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Reportaje:

La ciudad del tesoro

Las 15.000 plantas del muro vegetal que da entrada a la plaza abierta del nuevo CaixaForum en Madrid gotean agua como si hubiera llovido durante toda la noche. Enfrente, los torsos en bronce del escultor polaco Igor Mitoraj son el fondo preferido para posar antes las cámaras. Hay multitudes ante esta antigua central eléctrica convertida por los arquitectos suizos Herzog & De Meuron en la más reciente atracción artística de un paseo cuajado de reclamos culturales. Una milla, poco más de un kilómetro y medio, que arranca en Cibeles y alcanza el Museo Reina Sofía, por la que pasean turistas extranjeros y españoles en una singular procesión laica.

Es fin de semana, y muchos aguardan su turno para entrar en el edificio de ladrillo y chapa galvanizada que ha convertido en cuadrilátero el triángulo del arte madrileño. Donde antes se quemaba madera para generar electricidad, hoy cuelgan grandes óleos de Tàpies, Barceló o Baselitz, una pequeña parte de la gran colección de arte contemporáneo de la Fundación La Caixa. Pero los visitantes prefieren echarse peldaños arriba para divisar la estructura de una escalera serpenteante de hormigón blanco y descender al auditorio revestido con una malla metálica deformada. "Parece el mar Rojo", comenta extasiado un hombre de mediana edad a la joven que lo acompaña. En el exterior, Lafra, un grupo centroeuropeo, toca una música dulce, nostálgica, algo balcánica, que hace contonearse al corrillo de los que escuchan.

Ni viento ni lluvia. A las nueve de la mañana del 15 de octubre de 1981 lucía el sol mientras en el Casón del Buen Retiro comenzaban las tareas de desenrollar y colgar, protegido por una gruesa urna de cristal antibalas, el Guernica de Picasso, la obra símbolo de la tragedia de la guerra civil española, exiliada durante 42 años en el MOMA de Nueva York. En los días siguientes, el Guernica inauguró la era de las exposiciones espectáculo. En 1983, 1.878.480 personas visitaron el Museo del Prado y el Casón. Años después, en 1990, la exposición de Velázquez superó el medio millón de visitantes. Las largas colas para ver entre un mar de cabezas un trocito de la Venus del espejo o la Fragua de Vulcano fueron la avanzadilla de la toma del arte por las tropas paseantes.

"En los noventa se produjo un cambio en la vida cultural del museo", afirma Miguel Zugaza (Durango, Vizcaya, 1964), director de la pinacoteca. "Por primera vez, la España democrática se reconoció en el Prado, algo que necesitaba la institución y también la sociedad española, porque, aunque parezca mentira, mucha gente pensaba que este museo era un invento de Franco. A partir de la exposición de Velázquez se produce una necesidad de modernizar la institución, mostrarla más activa, más abierta".

Y como si de una galería se tratara, el Prado lleva tiempo lanzado a la programación de exposiciones temporales -Manet, Durero, Tintoretto o Patinir- y a la suma de visitantes. En 2007, 5.211.628 personas pasaron por el Prado, el Reina Sofía y el Thyssen, casi la población de la Comunidad de Madrid, un crecimiento espectacular, que para Zugaza significa "el éxito de un proyecto cultural".

A pocos pasos del Prado, el edificio que Juan de Villanueva diseñó y comenzó durante el reinado de Carlos III y que la guerra de la Independencia impidió terminar (fue inaugurado como sede de las colecciones reales el 19 de noviembre de 1819 por Fernando VII), el palacio de Villahermosa, restaurado por el arquitecto Rafael Moneo e inaugurado en octubre de 1992 para albergar la colección Thyssen-Bornemisza, luce banderolas como anuncio de una de las exposiciones estrella de la temporada, Modigliani y su tiempo. El jardín, con los grandes macetones de camelias ya en flor, recibe a los visitantes. Las obras del pintor de vida trágica deslumbran. Ante El violonchelista (1909), un óleo de exquisita belleza, una mujer de pelo plateado, elegantemente vestida de negro, comenta a su compañera: "Éste es de la colección de Juan [Abelló], pero lo debe de haber comprado hace poco porque no lo vi colgado en su casa la última vez que estuve allí".

Guillermo Solana (Madrid,1960) acaba de cumplir dos años como conservador jefe del Thyssen. Se encontró con una institución ya madura y también con la crisis urbanística del "eje Prado-Recoletos", un proyecto que escandalizó a Carmen Cervera por la amenaza de talar los plátanos centenarios que tocan la fachada de "su" museo. La gestión de Solana se aprecia en el aumento de las exposiciones temporales y en las cifras de visitantes, que rondan ya el millón. "No se trata tan sólo de subir la audiencia, nosotros necesitamos ingresos para financiarnos. El Estado cubre sólo el 10% de nuestro presupuesto anual. Por eso pretendo que haya una o dos muestras al año de éxito y a la vez poder hacer otras cosas algo más minoritarias. Descubrir algo antes que hacer saltar la banca".

