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Reportaje:MODA

El armario de las camaradas

Andrea Aguilar

Cuando los tanques entraron en Moscú, en agosto de 1991, para detener la perestroika de Gorbachov, el Politburó y los planes quinquenales pasaron definitivamente a mejor vida. También se acabó oficialmente la guerra fría, una contienda entre dos superpotencias que se libró durante más de cuatro décadas en todos los planos posibles, incluido el de la moda.

Veinte años después, el joven y cotizado Denis Simachev hace un guiño al kitsch soviético plantando botones con la hoz y el martillo en los abrigos que vende a más de 1.000 euros en su tienda-restaurante-discoteca, situada en una de las zonas más exclusivas de Moscú. Vasili Zaitsev, una de las estrellas del régimen, también conocido como el Dior rojo, ha logrado sobrevivir al cambio de era. Tiene dos colecciones anuales, un programa de televisión y un laboratorio escuela. Otros, como Nina Donis, recogen la herencia más avant-garde de la moda bolchevique. Pero la reconstrucción más exacta del pasado es una recopilación de la croata Djurdja Bartlett, que ha invertido una década en investigar la poco conocida historia de la moda soviética. Su libro Fashioneast: the specter that haunted socialism (Fashioneast: el fantasma que obsesionó al socialismo), publicado por MIT, se adentra e investiga sobre las puntadas del régimen comunista que duró 72 años.

El 'foxtrot' y los vestidos 'flapper' causaban furor en la URSS de los años veinte, aunque el discurso oficial los atacaba con dureza
Inventar un nuevo estilo desde cero fue el reto que se marcaron los bolcheviques en los años veinte
Con Stalin, la moda comunista se decantó por una estética convencional que enfatizaba los roles tradicionales

El nacimiento de una nueva sociedad, que proclamaba la igualdad entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres, sin duda requería una forma de vestir que rompiera con vetustos estereotipos burgueses. Cierto que Lenin no se vistió de campesino para hacer la revolución, sino con un traje al estilo de Occidente, pero terminada la guerra llegó el momento de extirpar vicios frívolos y decadentes. Inventar un nuevo estilo desde cero fue el reto que se marcaron los bolcheviques en la década de 1920. Las prendas, según las directrices oficiales, debían ser sencillas, higiénicas y funcionales.

La visión más utópica quedó plasmada en los diseños constructivistas de las artistas Liubov Popova y Varvara Stepanova, que adaptaron el lenguaje geométrico de sus pinturas a la vestimenta. Deconstruyeron trajes tradicionales con cortes más planos. "Mostrar las costuras de una máquina de coser industrializa la producción de un vestido y descubre sus secretos", proclamaba Stepanova en un artículo de 1923. Los triángulos y círculos que diseñaron marcaban una abrupta ruptura con los tradicionales estampados florales. Sin embargo, cuando sus creaciones llegaron a las fábricas textiles, los operarios concluyeron que estas mujeres no sabían pintar y les pidieron diseños acordes con el gusto del público. "Las propuestas eran demasiado radicales para un país pobre y atrasado. Sin embargo, su estética modernista fue reconocida en Occidente, aunque allí no les interesaba el mensaje político", dice Bartlett.

Cierto que tanto en París como en Moscú todos se afanaban por diseñar para una mujer moderna. El semicapitalismo de la nueva política económica adoptado en la URSS en los años veinte para intentar reflotar el país tras la guerra generó una nueva burguesía. Con ella regresaron las revistas de moda y nuevas tendencias, como el foxtrot y los vestidos flapper. Causaron furor, aunque el discurso oficial los atacaba con dureza. Pero, como ya adelantaba el personaje de Greta Garbo en la película Ninotchka, de Lubitsch, es difícil resistirse a la moda, por muy absurda y frívola que sea. Extirpar la pasión femenina por el glamour de la ropa era una ardua tarea que no se logró alcanzar. La moda, como demuestra Bartlett en su libro, fue un talón de Aquiles para la potencia soviética. La mujer de a pie solo podía acceder a ropa de baja calidad y, aunque se predicaba austeridad, la alta costura era una fascinación.

