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DIOSES Y MONSTRUOS

Qué buen cine el de los pioneros televisivos

Carlos Boyero

El cine del lamentablemente difunto Sidney Lumet nunca se caracterizó por una visión amable, ni siquiera agridulce, de la condición humana, pero a los 83 años se inventa la que tal vez sea su película más sombría, un retrato espeluznante de la codicia, el engaño, la venganza, la autodestrucción sin adornos poéticos, el rencor con causa o sin ella, los volcanes anímicos en perpetua erupción. Lo más intimidatorio de Antes que el diablo sepa que has muerto es que esa geografía de la abyección se localiza dentro de una familia, la violencia, la mentira y el atraco no se ejercen contra extraños sino entre la propia sangre. Y no se salva nadie en ese territorio amoral del sálvese quien pueda.

Ese amargo y desolado testamento lo realiza Lumet a los 83 años, con su talento intacto, logrando el milagro de que las compañías de seguros le permitan colocarse por última vez detrás de la cámara en esa edad prohibida. Si repasas la obra de este hombre tan lúcido descubres coherencia y estilo, aunque a veces aceptara (¿quién no lo ha hecho en Hollywood, en una dependencia que impone frecuentemente el mercenariado a la autoría?) guiones débiles y trabajos alimenticios. Era muy bueno narrando tragedias con matices y aristas, creando atmósferas opresivas, describiendo ambientes y conductas sórdidas, dirigiendo actores, imprimiendo realismo sucio antes de que se inventara el género. Recuerdo pocos finales venturosos en las películas de Lumet. Ocurre en la primera que dirigió, su modélica adaptación de la obra teatral Doce hombres sin piedad. El admirable Henry Fonda, encarnación de la racionalidad, los interrogantes y las dudas en medio de la ceguera, los prejuicios, el fanatismo y la comodidad, lograba cambiar un veredicto presuntamente inapelable. En Veredicto final, Paul Newman conseguía frenar a costa de voluntad proteica, sabiendo que está ante la última oportunidad, su alcohólica temblorina matinal y también ganar con mucha suerte un pleito trascendente a los poderosos, pero su tenaz silencio final ante ese obsesionante teléfono que no para de sonar, su negativa a perdonar la traición de la persona amada que también encarnó su tabla de náufrago, es la imagen menos complaciente, el desenlace de una amarga victoria, de un triunfo profesional que también deja jirones en el alma.

Lumet era el único superviviente de una generación muy atractiva de directores norteamericanos, gente en posesión de cerebro, sentido de la ética y de la estética, historias propias o ajenas que contar a las que imprimían su sello, compromiso con la muy convulsionada realidad y la inaplazable demanda de derechos civiles. Curiosamente, saltaron al cine después de haber hecho su aprendizaje en la balbuceante televisión de los años cincuenta, ese medio cuyo nacimiento provocó el gran temblor en los estudios de Hollywood y la necesidad de inventarse fórmulas infalibles para evitar que los espectadores desertaran de las salas ante la oferta y la gratuidad del nuevo invento. Esa generación de hombres que hicieron cine en América, integrada por Lumet, Pollack, Frankenheimer, Penn, Mulligan, Ritt, Pakula, Schaffner, Delbert Mann, no pasaran a la historia del cine en condición de clásicos, su obra no tiene el incomparable peso artístico de los Ford, Hawks, Hitchcock, Lang, Lubitsch, Wilder y otros creadores de ficciones que mantendrán su hipnosis eternamente.

Pero hago la lista de películas excepcionales que rodaron los ilustrados hijos de la televisión y siento un respeto infinito. A saber, a comprobar: Martin Ritt recrea mejor que ningún otro el complejo y atormentado universo de la guerra fría, los antihéroes heridos del mejor Le Carré en El espía que surgió del frío y la temática borgiana (quiero decir eterna) del traidor y el héroe en la maravillosa Odio en las entrañas. Frankenheimer utiliza inmejorablemente al sentimental forajido Johnny Cash en la banda sonora de Yo vigilo el camino y cuenta de la forma más sobria y veraz las peripecias de hombres sin estrella que hacen acrobacias aéreas en Los temerarios del aire. Robert Mulligan es terrorífico en El otro, melancólico en Verano del 42, determinista en ese western tan raro titulado La noche de los gigantes, duro y conmovedor en El hombre clave. Arthur Penn siempre quiere ser artístico pero la profunda desazón que provocan las magníficas La jauría humana, Bonnie y Clyde, La noche se mueve y Georgia es auténtica. Se han hecho pocas películas tan apasionantes y realistas sobre el periodismo con riesgo como Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula. Franklin J. Schaffner manejó inmejorablemente el medievo en El señor de la guerra, la ciencia-ficción en El planeta de los simios, la biografía bélica adaptando un espléndido guión del joven Coppola en Patton. Sigue existiendo algo emotivo y neorrealista en la adaptación que hizo Delbert Mann de los guiones de Paddy Chayefsky en Marty y La noche de los maridos.

¿Y Sydney Pollack? Ese señor es punto y aparte. Lo hacía casi todo muy bien. Incluyo su faceta de extraordinario actor de reparto y su control como productor ejecutivo de algunas de las películas más románticas y hermosas del cine norteamericano como Los fabulosos Baker Boys y En busca de Bobby Fischer. Pero sobre todo es el autor de Danzad, danzad malditos, Yakuza, Los tres días del cóndor, Las aventuras de Jeremiah Johnson, Tal como éramos, Tootsie, Memorias de África. Poca gente ha hablado con tanta intensidad y contagiosa emoción como Pollack sobre el amor, su plenitud y su pérdida, Pollack fue grande en todos los géneros. También hizo películas olvidables, o simplemente malas, pero incluso en las peores había un momento que era cine puro. Representa lo mejor y lo más académico de Hollywood. Creo que esta noche voy a ver por infinita vez lo que le ocurrió al vengador Jeremiah Johnson, ese taciturno fulano al que la vida nunca le dejó en paz aunque buscara la soledad fuera de la civilización. Y a lo mejor continúo con ese elegiaco lamento de "yo tenía una granja en África". Y, por supuesto, que jamás me iré a vivir a las montañas ni sabría qué coño hacer con una granja en África.

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