura que producimos y cuando descubrimos esta paternidad imprevista, sentimos una extrañeza pareja a la que a veces nos suscita nuestro propio cuerpo.

Y así como la paternidad biológica puede ser deseada o no mientras que la adoptiva lo es siempre, así también nosotros, tras superar la perplejidad inicial, podemos elegir gozosamente la cultura de nuestro tiempo como resultado de una decisión meditada, y no por forzada necesidad. Caigo en la cuenta de que todo lo que soy, pienso y siento, y todo cuanto existe en la realidad, está históricamente mediado. Tener cultura no es saber mucha historia sino un negocio más sutil: tener conciencia histórica, lo que es una forma de autoconocimiento. No es lo mismo almacenar datos del pasado que ser consciente de la historicidad de lo humano, aunque a veces lo primero lleva a lo segundo.

Una conciencia histórica de estas características presenta tres ventajas:

La primera permite asombrarse por los increíbles logros conseguidos por la humanidad haciéndose cargo de los sufrimientos y el esfuerzo colectivo que han requerido. Así podemos, por ejemplo, admirarnos de que sólo en tiempo reciente el hombre haya consentido en renunciar mayoritariamente a la venganza privada y, cuando sufre un daño que estima injusto, en delegar en un tercero la determinación de la culpa y la administración del castigo, en lugar de tomarse la justicia por su mano. Ídem de lienzo respecto a la dignidad del hombre, el reconocimiento de la libertad individual, la protección del Estado social o la alternancia democrática. El inculto -sea o no intelectual reconocido y creador de opinión pública- descuenta estas conquistas, como un niño mal criado, y quizá hasta las desdeña, aburrido. Quien sabe que las sociedades antiguas, por estar privadas de ellas, fueron moralmente peores en este aspecto a las modernas llega a comprender que es un prodigio civilizatorio que la comunidad actual haya logrado ponerse colectivamente de acuerdo en principios o costumbres como los mencionados.

En segundo lugar, ese hombre puede temerse que, si no se cuidan estos grandes avances morales de la civilización, quizá se malogren en el futuro, arruinando los sacrificios que costaron. Por tanto, el hombre cultivado estará inclinado a mantenerse siempre alerta en una especie de estado de ánimo escatológico previendo los peligros que acechan, pues la suya es una mirada de madurez que anticipa el carácter precario, vulnerable y reversible de todo lo humano, y al ser sensible a la fragilidad del progreso moral, se dejará más fácilmente involucrar en su activa defensa.

Y, por último, si la cultura descansa sobre fundamentos contingentes, sus contenidos son por eso mismo susceptibles de discusión y, cuando procede, de refutación, revisión y abandono. La conciencia histórica, por consiguiente, conduce por fuerza a una conciencia crítica, autónoma y razonadora, que discrimina, en lo presente, aquello que merece conservarse de aquello que debe reformarse.

¿Qué es, pues, ser un hombre culto? Sólo una cuestión de detalles: sorprender la artificialidad del mundo, cultivar la conciencia histórica y crítica, y comprometerse en la continuidad de lo humano. Todo lo demás, como dice Verlaine, es literatura: "Car nous voulons la nuance encore / Pas la couleur, rien que la nuance. / Et tout le reste es littérature".

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