-Papá, ¿éste es el rey que ya se ha muerto?

La niña señala un óleo de don Juan de Borbón colgado en el Museo Naval, otro de los vecinos artísticos de la zona, en una sala donde abundan las placas conmemorativas: "El día 9 de abril de 1887, S. M. la reina regente Dª Mª Cristina se dignó visitar este museo". También se "dignaron" acercarse por aquí los Reyes actuales, el Príncipe y algunas personalidades más.

Carracas venecianas, embarcaciones normandas del siglo X, la maqueta de un navío de 58 cañones en grada o las piezas arqueológicas rescatadas del pecio de la nao San Diego, hundida frente a las costas de Manila en1600. Aunque la estrella de este pequeño museo, situado en el cuartel general de la Armada, por el que pasaron en 2007 55.214 visitantes, es la sala dedicada a la batalla de Trafalgar, donde los voluntarios culturales que guían las visitas explican la historia en la que perdió la vida, pero ganó el feroz combate, el inglés Nelson.

Lucio Gimeno, de 79 años, es uno de ellos. Jubilado de su antiguo oficio de aparejador, lleva más de una década dedicado a lo que le gusta: "la historia y los barcos". Explica mejor que nadie ante los embobados ojos de escolares y adultos, de seis a ocho horas a la semana, para qué sirven brújulas y astrolabios. "Cuando Colón sacaba el aparato, todos los marineros creían que era un brujo que pesaba las estrellas".

Repartidores de propaganda de restaurantes de paella y pinchos morunos. Vendedores de souvenirs y carteles de toros con "your name here", guías y turistas componen el paisaje del paseo del Prado entre la Puerta de Atocha y Cibeles. Lo que fue hasta el siglo XVIII una espesa alameda es hoy un bulevar cercado por un ruidoso tráfico. El cogollo cultural se codea con hoteles emblemáticos, el Ritz y el Palace, y con el corazón del dinero, la Bolsa. Cerca, el Botánico, "un jardín romántico, melancólico y apacible", en el que se aclimató por vez primera en el Viejo Continente una original flor de México, la dalia, es una isla verde que cobija a sus espaldas los puestos de libreros de viejo de la cuesta de Moyano.

Alberto Anaut (Madrid, 1955), director de La Fábrica, un proyecto que engloba actividades como el certamen PhotoEspaña, galería de exposiciones y editorial, se mudó hace diez años a la zona cuando aún no había alcanzado la categoría de paseo artístico. "Aquí estaban el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, y nos parecía que cumplía los requisitos para lo que queríamos hacer en La Fábrica, el doble juego de un sitio muy céntrico, pero un poco fuera del circuito".

El ruido en la calle de la Alameda, la sede de La Fábrica, es ensordecedor. Una gigantesca máquina perfora el pavimento para construir un aparcamiento, necesario ahora ante la cercanía del nuevo CaixaForum. Es la rive gauche del Prado, la zona donde conviven galerías de arte con estudios de arquitectura, fruterías de siempre, bazares chinos, ferreterías, alguna imprenta y la que aseguran es una de las mejores churrerías de Madrid.

En la otra orilla, frente al parque del Retiro, tiene su estudio y su casa Hernán Cortés (Cádiz, 1953), pintor, académico de Bellas Artes de Cádiz y uno de los grandes retratistas. Se acerca a menudo al Prado -"es como estar en casa"- para visitar dos o tres cuadros que él considera "suyos": La Anunciación, de Fray Angelico; El Descendimiento, de Van der Weyden, y Pablillos de Valladolid, de Velázquez. Le gusta pasear por las salas, aunque siente una pizca de nostalgia del viejo Prado, el de los suelos de madera que crujían al pisarlos. "Ahora es un espectáculo para recibir a las riadas de viajeros".

El barrio ha cambiado, y según Cortés, para mejor. El día en que el scalextric de Atocha, un ruidoso paso de coches elevado construido en 1968 y demolido en 1985, desapareció, los vecinos descubrieron el cielo y la profundidad de una plaza que ganó belleza con otro de los proyectos de Rafael Moneo, la remodelación de la estación de ferrocarril, la misma donde llegó en 1959 a Madrid Hernán Cortés con su padre desde Cádiz. Su primera visita y su primer recuerdo. "Dejamos las maletas en consigna y nos acercamos al hospital de San Carlos [hoy Museo Reina Sofía] para ver la bata de Gregorio Marañón colgada en una vitrina".