Antes de que la llegada de Stalin diera al traste con todo afán revolucionario, el puente entre el diseño constructivista y las tendencias occidentales lo tendieron fundamentalmente dos mujeres. Nadhezva Lamanova era una afamada modista que en la Rusia prerrevolucionaria había cosido para los zares y contaba entre sus admiradores con el mismísimo Paul Poiret. Consiguió salir de la cárcel gracias a la intervención de la mujer del poeta Gorki y no solo adaptó en su trabajo algunos de los planteamientos más radicales, sino que sentó las bases ideológicas de sencillez y funcionalidad que debía alcanzar el diseño soviético. Antes de exiliarse definitivamente a París, la pintora Aleksandra Ekste también logró reconciliar los extremos y experimentó con tejidos y superposiciones.

Pronto la utopía fue sustituida por un sistema de producción de moda rígido y jerárquico que arrancó con Stalin en los años treinta y permaneció hasta el final. Adiós al corte recto y bienvenidas de nuevo las líneas curvas. La moda comunista oficialmente se decantaba por una estética convencional que enfatizaba los roles tradicionales. Las fábricas estatales tampoco respondían a las demandas de los consumidores y preferían producir ropa usando los mismos patrones durante cinco años que introducir cualquier cambio que pudiera retrasar los planes quinquenales.

Tras la Segunda Guerra Mundial, en el bloque comunista se implantó el mismo sistema. En los años cincuenta empezaron los llamados congresos de la moda, en los que las casas de prototipos de cada país competían en distintas categorías: moda de mujer, de hombre, de niños, etcétera. "Se permitió entonces que la moda volviera, pero bajo el estricto control de las instituciones centrales", explica Bartlett. Y fue precisamente en este regreso cuando las autoridades abrazaron el trabajo de Coco Chanel. "En los cincuenta, tanto el régimen comunista como la propia Chanel habían dejado de ser revolucionarios. El traje de chaqueta y el vestido negro, prácticamente perenne, se convirtieron en favoritos", afirma Bartlett. Las revistas de moda del bloque reproducían versiones y animaban a las lectoras a tejer su propio tweed.

Desde la caída del régimen, Rusia ha mostrado un insaciable apetito por productos de lujo. Pero la obsesión por las marcas parece más una herencia de su pasado. Diseñadores soviéticos visitaron los talleres de Christian Dior en 1957, 1960 y 1965. Sus informes internos dejaban clara la fascinación por el trabajo del modista. "¿Cómo puede sobrevivir una civilización que deja que sus mujeres se pongan eso? No será por mucho tiempo", dice Ninotchka en la película antes de sucumbir y comprar el ridículo sombrero. ¿Pero cómo no hacerlo, camarada?

Cartel de 1920 en el que una camarada levanta la mano frente a una 'flapper'.
Cartel de 1920 en el que una camarada levanta la mano frente a una 'flapper'.

La costura del Este

En 1935 se creó Dom Modelei, una casa de prototipos que actuaba como un laboratorio de diseño. Su trabajo, imposible de producir a gran escala, era mostrado en desfiles anuales y en revistas. Había nacido la versión soviética de la alta costura, la promesa de un futuro mejor. Frente al espejismo de los diseños de esta nueva institución se imponía la realidad: las fábricas se resistían a usar nuevos patrones y las telas eran de muy baja calidad. La diseñadora Elsa Shiaparelli quedó impresionada por el fasto y lujo de la Casa de Prototipos. "Yo era de la opinión de que la ropa para los trabajadores debía ser simple y práctica, pero lejos de esto me he encontrado con una orgía de gasas, pliegues y volantes", escribió la italiana tras su visita a Moscú. Diseñó para ellos una colección en la que incluía un sencillo vestido con abrigo y boina a juego. Pero las autoridades decretaron que los amplios bolsillos eran una clara invitación al robo y decidieron no producir ninguna de sus piezas.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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