_
_
_
_
_
EXTRAVÍOS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Triángulo

En 1936, a la edad de 50 años, Junichirô Tanizaki (Tokio, 1886-Yugawara, 1965) publicó la novela ahora recién traducida al castellano con el título La gata, Shozo y sus dos mujeres (Siruela), en la que el enredo amoroso alcanza un grado de morbosa complicación insospechado, lo que es mucho decir para este refinado escritor japonés, atenazado por pulsiones eróticas de perversa sofisticación, que, al parecer, vivió tanto como imaginó. Durante la década de 1930, en la que escribió la novela que acabamos de citar, Tanizaki se vio envuelto en una tumultuosa relación con Matsuko Morita, que se convertiría en su tercera esposa y que después le abandonó para casarse con su mejor amigo.

En cualquier caso, el salto cualitativo de La gata, Shozo y sus dos mujeres en relación, por ejemplo, con otra novela anterior, también publicada en nuestra lengua con el título de Arenas movedizas (Siruela), cuya edición original data de 1931, consiste en que el objeto de deseo, en torno al cual se forma una relación triangular es, en efecto, una gata llamada Lily, sobre la que gira de forma tan obsesiva la mente de Shozo que el animal se convierte en la moneda de cambio entre las dos mujeres que se disputan el amor de este joven indolente, atrapado, sin embargo, por el aún más indolente felino, que, como quien dice, no se casa con nadie. Es verdad que, dentro del imaginario masculino, una de las versiones míticas de la mujer es la de comparar su imagen y comportamiento con el de los felinos, cuya ágil y cadenciosa belleza estriba en su peligrosa naturaleza furtiva. La mujer, claro, como insondable objeto de deseo y, por tanto, algo incontrolable.

Desde esta perspectiva, da igual que la protagonista del relato en cuestión sea una hermosísima mujer, tal cual, como lo es la joven modelo Mitsuko Tokumitsu en Arenas movedizas, de la que se enamoran frenéticamente el triángulo formado por el matrimonio Kakiuchi y Eijiro Watanuki, sin que ninguno de los tres puedan ser correspondidos en exclusiva, o que lo sea una gata de raza occidental, llamada Lily, de la que cae prendado Shozo y, con él, sus dos sucesivas mujeres, Shinako y Fukuko. Y da igual, porque la felina mujer o la femenina gata, dejándose simultáneamente querer por todos, pero sin entregarse en el fondo a nadie, provocan la fascinación de lo inalcanzable, cuya formulación geométrica y simbólica es la de un triángulo, casi nunca, en la vida, equilátero.

A diferencia de la rotunda perfección de lo circular, cuya entrópica movilidad se convierte en paradigma de lo inmóvil, los tres vectores encerrados en el diseño triangular no cejan en su impar pugna, generando una variopinta gama formas inestables. No es extraño, por tanto, que el triángulo, para el pensamiento alquímico, simbolice el fuego y el corazón, así como, según esté derecho o invertido, apunte al cielo o a la tierra, sea montaña o caverna. Protuberancia o hueco, el alanceolado triángulo parece apuntar a algo extrínseco e inalcanzable: es, pues, la forma más adecuada para la humanidad deseante, dejando tras de sí un rastro de catástrofes artísticas.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_