Entre los muros reconvertidos de aquel hospital proyectado por Sabatini en el siglo XVIII, al que el arquitecto Jean Nouvel, el último premio Pritzker, ha añadido más de 16.000 metros cuadrados distribuidos en tres edificios alrededor de un patio con una gran cubierta metálica que se extiende como una flecha hacia la ronda de Atocha, el nuevo director del Museo Reina Sofía, Manuel Borja-Villel (Burriana, Castellón, 1957), se plantea preguntas metafísicas sobre los problemas del arte y los museos espectáculo. "Se convierten en reclamos turísticos, el equivalente en la ciudad moderna a los monumentos del siglo XIX. El que exista tal concentración de museos no es ni bueno ni malo. Tenemos cerca el Prado, con una visión tradicional; el Reina Sofía, que debería ser un museo de arte moderno y contemporáneo que replantee el siglo de la modernidad con vistas al futuro, y el Thyssen, con un peso específico, y todo esto puede crear una serie de sinergias con otros centros de dentro y fuera del país. Si no es así, la acumulación de millones de visitantes se quedará en mera estadística".

Hay cola para subir a uno de los autobuses de dos pisos de la compañía Madrid Visión que hacen la ruta entre el Museo del Prado y el Reina Sofía. Oliver tiene 28 años y ha llegado desde Londres para "ver los cuadros de Goya". Responde al perfil de los usuarios -entre el 70% y 74% tienen entre 26 y 55 años, y el 35,78% procede de países europeos- de este transporte que utilizaron el año pasado 500.000 turistas.

Unas filas de asientos más allá, un matrimonio de Valladolid de edad media se muere de ganas por ver la ampliación que ha hecho Moneo en el Prado. La fila para entrar da la vuelta desde la puerta de Goya hasta la de Velázquez. Al director del Reina Sofía, ese fenómeno le provoca cierta alergia. "Por supuesto que es mejor que vengan que no, pero yo quiero saber qué se lleva esta gente en la cabeza cuando salen del museo".

En el Reina Sofía, las salas que acogen la exposición de las obras del Museo Picasso de París están a reventar. "A mí", dice Borja-Villel, "me produce dolor ver cómo miran los primeros cuadros y luego, literalmente, pasean y hablan entre ellos sin observarlos. Es una visita para decir 'yo estuve allí', pero la experiencia de ver, de pensar, cada vez se produce menos, y con esto no quiero caer en el error de decir que los museos deben ser menos visitados, simplemente hay que tener experiencias distintas. El hecho de que vengan quiere decir que están reconociendo la experiencia del intelecto, y esta afluencia de visitantes, que antes no se producía, es un reconocimiento a unos nuevos usos de la cultura; lo que pasa es que los museos se han quedado meramente en lo cuantitativo, que tiene que ver con una visión consumista, con un deje de parque temático. Es frustrante".

"El Museo tradicional ha cambiado", reflexiona Guillermo Solana, conservador jefe del Thyssen. "Estaba pensado para un perfil tradicional de visitante, hombre adulto, de edad madura, de un cierto nivel cultural… Los museos de ahora tienen que inventar cosas para que su mensaje llegue a más gente. Hoy, el perfil dominante de quienes acuden a ellos es el de una mujer con más de 50 años, con un nivel económico medio bajo-medio alto, y con una formación no muy elevada, pero con un hambre de conocimientos inmensa. Los visitan de forma muy organizada, con monitoras, para aprender, como quien asiste a un curso de arte".

Sentados en corrillo, en el suelo de la galería central del Prado, ante La rendición de Breda, de Velázquez, un montón de niños de cuarto de primaria del colegio La Milagrosa de Arganda del Rey (Madrid) atienden a las explicaciones de sus profesores. En la sala de enfrente, ajeno a todo, Antonio Ríos (Sevilla, 1935) copia en su caballete el retrato del conde duque de Olivares.

-¿Cómo es su cara?

-Muy seria -dicen los niños.

Él es uno de los 51 copistas autorizados por el museo. Los artistas más solicitados para reproducir fueron, por este orden, Velázquez, Goya, El Greco y Murillo, y como novedad entraron en la lista de favoritos Rubens, Ribera y Tiziano.

"La tradición de los copistas se mantiene", asegura Zugaza, "porque nos recuerda que los museos se crean, entre otras cosas, para la formación de los artistas. Y para el público, ver a un copista es muy didáctico porque observa la dificultad de componer, de pintar". Las únicas normas que rigen son las de no incomodar a los visitantes y no hacer una copia del mismo tamaño que el original.

Antonio Ríos llega cada mañana al Prado como si fuera a la oficina, de lunes a viernes, de nueve de la mañana a siete de la tarde. Sólo sale para comer. El menú que ofrece la nueva cafetería le resulta caro -más de 14 euros- y además aprecia la comida casera. Ríos es el decano de los pintores de copia.

