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Reportaje:

Traineras. Pulso en aguas bravas

Las traineras poseen una fabulosa tradición oral propia de los deportes melancólicos, cuya edad de oro quedó atrás. Una vinculación heroica con el mar, que venera la ola y la galerna como factor de juego. Liturgia de pescador y plasticidad de costalero de Semana Santa. Colores primigenios de lápiz de niño. Y una incorregible tendencia al mito.

Aunque el imaginario popular prefiera soñar con chalupas balleneras luchando contra bestias en alta mar, lo cierto es que la trainera se inventó para pescar sardinas y anchoas. Fue un hallazgo revolucionario de gran sencillez conceptual: rápido, ligero, de quilla curvada y capaz de girar como una peonza para extender las redes alrededor de los bancos de peces sin espantar a los atunes y delfines que compactan los caladeros. Se empezaron a utilizar en la costa del País Vasco francés en el siglo XIX, o tal vez antes, y se extendieron rápidamente por Guipúzcoa, Vizcaya y Cantabria, adonde llegaron como patrullas para vigilar el contrabando y, en fechas más recientes, por Galicia y, en menor medida, Asturias. Funcionaban con propulsión mixta, vela y remo, pero ahora solo queda la tracción de los brazos de 13 remeros y un patrón en la popa.

Navegaban a vela y remo. Hoy solo queda la tracción de los brazos de 13 remeros y un patrón en popa
Surgieron como un arrebato de vanidad entre pescadores que se retan por el placer de competir
Ningún remero dice su sueldo. En los equipos más potentes pueden cobrar unos 30.000 euros al año
No hay milagros que te puedan preparar para afrontar desde la bancada de la trainera olas de hasta cinco metros

Se cuentan teorías fabulosas que enlazan las regatas de traineras con las carreras entre pescadores por llegar primeros a la lonja o con las chalupas balleneras que dirimían a paladas la pugna por convertirse en el primer heridor del cetáceo, e incluso con las lanchas de atoaje que se disputaban el derecho a remolcar a los barcos de vela hasta el puerto. Estas teorías parecen esforzarse en aportar una legitimación antropológica a un deporte que, en última instancia, surge como arrebato de vanidad entre pescadores que se retan por el puro placer de competir y demostrar quién es más rápido.

La invención de las traineras como deporte "de masas" se remonta a los veraneos burgueses de mediados del siglo XIX, cuando surgen las primeras regatas institucionalizadas de Santander y San Sebastián. Es la época de los baños de ola y las casetas con franjas de colores y bañadores imposibles; de las mujeres vestidas debajo de un parasol y la reina regente María Cristina en el palacio de Miramar de San Sebastián. Son los años en los que la primera playa del Sardinero se diferenciaba de la segunda, no por orden de aparición geográfica, sino por las clases sociales que las frecuentaban. A tan plácida postal solo le faltaba un poco de movimiento para respirar fuera de los salones del Casino y el Ateneo. Y las regatas son precisamente eso: un espectáculo vagamente étnico y salvaje, admirable desde el muelle, a la brisa del mar, que solo exige adecuar el lametazo del helado a la palada del remero en el mar. El lánguido veraneo de las clases altas se convierte en motor del folclore norteño.

Las regatas de verano siguieron conviviendo con los desafíos puntuales entre cofradías de pescadores, como los que narra José María de Pereda en la novela Sotileza. La más dramática fue la que disputaron en 1890 los vizcaínos de Ondarroa, patroneados por Ambrosio Bedialauneta, un hombre gigante con un ojo azul y otro verde, y los guipuzcoanos de San Sebastián, a las órdenes de Luis Carril, Torrekua. La historia ha sido reconstruida con detalle por la investigadora de la Universidad del País Vasco Olga Macías Muñoz.

Todo empezó con una metáfora hiperbólica. El Real Club Náutico de Bilbao, que organizaba regatas de traineras para dar publicidad a su proyecto de construcción del nuevo puerto, otorgó a Ondarroa el provocativo título de la Invencible del Cantábrico. Respondieron los hosteleros y comerciantes de San Sebastián, constituyendo una sociedad para representar legalmente el orgullo herido de los pescadores locales y organizar una regata que dilucidase la verdadera supremacía del Cantábrico.

