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Reportaje:PENSAMIENTO

Terrores infantiles

No creo que estuviera en la intención de Menéndez Pelayo, al escribir la Historia de los heterodoxos españoles, aportar un testimonio incontrovertible sobre la variedad y riqueza, realmente sugestivas, de la heterodoxia crecida en nuestro suelo desde la época romana. Sus semblanzas están trazadas con estilo tan infalible -el más elegante de su tiempo, a mi juicio, con el de Juan Valera, con quien correspondió un sostenido y sabroso epistolario- que ese friso de personalidades excéntricas seducen por entero al lector, el cual queda sospechando si esa tradición oficiosa de nuestra cultura, desde Prisciliano a Blanco White, no será la mejor parte de ella.

El final del capítulo dedicado a Blanco estudia su poesía escrita en inglés. Figura entre sus versos ingleses un soneto "famosísimo" -el que empieza "Mysterious Night!"-, que Coleridge tenía por una de las cosas más delicadas que hay en lengua inglesa y que los eruditos británicos "dan la palma entre todos los sonetos de su lengua", a salvo los de Shakespeare. Dice Menéndez Pelayo que "la idea capital del soneto de Blanco es hermosa y poética sobre toda ponderación". Evoca el terror que se apodera de Adán cuando en el Paraíso se pone el sol por primera vez; carece de experiencia de un fenómeno natural semejante y, al contemplar la oscuridad que se extiende por el Edén, angustiado, teme ser testigo del fin del mundo.

Una vez rebajadas las expectativas excesivas, el mundo empieza a ser un lugar parcialmente gobernable, pasablemente soportable

También el niño es presa a menudo de terrores infantiles. A Adán un plácido atardecer le parece señal de una catástrofe cósmica, mientras que el niño sufre ante la amenaza, que imagina verosímil, de que un dragón de humeantes hocicos entre por su ventana, le arrebate de la cunita con sus garras y se lo lleve volando a regiones desconocidas. Adán y el niño -la infancia de la humanidad y la del hombre- carecen por igual de experiencia de la vida.

El hombre hace experiencias, acumula muchas a lo largo de su existencia, pero en rigor solo tiene una fundamental: la experiencia de la vida. De ella emana un saber sobre el mundo en su íntima estructura y sobre el surtido de posibilidades reales que le ofrece entre su nacimiento y su muerte. Una cosa es haber conocido muchos países remotos, gozado muchas mujeres, consumido toxicidades, vivido los excesos de la noche y probado aventuras innumerables (experiencias en plural), y otra muy distinta tener experiencia de la vida (en singular), que puede adquirirse, por así decirlo, sentado en un sillón de orejas. La experiencia de la vida enseña a quien la posee que no todo lo pensable es hacedero en este mundo y que existe una raya que separa lo posible de lo que no lo es o lo es muy remotamente. Así, que un dragón se asome a mi ventana con torcidas intenciones es imposible, y que las tornasoladas luces del crepúsculo anuncien el fin del mundo, muy poco probable. Supongamos que un extraterrestre libre de previas asunciones preguntara a uno de nosotros cómo es, en general, la vida que vivimos. Tendríamos que explicarle cosas fundamentales sobre la configuración efectiva de la realidad: los deseos humanos, las negatividades que se resisten a satisfacerlos, el paso del tiempo, la muerte, etcétera. Quien adquiere experiencia de la vida conoce el marco general de estas condiciones estructurales que afectan a todo hombre y aprende a neutralizar la incertidumbre, potencialmente terrible, de la vida por la vía de hallar en ella determinadas regularidades que la hacen previsible hasta cierto punto. Ante una circunstancia nueva, el hombre experimentado, que almacena en su memoria ejemplos y contraejemplos de hechos pasados, practica el arte de subsumir esa novedad que se le presenta dentro del esquema de lo ya vivido y experimentado con el fin de repetir el éxito o evitar el fracaso de una acción anterior. Y así la realidad, una vez rebajadas las expectativas excesivas, suele confirmar las que nos restan, más moderadas y "realistas", y el mundo empieza a ser un lugar más o menos previsible, parcialmente gobernable, pasablemente soportable.

De manera que, por un lado, el sometimiento al principio de realidad produce un inevitable desencantamiento del mundo y la expatriación fuera de sus fronteras de esa abigarrada mitología de hadas, duendes, enanos, monstruos y otros pobladores de la conciencia infantil. En la edad madura, al ir juntando experiencias a lo largo de los años, el abanico de las posibilidades efectivas para el hombre se va plegando, las que con propiedad merecen llamarse nuevas disminuyen y más intensa es la sensación de vivir sin sorpresa y por relación a lo ya vivido. Al envejecer, prende en él un cierto taedium vitae, el sentimiento de repetición de lo-mismo acaba siendo dominante, todo futuro es ya pasado y solo le espera el siempre-igual de la muerte. Entonces, abrumado por su exceso de experiencia, descreído, desengañado, nuestro hombre exclama: "Verdaderamente, la vida podría ser de otro modo".

Pero, por otro lado, la vida, tal como efectivamente es, posee también efectos balsámicos, tranquilizadores, sobre ese mismo hombre, como le ocurre a quien despierta de una pesadilla y la vida diurna exorciza demonios que torturaban sus sueños. Es verdad: la vida es completamente siniestra para algunos y para todos en algunos momentos. Pero a la vez la experiencia conjura hipotéticos peligros que sabemos imposibles, o posibles pero raros o no tan raros pero evitables siguiendo reglas susceptibles de aprendizaje. El angustiado niño aprende que sus padres están siempre esperándolo a la salida del colegio; los padres, que la realidad -cuya cruenta naturaleza han experimentado cumplidamente- es, hasta cierto punto, digna de confianza.

Algunos terrores infantiles permanecen largo tiempo en la conciencia adulta amedrentándola. La finitud del mundo es trágica, pero también consoladora. Sin duda, la realidad podría ser de otro modo, pero, tal como es, merece, querido lector, que te arriesgues a vivirla a fondo. Vivere aude!

Un bebé sobre el pecho de su madre
Un bebé sobre el pecho de su madrePETER WIDMANN/CORDON PRESS

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