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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Tiempos saqueadores

Javier Marías

En realidad este artículo lo escribí en otro sitio hace ya trece años, bajo el título "Herederos desheredados", y encima no hará ni uno que me lo copió con desfachatez un tirillas literario -además, resentido y sin gracia- en el suplemento cultural de El Mundo. Pero quizá no esté de más, pese a todo, volver a la carga, en vista de la polémica surgida en torno al llamado "canon digital" con el que se grava la compra de CDs y DVDs vírgenes y de otros soportes que desconozco, para compensar la posible copia de creaciones artísticas, sobre todo de música y películas.

Todos estamos de acuerdo en que sería una tragedia que, por el capricho o la codicia de unos herederos remotos de Cervantes o de Bach, no pudiéramos leer el Quijote o escuchar las Variaciones Goldberg, o solamente en una edición o versión, las autorizadas y contratadas por esos herederos. De ahí, por tanto, que las obras de arte, transcurridos setenta años de la muerte de sus creadores (creo que son ahora esos, en España eran ochenta antiguamente), pasen a ser "del dominio público", y no sólo puedan ser divulgadas, interpretadas, emitidas, exhibidas por cualquiera, sino también destrozadas por los Calixto Bieito y Waldo de los Ríos de turno, a mayor gloria y beneficio de dichos Waldos y Calixtos. Ahora bien, conviene recordar que esta práctica es una anomalía y una excepción, en gran medida una injusticia. El resto de las personas deja en herencia lo que posee sine die, sin límite alguno de tiempo, para que lo vayan recibiendo no sólo sus hijos y nietos, sino todos sus descendientes, por lejanos que sean. Muchas fortunas provienen no ya de lo que atesoraban los padres de los propietarios actuales, sino sus tataratatarabuelos. Las tierras, los negocios, las fábricas, los muebles, los cuadros, por supuesto el dinero, los pisos, los edificios, las acciones, todo eso se transmite de una generación a otra y nunca -ni a los setenta ni a los quinientos años- pasa a ser "del dominio público". No hace falta recurrir al nítido ejemplo de la Casa de Alba en nuestro país: también el zapatero lega su zapatería, el panadero su panadería, el terrateniente sus fincas, el banquero su banca, el especulador inmobiliario sus inmuebles, y así todos los profesionales.

Al escritor, al músico, al pintor, al cineasta, se les impone un plazo difícil de justificar, si nos olvidamos de lo que dije al principio. Pero, como también son ciudadanos que deben pagar sus alquileres y el colegio de sus niños, la cesta de la compra y la ropa que se ponen, están siendo objeto de una discriminación descomunal. Pululan por ahí ideas muy "bonitas" pero completamente injustas y erróneas. "La cultura es de todos", se oye a menudo, sobre todo en boca de los consumidores, que en realidad están afirmando que la cultura es gratis. Y no, las creaciones culturales son de quienes las hacen, y ya es mucho que no puedan serlo también de sus descendientes. Téngase en cuenta, para mayor escándalo, que el libro, la canción, la película o la pintura que tanto gustan a la gente, y de las que tanto presume el Estado, no son una mera posesión del artista -como las tierras y las casas-, sino que además son su creación, algo que ellos han inventado y que no existiría sin su imaginación y su trabajo. ¿Y ustedes creen que dedicaríamos tanto esfuerzo si nuestras obras pasaran a ser "del dominio público" inmediatamente, si nuestra propiedad intelectual dejara de existir de hecho al instante y no sacáramos un euro de nuestras invenciones? Yo, la verdad, no escribiría una línea. O, mejor dicho, no la publicaría, y, como Salinger, guardaría mis textos en un cajón hasta la llegada de tiempos más respetuosos y menos saqueadores.

Los consumidores aducen, en contra del canon, que se les hace pagar "por si acaso", o a justos por pecadores, y que muchos no se dedican a copiar nada, es decir, no ejercen la piratería legalizada. La queja es comprensible, aunque sólo en parte, porque yo no protesto porque el Estado grave mis cigarrillos con impuestos especiales para financiar la sanidad pública, por ejemplo. Ninguna solución parece del todo equitativa, en todo caso. Pero, dada la anomalía, excepción e injusticia antes mencionada, de la que son víctimas los artistas, lo que a nadie parece ocurrírsele nunca es la posibilidad de que éstos, en compensación por el despojamiento futuro de que tradicionalmente han sido objeto, y del desvalijamiento presente de que también lo son ahora merced a las nuevas tecnologías, gocen de algún beneficio fiscal en vida, de tal manera que, ya que no se les permite dejar en herencia indefinida sus obras, sí puedan dejar más dinero. Los creadores, por tanto, deberían estar exentos de pagar impuestos … por los beneficios obtenidos de sus obras de pensamiento o arte exclusivamente. Es decir, un novelista no los pagaría por lo que gana con sus libros, pero sí, claro está, por lo que gana con una conferencia o ejerciendo de jurado de un premio. Los expertos habrían de estudiarlo. Lo que no puede ser es que todo el mundo disfrute y saque provecho eternamente de lo que hacen los creadores y pensadores, menos ellos mismos y sus descendientes.

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