Se inició entonces un farragoso periodo de alegaciones, rectificaciones, exigencias y amenazas entre los dos bandos, con el objetivo de consensuar el trayecto, la fecha y la localización de la regata. Un debate animado por La Voz de Guipúzcoa, que escribía envenenados artículos sobre la presunta cobardía de los vizcaínos, y El Porvenir Vascongado, erigido en portavoz de Ondarroa. La apuesta entre traineras ascendía a 25.000 pesetas, cantidades que fueron abonadas en respectivas sucursales del Banco de Bilbao.

El 2 de diciembre, después de sucesivas suspensiones ocasionadas por el mal tiempo, las dos traineras salieron por fin a la mar para cubrir una distancia de 10 millas con salida en el abra de Lekeitio. A la trainera donostiarra le bastaron 81 minutos para cubrir el trayecto. Un minuto y 28 segundos después aparecía, derrotada, la Invencible del Cantábrico.

Ondarroa, que aún no había terminado de pagar las deudas ocasionadas por la derrota de la última Guerra Carlista, quedó en bancarrota. Para poder afrontar las pérdidas de las apuestas, los pescadores se vieron obligados a vender sus barcos de pesca, único medio de subsistencia. Ambrosio Bedialauneta fue acusado por sus vecinos de haberse dejado ganar y "por no verse obligado a matar a un hombre", como recuerdan sus bisnietos, se marchó a vivir a Castro Urdiales. Jamás regresó a Ondarroa. En Castro recuperó su prestigio como patrón y terminó sus días fabricando maquetas de veleros para los niños del pueblo. La historia del patrón falsamente acusado por sus vecinos inspiró a Jesús Arámbarri la composición de la zarzuela Viento Sur (1952).

Mientras tanto Luis Carril, el patrón donostiarra, recibía un telegrama de felicitación de la reina regente María Cristina y era aclamado como un héroe en San Sebastián. El episodio fue tan sonado que el semanario madrileño La Ilustración Española y Americana reprodujo los fastos de la victoria con un dibujo de Joaquín Sorolla. Después de su momento de gloria, Carril volvió a su vida como pescador. El 19 de octubre de 1892 naufragó a nueve millas de la costa, mientras faenaba. Después de horas de lucha agarrado a la quilla de la trainera, Carril se hundió en el mar, junto a nueve compañeros. Sobrevivieron cuatro remeros que, una vez recuperados, peregrinaron descalzos hasta el Santo Cristo de Lezo. Más de un siglo después, los aficionados donostiarras siguen soñando con la reencarnación de Luis Carril en la popa de la desdibujada trainera local.

Otro pie de página asombroso en la historia de las traineras se produjo, o, más bien, estuvo a punto de producirse, el 12 de septiembre de 1948 en San Sebastián. Franco, como jefe de Estado y aficionado a las traineras, no podía perderse el que tal vez fuera el evento deportivo con más público en directo de la posguerra: La Bandera de la Concha. Aprovechando tan insigne presencia, un grupo de anarquistas españoles planificó, desde su exilio francés, un tiranicidio sobre el mar. La idea era simple; la ejecución más compleja: comprar un avión, darle una capa de pintura, llenarlo de bombas, volar hasta San Sebastián, arrojárselas al dictador y regresar a Francia justo a tiempo para celebrar la revolución. Todo salió según marcaba el guión, salvo el derramamiento de bombas sobre la playa de la Concha. Los protagonistas aseguran que hubo un chivatazo y que aviones del Ejército salieron a su encuentro. El episodio es confuso. Luis Cortabitarte, ex remero de la trainera Castilla de Pedreña, que aquel día se disputaba la victoria contra Hondarribia, aún recuerda a sus 87 años "la repentina aparición de una avioneta descendiendo desde el monte Igueldo". Según su relato, el aparato hizo un vuelo rasante, pasó por encima de las embarcaciones y de la lancha de Franco, y desapareció mar adentro. Aquel día, Luis Cortabitarte compartió bancada con el padre y el tío de Seve Ballesteros.

