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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Por amor a Belinda

Ella se le quedó mirando con un gesto de auténtica preocupación, y él se dio cuenta de que era sincera.

-Mire, yo, de verdad, no quiero pasarlo mal, y mucho menos dar disgustos -hasta creyó distinguir un rubor imposible en su piel de chocolate con leche-. Así que prefiero buscarme otra casa, y…

-No, por favor -pero comprendió que no podía pedirle eso-. Bueno, quiero decir… Como usted quiera.

Se la había recomendado una compañera de su mujer. Centroamericana, treinta y cinco años, trabajadora, inteligente, cariñosa, responsable, paciente, sabía cocinar, resolver cualquier problema, y estaba acostumbrada a cuidar a personas mayores. Cuando la entrevistó, él pensó que era la solución de todos sus problemas. Hasta entonces, sus padres, ochenta y cuatro quebrantados años él, la cabeza perfecta, ochenta y dos ella, la razón perdida en un cuerpo que funcionaba como un reloj, quemaban una cuidadora cada cuatro o cinco meses. Lo había intentado todo, desde enfermeras diplomadas hasta auxiliares con experiencia en hospitales geriátricos, jóvenes y maduras, españolas y extranjeras, e, intercalados entre ellas, varios hombres, pero ninguna opción había dado resultado.

"Me he enamorado de ella. Y a tu madre, con meterla en una residencia…"

Él sabía que era muy difícil, que el estado de sus padres era incompatible con la capacidad de trabajo de una sola persona. Lo fue hasta que llegó Belinda, una sonrisa perpetua en una cara dulcísima. En lo demás, aunque después le pareciera mentira, ni se fijó. Le estaba tan agradecido, que hasta le costó trabajo captar la insinuación de Eusebio, el portero, aquella tarde que subió a purgar los radiadores.

-No me extraña que tu padre esté tan bien, desde luego... -bajaron juntos en el ascensor, y le vio sonreír, y no lo entendió-. Menuda mulata que se ha buscado, el tío. Así estaría yo… Vamos, de cine.

Entonces se acordó de algo que su mujer le había comentado unos días antes, y sintió que un escalofrío le corría por la espalda.

Pues nada, me dijo que tu padre estaba muy cariñoso, que comía mucho mejor, que la cogía de la mano cuando veían la televisión...

¡Nos ha fastidiado! -y resultó que su hijo mayor era de la misma opinión que Eusebio-. Y a mí, porque no me deja, que si no… Ya te digo.

¡Tú te callas, que eres un cafre! -y sin embargo, cuando volvió a dirigirse a su mujer, ya tenía el miedo metido en el cuerpo-. Pero Belinda no lo decía quejándose, ni nada, ¿verdad?

-Pues… -ella rebuscó un canónigo en la ensalada antes de contestar-. No sé yo qué decirte.

-No, por favor -y lo pensó mejor, y volvió a decirlo-. Por favor…

Al día siguiente no tuvo valor para ir a casa de sus padres.

Cuando volvió a verlos fue como si se hubiera comprado unas gafas nuevas, porque de repente lo vio todo con una claridad meridiana. Primero, lo buena que estaba Belinda. Después a su padre, con la baba caída. Y por último, el berrinche de su madre, que para no enterarse de nada, se había enterado de todo antes que él.

-Bueno, sí, es verdad… -y el domingo, cuando reunió el valor suficiente para echárselo a la cara, su padre se lo confesó con mucha naturalidad y una sonrisa de oreja a oreja-. Me he enamorado de Belinda. ¿Qué quieres? Estas cosas pasan. Así es la vida, hijo…

-No, papá. Tú no te has enamorado de Belinda, ¿me oyes? -y lo repitió más despacio, vocalizando bien, aunque sabía de sobra que el anciano que tenía delante no estaba sordo-. No te has enamorado.

-Sí que me he enamorado.

-No -y todavía estaba tranquilo.

Sí, claro que sí. ¿Quién lo va a saber mejor, yo, que soy el que se ha enamorado, o tú, que te acabas de enterar?

Pero ¿cómo vas…? Papá, por favor -se levantó, pero volvió a sentarse enseguida, porque era su padre y no podía pegarle un bofetón. Si tú estuvieras viudo, si mamá se hubiera muerto, te juro por lo que más quieras que me daría igual. Es más, me parecería estupendamente. Así es la vida, tienes razón, y en la vida pasan estas cosas. Pero mamá está viva, ¿me oyes?, os acostáis todas las noches en la misma cama. ¿No te das cuenta?

Mira, hijo, yo he querido mucho a tu madre. Mucho, de verdad, ¿eh? Tu madre ha sido la mujer de mi vida. Pero ahora… -se paró un momento a buscar las palabras, asintió con la cabeza, le sonrió-. ¿Es que tú no ves las series de televisión? ¿No te has enterado de que cada cual puede acostarse con quien le dé la gana? Pues yo quiero acostarme con Belinda, porque me he enamorado de ella, y se acabó. Y a tu madre, con meterla en una residencia…

Lo mejor resultó ser a su vez lo peor. Belinda no sólo era una mujer guapa. También era una mujer digna, y como no le había seducido, ni le había engatusado, ni aspiraba a casarse con él para heredar, antes de que la situación se hiciera insostenible, se marchó.

Desde entonces se despidieron dos cuidadoras más en siete meses.

Desde entonces, su padre llora todas las tardes.

Y su madre, también.

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