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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Spregelburd, más por su dinero

Marcos Ordóñez

Se llama Todo pero es una de las obras más breves de Rafael Spregelburd: dos horas y tres episodios que van de lo (aparentemente) banal a lo (repentinamente) sagrado. Spregelburd no defiende tesis ni vende certezas. "La obra se llama así", escribe, "porque cualquier explicación es un todo que contiene subconjuntos que la contradicen". En el primer episodio, Burocracia, una pavana sarcástica que podría haber firmado Botho Strauss, un grupo de funcionarios se toman por dioses menores, responsables del orden secreto del mundo. Durante un buen rato contemplamos sus hilarantes rituales, sus minúsculas o gigantescas intrigas. Alguien habla de una misteriosa serie de incendios súbitos en otras oficinas. De repente, la cadena de compras y ventas de una chaqueta de segunda mano lleva a la alegre (o trágica) quema de 50 euros. Y ya se sabe que se empieza quemando dinero y se acaba quemando documentos públicos, edificios enteros. Spregelburd trabaja con afloraciones esquinadas, imprevisibles; con paréntesis que se abren como cepos o lagunas. En Todo, el paréntesis (continuo, hipnótico, riquísimo) corresponde a la voz en off, una figura habitual en el cine pero escasa en teatro: este es uno de los grandes hallazgos, de los grandes atrevimientos de esta función. De algún modo estamos ante una gozosa serpiente que se muerde la cola. El director de cine Mariano Llinás vio La estupidez, de Spregelburd, y ese fue el detonante para su no menos monumental Historias extraordinarias, cimentada en un poderosísimo juego con el off. Tres años después llega Todo, que parece fecundada por el espíritu y la manera de Llinás: como en su película, tres voces omniscientes evocan hechos anteriores, trazan paralelos míticos, rastrean deseos ocultos, dudan o completan lo mostrado. Spregelburd es un formidable escritor, pero aquí se ha superado: de la fricción entre lo escénico y lo narrado brotan centellas deslumbrantes. Negocio, el segundo episodio, es una farsa nihilista que podría haber firmado el Tom Stoppard de Jumpers. La acción transcurre durante una cena navideña. Reaparecen personajes conocidos: una de las oficinistas del primer episodio, recién divorciada de un profesor hegeliano que sólo piensa en seducir a sus alumnas, y su jefe, locamente enamorado del hijo de ambos, un adolescente que no sale de su habitación. Llegan el hermano de la esposa, un joven artista moderno que se define como neoconceptual, y su novia, una extraña criatura disfrazada de punki coreana. Años atrás, el artista moderno saltó a la fama con una performance en la Bienal Jóvenes para la Democracia, donde quemó los libros de filosofía de su cuñado, y no tardará en convertir en nueva materia artística, altamente subvencionada, la quema de billetes de los funcionarios. El lenguaje como máscara y el leitmotiv del fuego son dos de los motores del relato. El artista moderno no suelta las sinsorgadas de rigor sino todo lo contrario, un análisis posmarxista de una impecable lucidez; del mismo modo, descubrimos que la voz narradora que describe con precisión quirúrgica todo lo que sucede pertenece a la punki que se dirige a los demás en un lenguaje onomatopéyico. Nadie habla realmente con nadie, no hay debate posible entre el artista moderno y el profesor hegeliano porque éste sólo piensa en correr a los brazos de su última, joven, breve conquista. "Al día siguiente", dice la narradora, "todo continuará igual". Es el episodio más amargo, retrato de un mundo que ha saltado por los aires pero donde siguen intactos los antiguos nombres (arte, amor, libertad, trabajo) para mejor comerciar con ellos.

Es un formidable escritor, pero aquí se ha superado: de la fricción entre lo escénico y lo narrado brotan centellas deslumbrantes

El tercer cuadro, Superstición, supone un giro absoluto: versa sobre la fe y lo podría haber firmado el Kiéslowski del Decálogo. Comienza con una idea gloriosa, digna del Buñuel de Nazarín: Dios puede encarnarse en una loca que habla a través de una marioneta y desballesta, en una feria del libro infantil, al exitoso autor de La vaca opaca. Esa misma noche, durante una feroz tormenta, el escritor llega a su casa, acompañado por su editora, y encuentra a su mujer obsesionada, como siempre, por la salud del bebé: ni siquiera se atreve a llamarle por su nombre por miedo a que muera. Hay un médico y un misterioso visitante mudo, al que pertenece la voz en off: su minuciosa descripción de las plagas de Egipto va creando, por contrapunto, un clima de terror creciente. Cada uno decidirá si el visitante es Dios o la muerte, ese subconjunto de Dios. El médico certifica que no hay peligro, pero tan pronto se va el niño empeora. Para salvarle, la mujer decide llevar a cabo un acto de fe. El escritor considera que eso es una pura y simple superstición, un ritual primitivo, terrible, inútil. Y en ese momento yo debo callar, y aplaudir a los actores, y aplaudir a Spregelburd. Todo fue un encargo de la Schaubühne de Berlín. Allí lo estrenó su compañía, El Patrón Vázquez, en 2009. Al año siguiente la presentaron en el Beckett Teatro de Buenos Aires. En el Lliure se ha visto la versión catalana, óptima, de Marc Rosich, dirigida por el propio autor, a cargo de Mentidera Teatre, el estupendo grupo que hará dos temporadas ya nos regaló otra obra suya, Lúcido, esta vez en coproducción con El Canal (Centro de Artes Escénicas de Salt). Ellos son Cristina Cerviá, Toni Gomila, David Planas, Albert Prat y Meritxell Yanes, interpretan a los 15 personajes de la obra y se merecen los mayores elogios. Única pega: quizás les falte un poco más de velocidad en el primer episodio. Y única pega para la dirección de Spregelburd: el final de Superstición no acaba, a mi juicio, de quedar claro. Lo está en el texto, pero no en escena. Es una lástima grande (no: una vergüenza) que Todo sólo haya estado cinco días en el Lliure de Gràcia. Quizás esto no hubiera sucedido de existir todavía el Espai Lliure. Otra recomendación: no dejen de aplaudir los trabajos de Silvia Bel, Carles Martínez y Diana Torné en Un mes en el campo, de Turgueniev (hasta el 10 de abril), que Josep Maria Mestres ha dirigido en el Nacional catalán. En breve me explayo.

Toni Gomila, David Planas y Meritxell Yanes, en una escena de <i>Todo,</i> de Rafael Spregelburd.
Toni Gomila, David Planas y Meritxell Yanes, en una escena de Todo, de Rafael Spregelburd.Aniol Resclosa

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