Los clubes de la liga San Miguel, creada en 2003 con apoyo de los Gobiernos gallego, asturiano, cántabro y vasco, representan la élite de este deporte. Es un proyecto ambicioso que ha logrado dar un impulso mediático y logístico importante a las regatas de traineras. Pero los dirigentes de los clubes se quejan con la boca pequeña de que la nueva situación ha creado equipos sobredimensionados. Aunque los ingresos son ahora más elevados, también los clubes están obligados a afrontar mayores gastos y no parece que los patrocinadores privados, un amplio espectro que abarca desde Caja Madrid a asadores de sardinas locales, sean capaces de sustituir a las subvenciones públicas. Aunque en el fútbol ocurre lo mismo y a nadie le escuece hablar de Liga Profesional...

En la actualidad es un deporte que busca el equilibrio entre la tradición y una supuesta semiprofesionalización hermética. Los números son tabúes y los contratos oficiales escasean. Ningún remero da cifras sobre su sueldo. Según una encuesta informal, parece claro que los atletas de los equipos más potentes pueden estar cobrando alrededor de 30.000 euros al año, aparte del dinero de los premios obtenidos durante la temporada (la bandera mejor pagada es la Concha de San Sebastián: 21.000 euros al equipo ganador). Pedreña maneja un presupuesto anual de 430.000 euros; Urdaibai, actual vencedora de la Liga San Miguel y de la Bandera de la Concha, oscila en torno a los 650.000, si bien a estos últimos la rumorología popular de aficionados y rivales les atribuye la cifra mágica de un millón de euros.

El presupuesto se completa con aportaciones de socios, cofradías de pescadores y comerciantes del pueblo. Los Ayuntamientos también suelen volcarse con la trainera local, en ocasiones a costa de desviar partidas destinadas al deporte base. A veces las traineras recurren a acciones que recuerdan más a un viaje de fin de curso que a un club de élite, como por ejemplo el sorteo de una cesta de Navidad. La última organizada en Castro Urdiales nocabía en un local de 400 metros cuadrados,y estaba nutrida de aportaciones de comercios del pueblo: 10 kilos de chuletas, 15 de chorizo, televisión LED de 36 pulgadas, un descuento de 60.000 euros por la compra de un piso, 60 mariscadas en restaurantes del pueblo y varias cajas de anchoas Lolín, entre otras delicias. Aunque se recaudaron 130.000 euros, la gente en el club lo recuerda como una "película de la virgen".

El remero ha simbolizado siempre la figura trágica del pescador, aunque fuera un hombre del campo y no supiera nadar (como ocurría en las décadas de los veinte, treinta y cuarenta), o un ciclista lesionado o un triatleta retirado reconvertidos en remeros, como ocurre en la actualidad. Todos tienen un oficio propio que han de compaginar milagrosamente con 11 meses de entrenamiento al año. Y con la familia, claro. En las bancadas de las traineras se sientan policías, bomberos, electricistas, albañiles, soldadores, estudiantes universitarios, informáticos. Suelen ser gente del pueblo y alrededores, pues el sistema de cupos obliga a remar con siete tripulantes propios, pero también de otras partes de España y del mundo: hay remeros rumanos, venezolanos, argentinos. Las traineras se han nutrido en ocasiones de remeros olímpicos de banco móvil procedentes de países del Este, a quienes se conseguía trabajo y permiso de residencia en el pueblo. Abundan los remeros gallegos emigrados a traineras cántabras y vascas, con mayor potencial económico.

Los remeros entrenan en instalaciones con material envejecido que sería rechazado en cualquier gimnasio de oficinistas de ciudad. La joya de los equipos más potentes es el foso de entrenamiento, dos piscinas paralelas con una bancada en el medio que recrea, gracias a unas turbinas, todos los microcosmos marítimos posibles, desde la calma chicha de una bahía a la ola sucia del noreste. Pero no hay milagros y no hay simulador de gimnasio que te pueda preparar para afrontar olas de hasta cinco metros, como la que hundió a la gallega Chapela en el Teresa Herrera de 2005, o la que aplastó contra las rocas de La Maruca a la santanderina Virgen del Mar en 2006.