Entró en el museo con 15 años menos un día, y aún recuerda su primer trabajo, Cristo y el Cirineo, de Tiziano. En 58 años ha copiado tres veces Las meninas, la primera vez en 1958. "Aquí no viene a pintar cualquiera, tiene que tener un currículo mínimo", dice Ríos, quien señala con orgullo cómo ha conocido a 14 directores del Prado. Sus preferencias se reparten entre Sotomayor y Alfonso Pérez Sánchez, "para mí, el mejor", dice.

José Guirao (Pulpí, Almería, 1959) -director del Reina Sofía de1994 a 2000- lleva cinco años al frente de La Casa Encendida, un prestigioso centro cultural de la Obra Social Caja Madrid, en Lavapiés, fuera del cuadrilátero del arte, un barrio mestizo y alternativo, fronterizo con el Reina Sofía y que expresa mejor que ninguno la idea de Madrid como una ciudad con puerto franco. La Casa Encendida programa exposiciones -la de Andy Warhol en 2007 fue visitada por más de 70.000 personas-, conciertos de música y arte experimental. Guirao trabaja como un outsider de las vanguardias y cree que a la milla de los museos hay que llenarla de contenido, "desarrollar proyectos, trabajar más en el terreno simbólico".

El eje cultural se alarga en el futuro. Más allá de La Casa Encendida, cerca de la glorieta de Embajadores, en lo que fue una fábrica de tabacos, el Ministerio de Cultura planea levantar un gran centro cultural de 35.000 metros cuadrados. Pero por ahora la nueva estrella del paseo del Prado es el edificio de CaixaForum. Ricardo Rodríguez-Vita, su director, confirma que las previsiones de afluencia se han desbordado. En un solo fin de semana, de los nueve que lleva abierto, puede recibir más de 70.000 visitantes. "Nuestra línea es más la de un centro social y cultural en el que las exposiciones no son lo único. Queremos divulgar el arte en todas sus manifestaciones".

María Luisa Heras, una mujer menuda, ya jubilada, con el pelo corto teñido de rubio y tan coqueta que se niega a confesar su edad "más cerca de los 80 que de los 50", es voluntaria cultural en el Reina Sofía. Hoy explica a un grupo de discapacitados cuál es el significado de El enigma sin fin, de Dalí: "Son sueños que tienen relación con nuestras vidas; es una sucesión de imágenes del subconsciente…".

Mientras, en el cercano museo del Prado, Pilar Sedano, jefa de restauración, muestra orgullosa su flamante departamento. La luz natural entra a raudales por los ventanales y da de pleno en los retratos de los condes de Fernán Núñez, de Goya. Almudena Sánchez, una joven restauradora, está en pleno proceso de limpiar el barniz que ha amarilleado con el tiempo. Más allá, Enrique Quintana, Elisa Mora y Clara Quintanilla dan los últimos toques a Los fusilamientos del 3 de mayo y La carga de los mamelucos, curados de las graves heridas que sufrieron en la Guerra Civil y listos para ser colgados en la exposición Goya y los años de la guerra que se inaugura el martes.

Si en algo están todos de acuerdo es en acabar con las colas de entrada como criterio de éxito. "Está bien que haya muchos visitantes, pero hay que distribuirlos para que la gente no note la presión de la masa. Si tienes una fila densa circulando entre las obras, se te quitan las ganas de verlas", dice Guillermo Solana. Para evitarlas, en el Thyssen se ha consolidado el sistema de venta por Internet. Y en esas anda también Miguel Zugaza. La campaña publicitaria Tu entrada al Prado tiene ese objetivo: racionalizar las visitas a la pinacoteca.

Con CaixaForum ha aumentado la familia y la oferta cultural en la milla de los museos. Solana cree que lo importante "es que cada uno encuentre su nicho; tenemos que buscar un modo de no solaparnos y competir en el buen sentido, no rivalizar por las mismas cosas, utilizar complementariamente nuestros recursos". Modigliani, Goya y Picasso, las tres exposiciones temporales que pueden verse en el Thyssen, el Prado y el Reina Sofía, junto con óleos de la Galería de los Uffizi de Florencia en CaixaForum, componen una programación de lujo de la que el director del Prado se enorgullece: "Esta capacidad de producir proyectos tan relevantes es algo excepcional".

Un kilómetro y medio de arte. Una concentración única de grandes museos. Es la milla cultural de Madrid. Prado, Thyssen, Reina Sofía... Un triángulo que hoy es un poliedro y que recibió cinco millones de visitas en 2007.

Arte en la calle. Escultura del artista polaco Igor Mitoraj en la plaza que da acceso al centro CaixaForum de Madrid
Arte en la calle. Escultura del artista polaco Igor Mitoraj en la plaza que da acceso al centro CaixaForum de MadridGENÍN ANDRADA

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