_
_
_
_
_
DIOSES Y MONSTRUOS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Triste, solitario y definitivo

La personalidad de Philip Marlowe ocupará siempre un lugar de privilegio en el corazón de mucha gente. Fatalista, escéptico, lúcido y amargo, el personaje de Raymond Chandler es un ganador moral por mucho que le rompan la cabeza y el alma

Carlos Boyero

Si no está previamente avisado de la gozosa novedad, al mitómano que haya salido a la calle con escaso dinero de bolsillo y sin tarjetas de crédito le puede dar un ataque de ansiedad al observar el escueto título de un libro con 1.400 páginas: Todo Marlowe. Sentirá la inaplazable necesidad de llevárselo a su casa, robándolo si no hay otro remedio. No hace falta que se fije en el nombre del autor para saber quién lo protagoniza. También existe otro apellido parecido e igualmente ilustre en la historia de la literatura. Lo inventó Joseph Conrad, se llamaba Marlow, ejercía de sombrío narrador en El corazón de las tinieblas y en Lord Jim. Pero Marlowe, de nombre Philip, sólo hay uno para varias generaciones de enamorados lectores.

Tuvieron las primeras noticias de su problemática existencia en 1939 y a partir de 1958 no se volvió a saber más de personaje tan entrañable. Marlowe estaba convencido de que si algún día y en cualquier callejón alguien le enviaba al otro barrio, nadie tendría la sensación de que a su vida le faltaba de pronto el suelo. Su fatalismo, su escepticismo, su lucidez, su amargura, o la constatación de su soledad, se equivocaban en la previsión. La personalidad de este detective de Los Ángeles ocupará siempre un lugar de privilegio en el corazón de mucha gente, pertenece a su soñada familia, se han alegrado con sus triunfos pírricos, han sentido su intemperie, se han regocijado con la incomparable mordacidad de su lengua y la arriesgada chulería con la que se enfrenta a los poderosos, están de acuerdo con su cínica certidumbre de que "la vida es una palmada en el hombro, hoy, un puñetazo en los dientes, mañana", desean que sus resacas no sean feroces y que no se sienta demasiado perdido, que la traición de la poca gente en la que confía (la de Terry Lennox fue la más salvaje) no arañe perdurablemente su corazón, que alguna mujer enamorada ("había un cabello largo y oscuro sobre una de las almohadas, había una bola de plomo en la boca de mi estómago", confiesa Marlowe), con tanta comprensión como paciencia, se atreva a envejecer con él.

Está claro que a pesar de toda nuestra admiración y nuestro amor a Sherlock Holmes es improbable que a lo largo de nuestra vida conozcamos a un sabueso tan analítico y genial como él. Su personalidad pertenece exclusivamente a la maravillosa ficción. Pero a Marlowe siempre le vamos a sentir muy cerca. Te reconoces en su vulnerabilidad y te encantaría poseer sus virtudes. Es un profesional de la resistencia aunque sepa que no puede ganar, es inevitablemente honrado, no permite que su dignidad se manche aunque siempre se mueva por el barro, es incomprable aunque constate una y otra vez que casi todo está en venta, mantendrá sus códigos a un precio muy alto, se negará a la autocompasión cuando el derrumbe es absoluto, posee una causticidad que le sirve de coraza, sabe reírse de sí mismo y de su ruina. Tiene madera de héroe cotidiano, da igual que las etiquetas convencionales le encuadren en los antihéroes, es un ganador moral por mucho que le rompan la cabeza y el alma.

Quieres imaginar que los creadores se parecen a sus criaturas. No es difícil identificar a Dashiell Hammett con Sam Spade, con Ned Beaumont, con el hombre de La Continental. El maestro de la prosa dura sabía de lo de que hablaba. Había trabajado como detective en la Pinkerton, en un tiempo de canallas patrióticos mandó al infierno a McCarthy y a su rebaño de inquisidores cuando le exigieron que confesara su izquierdismo y delatara a sus colegas, chupó cárcel por ello, el lugar más indeseable para alguien masacrado por la tuberculosis y el alcoholismo, cuentan que era granítico, auténtico y secreto. Sin embargo, la imagen de Raymond Chandler reúne escasas afinidades con la de Philip Marlowe.

Releo después de mucho tiempo la biografía de Chandler que escribió Frank MacShane y encuentras pocas cosas exaltantes en ella. Este señor que fuma en pipa y viste siempre de tweed, con inequívoca pinta de profesor inglés, desprende toneladas de tristeza, lacerante introversión, permanente inseguridad, un carácter emparentado con el tormento. Poco antes de morir escribe a su agente en Londres: "He vivido mi vida al borde de la nada". Sorteó aparentemente ese pozo negro trabajando como directivo de compañías petrolíferas hasta los 45 años, trabajo del que le despiden por su volcánica relación con la botella. Se impondrá en nombre de la supervivencia épocas de abstemia, pero las recaídas serán salvajes. Billy Wilder, que trabajó tortuosamente en el guión de la maravillosa Perdición, cuenta que hizo la sombría Días sin huella pensando en Chandler, para intentar comprender los demonios que habitaban en el alcoholizado cerebro de ese artista al que admiraba.

Chandler, que había hecho vanos pinitos con la poesía en su juventud, comienza a escribir relatos policiacos para la revista Black Mask a raíz de su despido. Son la base de esa creación magistral llamada Philip Marlowe, conmovedor protagonista de siete novelas, algunas irregulares o confusas en la trama, pero todas dotadas de un estilo deslumbrante, capacidad descriptiva, diálogos memorables, sarcasmo de altura, emoción contagiosa, un tono desesperadamente lírico. Dos de ellas son perfectas: El largo adiós y Adiós muñeca.

Conoce el éxito, pero ese bálsamo tampoco es duradero. Enviuda de su eterna esposa, señora veinte años mayor que él y que ha constituido el mayor refugio para un hombre indeseablemente familiarizado con el vértigo. Hay un desolado y grotesco intento de suicidio porque Chandler no acierta a disparar con la pistola. La cirrosis se complica con una pulmonía. Todo ya es triste, solitario y definitivo, había certificado Marlowe en El largo adiós. Refiriéndose a su propia obra, Chandler escribió: "Tiene que haber algo de magia en eso de escribir, pero no me atribuyo ningún mérito. Ocurre. Simplemente. Como el cabello rojizo. Pero encuentro bastante humillante coger un libro mío para leer un pasaje y sorprenderme leyéndolo de nuevo veinte minutos después, como si lo hubiera escrito otra persona".

Todo Marlowe. Raymond Chandler. RBA. Barcelona, 2009. 1.392 páginas. 35 euros.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_