Estas regatas de mar embravecido, soñadas por los aficionados y temidas por los remeros, que han de atarse a la bancada para no caer al mar, emocionarían al lector más cínico. Es en estos casos cuando la trainera y los remeros despliegan todo su potencial plástico y capacidad técnica. El patrón apoya su remo en el mar, aparentemente con descuido, a modo de cucharilla en el océano, para marcar, con una mezcla de rigor topográfico e intuición metafísica, el rumbo del barco. El patrón navega con la fragilidad del portero de fútbol, siempre a un gesto de provocar la catástrofe, errar el rumbo, desestabilizar la trainera, o entrar en la gloria, montándose encima de una ola que lo impulse como una tabla de surf. Es importante afinar la maniobra, porque no hay mayor sensación de impotencia que ver a tu trainera arrastrándose por el mar con la torpeza de una ballena varada en tierra.

El mundo de las traineras ha vivido anclado en conceptos como fuerza, lealtad, sacrificio y "virilidad fuera de toda ponderación", como se podía leer en las crónicas periodísticas de los años cincuenta. Ahora los jóvenes cronistas como Gaizka Lasa y Julen Ensunza ensayan nuevas metáforas. Las ligas y campeonatos femeninos empiezan a conquistar atención mediática y apoyo financiero e incluso ensayan tímidas expansiones geográficas: en la Bandera de la Concha de 2010 participaron embarcaciones catalanas y alicantinas. Los entrenadores, siguiendo la senda marcada por Orio, aplican los avances ergonómicos del remo de banco móvil al banco fijo. Hablan de técnica, de sensaciones y de picos de forma. Los dietistas controlan cada gramo de grasa ingerido. En los cuarenta, época de hambre y racionamiento, los remeros se atiborraban de alubias, garbanzos y "vacas enteras" en vísperas de la regata. Los remeros hacían pesas con rieles de ferrocarril robados. Remeros como Casiano Ruiz, de Pontejos, calibraban su umbral de dolor subiendo una campana a la espalda hasta lo alto del campanario.

Lo que no ha cambiado es la esencia confusa y perezosa de la contemplación en directo de traineras. Ese rumor de intuiciones emitido por una batería de hombres con transistor que especulan en busca de colores intermitentes en el horizonte. En verdad, una regata es un malentendido a base de fotogramas puntuales e inconexos. El resto del tiempo el espectador charla, piensa, se aburre, mira, juega con los niños. Y ocasionalmente se emociona con un destello fugaz, en forma de ola, un choque de palas o un agónico sprint final. Pero incluso esta imperfección visual es parte de su encanto, ya que emparenta a las traineras con otros grandes deportes de intensidad bipolar, como el ciclismo, con sus picos trepidantes y sus páramos de aburrimiento. Porque, además del esfuerzo físico sobrehumano, la sombra del dopaje y la épica de las condiciones climatológicas adversas, las traineras y el ciclismo comparten esa cálida embriaguez de los tiempos muertos y la calma lánguida de las etapas llanas. Sentado en un muelle, esperando el regreso de las traineras que han desaparecido mar adentro, es inevitable acordarse de las etapas llanas del Tour y de Perico Delgado.

Tanto el aficionado meticuloso que observa la regata armado de un papel donde va anotando los tiempos de cada tanda como el espectador ocasional a quien la regata se cruzó en su paseo, comparten la misma intuición de que el secreto de las traineras se esconde en la letra pequeña. En la plasticidad y coordinación de los movimientos de los remeros, el sonido de las paladas sobre el mar, el grito con intensidad de látigo del patrón, el escorzo del proel insertando el remo en el mar para forzar el giro de ciaboga, el suplente que carga el botaguas a hombros como si fuera un ángel caído con alas de fibra de carbono, la coreografía de 13 remeros que suplican centésimas de segundo aplicando crema deslizante a la trainera, los tripulantes recibiendo la charla del entrenador en el pórtico de la iglesia de Lekeitio, los ergómetros plantados en los soportales de Portugalete, una anciana dama de broche en la chaqueta cruzándose con jóvenes portando la trainera a hombros, los remos en alto en señal de victoria.

Y un día el espectador aficionado tiene la suerte de poder preguntarle a Luis Cortabitarte, ex remero de 87 años, vencedor con la trainera Castilla de Pedreña de dos banderas de la Concha en la década de los cuarenta, testigo involuntario del intento fallido contra Franco en 1948 en San Sebastián: "¿Es verdad que érais más importantes que los jugadores del Racing y que las chicas del paseo de Pereda os paraban por la calle? ". Y el remero responde: "Éramos dioses".

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