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Reportaje:IDA Y VUELTA

Valle del recuerdo

Antonio Muñoz Molina

Cuando los provincianos antiguos viajábamos a Madrid un día quedaba reservado para la excursión al Escorial y al Valle de los Caídos. Yo fui a los 14 años, haciéndoles compañía a mis abuelos maternos, que se habían sumado a un grupo de paisanos para visitar la Feria del Campo. A un chico de 14 años sus abuelos le parecen alojados en una vejez inmemorial. Ahora que lo pienso, los míos eran bastante jóvenes, Manuel con 67 años, Leonor con 66. En alguna foto me veo con ellos y tengo ese aire de adolescente entre ensimismado y enfadado que tiempo después iba a sorprender en mis propios hijos, cuando les infligía un régimen excesivo de monumentos y museos. Salvo los franquistas exaltados, la gente iba entonces al Valle de los Caídos por el mismo motivo que iba al Escorial, porque era lo que hacía uno cuando viajaba a Madrid, y porque una parte de la vida tenía misteriosamente que consistir en extenuarse recorriendo espacios monumentales que pertenecían al vago mundo de lo histórico. La gente trabajadora empezaba a hacer viajes de un turismo rudimentario, a la playa o a las cuevas de Nerja, a las Fallas de Valencia, a la Alhambra de Granada, a la mezquita de Córdoba. Les imponía un respeto tremendo la escala de las construcciones, y, como eran gente práctica, les intrigaba cómo se habría podido levantar todo aquello, en épocas antiguas en las que todo dependía del esfuerzo humano y la tracción animal. Aunque a veces el pasado los desconcertaba. Un tío mío volvió indignado de una expedición en autocar a las ruinas de Itálica: "¡Nada más que bardales derrumbados, comidos de jaramagos! Podían haberse molestado en arreglar un poco todo ese desastre, en limpiar tanta mala hierba...".

Un museo dedicado a la historia de la dictadura y al recuerdo de sus víctimas. Eso tiene que ser el Valle de los Caídos

Después de los fúnebres laberintos graníticos del Escorial, al Valle de los Caídos se llegaba ya derrotado. Con el sordo encono con que uno obedecía los designios de los mayores yo me había arrastrado una mañana de junio por las amplitudes saharianas de la Feria del Campo, entre horrendos pabellones de maquinaria agrícola, vacas gordas que hedían a estiércol y tarimas sobre las que taconeaban sin misericordia grupos atroces de danzas regionales, con refajos, con gaitas, con abarcas de esparto, con castañuelas. El Valle de los Caídos era un episodio más en aquel cautiverio. El grupo de paisanos, que incluía una pareja de octogenarios recién casados -se tomaban de la mano y se hacían carantoñas seniles que a mí me sumían en una secreta indignación- avanzaba amedrentado por aquellas explanadas, o bajo la bóveda del templo, las cabezas vueltas hacia arriba queriendo abarcar con gran esfuerzo cervical la inmensidad de aquel disparate megalítico. "Esto es mostrenco", repetía mi abuelo, que tenía predilección por las palabras sonoras, aunque no estuviera muy seguro de su significado. Repitió tanto ese adjetivo, hasta entonces ignorado por mí, que se me quedó para siempre en la memoria. Fuera cual fuera el sentido que mi abuelo daba a la palabra, estaba claro que todo aquello era mostrenco, mostrenco en grado máximo, mostrenco hasta la pesadilla: eran mostrencas las estatuas amenazadoras hechas como de adoquines de granito, los ángeles y profetas con sus musculaturas ciclópeas, mostrenca la basílica horadada en la roca que a pesar de sus dimensiones y sus brillos de mármoles tenía un agobio de túnel funerario, mostrenca la cruz tan alta que parecía que fuera a perderse en el cielo cárdeno de la sierra, todas nuestras cabezas pueblerinas torciéndose en la misma dirección, la octogenaria recién casada apretando la mano de su achacoso galán porque decía que le daba miedo que hubiera en ese momento un terremoto y la cruz se derrumbara sobre nosotros.

En pocos sitios se ve con más claridad la mezcla de necrofilia y grosero delirio de grandeza que está en la raíz del fascismo: el culto de la fuerza bruta y de la muerte. A esas edades, y más aún en aquella época, el tiempo de la propia vida contiene tal densidad de aprendizaje que al cabo de unos pocos años uno ya es otra persona. En el verano de 1976 Franco estaba muerto y España empezaba a ser otro país, y yo era un universitario barbudo y de pelo largo que viajaba en coche con mi novia y con algún amigo por las carreteras secundarias de la sierra. Vimos a lo lejos la cruz sobresaliendo entre los roquedales grises del Guadarrama y a alguien se le ocurrió que fuéramos al Valle de los Caídos para pisar la tumba de Franco: la célebre losa de granito de mil quinientos kilos bajo la cual lo habían sepultado con tanta pompa sólo unos meses atrás. Y eso hicimos. Parecía mentira, pero debajo de las plantas de nuestros pies yacía el tirano en su sarcófago de anticipada momia egipcia.

Deambulábamos por aquella depravada escenografía mineral y el querido adjetivo volvió a mis labios: todo era, seguía siendo, seguiría siendo siempre mostrenco. Y como la democracia española ha sido tan torpe en su administración del pasado lo mostrenco perdura 35 años después, y al aquelarre fascista de cada noviembre se suma ahora un nuevo matonismo de consignas biliosas, una fantasmagoría que parece alimentada por la nostalgia no de las esperanzas de libertad y justicia de 1931 sino del baño de sangre del verano de 1936. Recuerdo el estremecimiento que sentí cuando me llevaban desde el centro de Buenos Aires hasta San Isidro y a un lado de la carretera vi un edificio que era la Escuela de Mecánica de la Armada, donde tantas torturas y tantos crímenes se habían cometido. Ahora ese lugar infame es un museo dedicado a la historia de la dictadura militar y al recuerdo de sus víctimas.

Eso es lo que tiene que ser el Valle de los Caídos. Dentro de poco la democracia habrá durado ya tanto como duró el franquismo. No me puedo creer que no seamos capaces al cabo de tantos años de lograr lo que Antony Beevor ha llamado un pacto de recuerdo. Si el Valle de los Caídos se convierte en un museo de historia del franquismo, de la resistencia antifranquista, de los primeros pasos del tránsito a la democracia, no hará falta dinamitar aquella cruz y ni siquiera esperar a que sobrevenga el terremoto que en 1970 le daba tanto miedo a mi paisana octogenaria. La cruz, la basílica entera, las estatuas, todo ese patrimonio mostrenco, serán una perfecta ilustración pedagógica sobre la ética y la estética del fascismo, y un testimonio del cautiverio y el sacrificio de todos los prisioneros políticos que participaron como esclavos en su construcción. Por desidia la mayor parte de los relatos de los testigos ya no podrán recogerse: pero allí deberán estar sus fotos, sus nombres, algunos de sus uniformes, los restos materiales que puedan preservarse todavía, las cartas que escribieron, sus expedientes carcelarios. Mientras nos enredamos en peleas políticas sobre un pasado que al parecer nos importa mucho sus huellas tangibles las está dispersando y borrando el tiempo. Como en el centro de tortura de Buenos Aires o en un campo de exterminio, el mejor destino posible para el lugar del oprobio es convertirse en santuario civil del recuerdo.

Vista de la basílica de la Santa Cruz en el Valle de los Caídos (Madrid).
Vista de la basílica de la Santa Cruz en el Valle de los Caídos (Madrid).Bernardo Pérez

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