_
_
_
_
_
PALOS DE CIEGO

TODO ERAN CAMPOS

Javier Cercas

1

Un amigo me dijo hace unos meses que uno se hace viejo el día en que va con alguien por una calle de su ciudad y señala a su alrededor diciendo: "¿Ves eso? Pues todo eso eran campos". Otro amigo, arquitecto, me dijo poco después: "Desde 1980 hasta ahora se han construido más edificios que desde la prehistoria hasta 1980". No sé si lo anterior es cierto, pero, si lo es, entonces también es cierto que todos envejecemos cada vez más pronto; las estadísticas dicen que morimos cada vez más tarde, pero la realidad es que envejecemos cada vez más pronto, porque desaparece cada vez más pronto el paisaje de nuestra infancia. Esto es paradójico: según lamentan los filósofos, vivimos tiempos de apoteosis juvenil, tiempos en que la juventud se ha convertido en un valor en sí mismo -algunos dicen que se ha convertido en el único valor- y en que nadie quiere ya ser viejo, ni siquiera los viejos de verdad, que casi consideran un insulto que se les siga llamando viejos. Los filósofos tienen razón, aunque no estoy seguro de que haya mucho que lamentar: al fin y al cabo, ser joven es lo mejor que le puede pasar a cualquiera, y ser viejo no es más que una putada irremediable; no es que sea a la fuerza vergonzoso o humillante: tarde o temprano acaba siéndolo, me temo, pero mientras tanto muchos valientes aprenden a disfrutar de la vejez; de hecho, es incluso posible reivindicar razonablemente su alegría, aunque sólo como puede reivindicarse la alegría de la muerte o como Walt Whitman reivindicaba la alegría de la muerte o como aquel héroe sobrenatural que inventó Walt Whitman y que se llamaba Walt Whitman reivindicaba en sus poemas la alegría de la muerte: por amor a la vida, porque la muerte es una parte de la vida; o, para ser más preciso, porque la muerte es el verdadero sentido de la vida.

2

A mí me parece que el peor vicio de los filósofos -o simplemente de eso que algunos llaman intelectuales- consiste en empeñarse en ser interesantes. Yo debo de estar muy anticuado, porque sigo pensando que la filosofía no sirve para disentir del discurso dominante, sino sólo para decir la verdad, y la verdad no siempre es interesante. Decir que todos los hombres buscan la felicidad es aburrido y poco original, porque los filósofos llevan diciéndolo por lo menos desde Aristóteles, pero tiene la ventaja de ser cierto; reivindicar la infelicidad, la enfermedad y la vejez, como hace ahora el filósofo alemán Boris Groys para disentir del discurso dominante de la apoteosis juvenil -no por la alegría de que esas tres tristes cosas formen parte de la vida-, es desde luego original, pero tiene la desventaja de ser una tontería incapaz de sobrevivir al contraste de la experiencia personal: como todo el mundo, cuando yo tenía 18 años era un príncipe sin miedo; como todo el mundo, ahora que tengo 46 no soy más que un mendigo que, como decía el filósofo Cioran, apenas está aprendiendo a convertir sus terrores en sarcasmos.

3

Este verano, dos días después de la muerte de mi padre, di un paseo con mi hijo por el paisaje de mi infancia. Al salir de casa, a la derecha, había una sucesión de edificios casi idénticos. "¿Ves eso?", estuve a punto de decir. "Pues todo eso eran campos". Pero no dije nada y, en vez de caminar hacia la derecha, caminamos hacia la izquierda, hacia un gran parque poblado de plátanos donde hace treinta años yo jugaba con los chavales de mi barrio; el parque seguía allí, pero todo lo que había en él había cambiado: el pabellón destartalado donde jugábamos al balonmano era ahora un moderno auditorio; el club donde jugábamos al tenis y nos bañábamos en verano era un montón de cascotes; el estadio de atletismo donde jugábamos a las Olimpiadas era un prado invadido por la hierba. Le hablé a mi hijo de los chavales de mi barrio y él me preguntó por la muerte de mi padre. Como no soy un héroe sobrenatural, ni siquiera un filósofo, no le hablé de la alegría de la muerte ni de que la muerte tiene un sentido, porque aquel día yo no le veía ninguno, y la verdad es que sigo sin vérselo. Para no contestar eché a andar por la hierba del antiguo estadio de atletismo, y mientras lo hacía algo llamó la atención de mi hijo en un extremo del prado; nos acercamos: era la silueta en hierro, de tamaño natural, de un lanzador de jabalina; la base era de piedra, y en ella estaba grabada una leyenda en catalán: "A los viejos atletas del grupo, en recuerdo del antiguo estadio del GEIEG en La Devesa. 1944-1995". De pie frente al lanzador de jabalina, tuve un instante de debilidad, durante el cual pensé que el monumento parecía un cenotafio erigido a la memoria de los soldados muertos en una guerra olvidada; también pensé que si hubieran grabado en el cenotafio los nombres de los caídos, según es costumbre en esa clase de monumentos, mi nombre habría figurado entre ellos junto al de los chavales de mi barrio; también pensé en mi padre muerto y en que mi hijo tenía la edad que yo tenía cuando jugaba allí a las Olimpiadas y en que yo tenía la edad que tenía entonces mi padre; también pensé que mi hijo todavía no era un joven y que yo ya era un viejo. Luego, pasado ese mal momento, dimos media vuelta y continuamos nuestro paseo, pero ya no recuerdo hacia dónde.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_