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CON GUANTES
Columna
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El constructor de ventanas

Construía ventanas, evitaba mirarlas.

Hacía mucho tiempo que no se veía nada a través de las ventanas, desde que los edificios se alinearon tan cerca unos de otros que la luz del sol no podía siquiera rozar las viviendas. Las ventanas fueron entonces sustituidas por pantallas y su trabajo era reciclar contenidos para esas malditas pantallas. Pornografía sobre todo, pero también paisajes artificiales, mares, lunas, constelaciones, valles nevados y por supuesto publicidad, toneladas de publicidad. Productos de todo tipo, servicios de toda índole, productos diferenciados, eso sí, pensados cuidadosamente por empresas exigentes para consumidores abrumados. Regresaba a casa con los ojos doloridos, abrasados por las imágenes, y cerraba las cortinas. Las pantallas, por supuesto, no podían apagarse; podían programarse, claro está, secuencias de descanso, imágenes aptas para el sueño, pero aun así la publicidad se colaba en forma de susurrantes mensajes que calaban en la mente dormida con más fuerza que los agresivos anuncios diurnos. Teniendo en cuenta que las grandes corporaciones pagaban la construcción y el mantenimiento de la mayor parte de los edificios de viviendas, tenían todo el derecho de utilizar las ventanas como mejor quisieran, y poco a poco todas y cada una de las habitaciones de la casa se habían ido convirtiendo en soportes publicitarios y los ciudadanos se agrupaban según sus ingresos, cultura, apetencias y sensibilidades en grupos de consumo específicos e indefensos.

"Regresaba a casa con los ojos doloridos por las imágenes y cerraba las cortinas"

Él conocía bien el proceso, pues se pasaba el día diseñando contenidos adecuados para cada una de esas ventanas, contenidos a medida como los llamaban en la empresa. En su tarjeta de identificación lo decía bien claro, Visual Taylor. Es decir, sastre visual.

No era de extrañar que al llegar a casa cada noche corriese las cortinas y bajase el volumen de las ventanas-pantallas hasta el mínimo legal. Enmudecer totalmente el sistema no era posible y cualquier manipulación sobre el mismo era considerada una actividad antisocial y podía conllevar multas cuantiosas y, en caso de reincidencia, la expulsión del edificio y la prohibición de habitar en la ciudad por un periodo de tiempo que iba de la semana de apercibimiento al desahucio definitivo, según la falta. A esto lo llamaban OP (ostracismo permanente). Sabía de gente que había sido desterrada de todas las urbes civilizadas, por destrozar las ventanas con un martillo, por la simple curiosidad de ver qué había al otro lado. Un acto no sólo vandálico, sino además inútil, pues dada la proximidad de los edificios vecinos, al otro lado de las pantallas no había más que otras pantallas idénticas que proyectaban hacia fuera las mismas imágenes que proyectaban hacia dentro.

En fin, que había poco o nada que hacer más allá de cerrar las cortinas y tratar de conciliar el sueño acunado por el runrún eterno de los mensajes nocturnos. Afortunadamente no era un hombre religioso, así que los contenidos de su estancia estaban libres de oraciones y salmodias. Más de una vez, adormilado, se le escapaba una sonrisa cuando coincidía con alguno de los programas que él mismo había desarrollado y se alegraba secretamente de mantener al menos una relación personal con alguno de los mensajes publicitarios, aunque sólo fuera porque él mismo había sido parte activa de esa manipulación a la que no podía llamar su obra, pero sí al menos parte de su buen oficio.

Ni que decir tiene que se dormía estupendamente bajo la tutela de los programas de descanso (no en vano los mejores neurólogos se encargaban de su diseño básico), y que se despertaba uno siempre de un humor formidable, más que dispuesto a trabajar otra jornada a pleno rendimiento y a emplear el ocio de la forma más productiva posible, y perfectamente preparado además para consumir de la manera más acertada.

Sólo él y algunos como él que se dedicaban precisamente a construir ventanas tenían miedo de mirarlas de nuevo al despertar, el resto de la ciudad convivía en dulce armonía con el mundo que le había tocado vivir y ni siquiera echaba de menos la luz, el ruido, las voces o los pájaros de antaño.

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