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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Subir y bajar

Rosa Montero

En este país, como en todas partes, nos gustan una barbaridad los triunfadores. Nos encantan las personas capaces de rozar el paraíso y disfrutamos paladeando sus momentos de gloria, que son más deliciosos cuanto más vertiginosos e inesperados. Como sucedió, por ejemplo, en el famoso caso de Susan Boyle, la concursante extravagante y feota de ese programa de la televisión inglesa. De hecho, en este país nos gusta tantísimo ver triunfar a la gente que sólo existe algo que nos guste aún más: verla fracasar. Sobre todo si quien fracasa es la misma persona que ha tenido antes un clamoroso éxito.

Ah, ver cómo a un triunfador se lo come la tiña y cómo se hunde en la más negra miseria es algo que nos complace hasta el delirio. Nos regodea tanto que siempre estamos ansiosos de colgar la etiqueta de la derrota en los hombros del primer triunfador que trastabille un poco. Por ejemplo, Nadal. Este chico asombroso, número uno del mundo y un fuera de serie colosal, tuvo la ocurrencia de perder un partido después de tropecientos victoriosos. Y ha bastado con quedar eliminado del Roland Garros para que la gente empiece a decir que está acabado. Tiene sólo 23 años, se encuentra en lo más alto y era literalmente imposible que siguiera venciendo en todos y cada uno de sus encuentros, pero estas consideraciones obvias y elementales se las pasa el personal por las narices. Lo que quiere ver la gente es un drama vistoso. Como lo de la pobre Boyle: primero, el subidón del triunfo y la fama, y a continuación, sin tener que esperar casi nada para el desenlace, todo seguido, como en una serie de televisión sólo brevemente interrumpida por el bloque publicitario, zas, el bofetón, la humillación, la caída, el opíparo escándalo del internamiento de Susan en un psiquiátrico. No se puede subir más alto y bajar más bajo más deprisa. Y delante de media Humanidad. El personal se ha relamido de gusto.

"Sólo existe algo que nos guste aún más que ver triunfar a la gente: verla fracasar"

Supongo que la presión hacia el éxito y el miedo al fracaso han formado siempre parte de la condición humana. Pero tengo la sensación de que antes, en el siglo XIX o en la primera mitad del siglo XX, por ejemplo, triunfar o perder eran empresas de recorrido lento. Es ahora, con la sociedad de la imagen y la inmediatez microelectrónica, cuando la realidad se ha acelerado hasta el paroxismo, y subimos y bajamos en la estima de los demás y en nuestra propia estima como si nos hubiéramos montado en una montaña rusa. Los buenos escritores de antaño hacían grandes libros sobre el veneno del éxito y la tragedia del fracaso, y eran pausadas historias de prolongado alcance, peripecias capaces de abarcar vidas enteras, como en Rojo y negro, de Stendhal, o El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Pero hoy, en vez de Soreles y Gatsbys, que son los protagonistas de las dos novelas, tenemos a los concursantes de los programas basura subiendo y bajando a velocidades supersónicas por sus quince minutos de fama mentirosa. Con ese material no hay quien se escriba un novelón.

Esta banalización de la derrota es un fenómeno mundial, pero se diría que en España la cosa empeora por lo mucho que disfrutamos con la desgracia ajena, un vicio que creo que practicamos más que en otros países, como si arrastráramos desde el principio de los tiempos un exceso de envidia. Por eso somos capaces de decir que Nadal ha comenzado su caída (lo he leído tal cual) con sólo perder Roland Garros, y por eso la convivencia nacional resulta tan incómoda, con el personal siempre a la espera de que todos se den el gran batacazo. Cuando en realidad la vida, la verdadera vida, no es así.

De hecho, no creo que pueda haber un éxito global ni un fracaso absoluto. Nadie triunfa en todo ni falla en todo. La existencia es un cúmulo infinito de matices; podemos tener un sonoro acierto profesional y estar al mismo tiempo afectivamente rotos por dentro, o viceversa. Y, además, todo es mudable, todo es relativo. El éxito no es un lugar en el que uno se instale, como tampoco lo es el fracaso. Más bien subimos y bajamos moderada y ambiguamente todo el rato. Navegamos por la vida al cambiante ritmo de las olas. Los cien españoles que hoy llenan este suplemento con la peripecia de sus vidas no pueden dividirse entre triunfadores y fracasados. Y ni siquiera la crisis es un punto final, sólo una ola más grande. Que también se navegará y se pasará. El mejor antídoto contra la opresión del éxito y del fracaso es saber que en realidad no existen.

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