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Tribuna:OPINIÓN
Tribuna
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Donde crecen el incienso y la mirra

Detrás de los volcanes, se acumulaban nubes de tempestad", escribió Malcom Lowry en Bajo el volcán. "¡Socotra!, mi isla misteriosa del mar Arábigo, de donde procedían el incienso y la mirra y adonde nadie ha llegado jamás".

Hace un tiempo, tras escribir Los árabes del mar, decidí viajar a la isla de Socotra en el océano Índico. La región no me era extraña. Durante algunos años seguí las huellas de los marinos árabes que desde la península arábiga surcaban el Índico, en veleros impulsados por los monzones, hasta las islas de Zanzíbar, Lamu o Socotra en la costa del África Oriental. De aquellos antiguos sultanatos de nombres poderosos como mantras, algunos, como Quiloa o Lamu, se hallaban ocultados en el laberinto de los manglares que les habían mantenido a salvo de las incursiones de las tribus belicosas; otros, como Zanzíbar o la propia Socotra, estaban lo suficientemente alejados del continente para evitar los ataques. Durante siglos, los navegantes árabes acudían cada año con el monzón de invierno en busca de esclavos, pieles de animales salvajes, maderas preciosas, concha de tortuga, ámbar gris y oro. Aquel comercio generó grandes beneficios y el esplendor de los sultanatos llegó a ser tal que Ibn Batuta en su Rihla se hizo eco de su prosperidad al igual que, siglos después, lo haría John Milton en su Paraíso perdido.

Nada sabían de las fabulosas historias que los antiguos o las gentes de otros lugares les atribuían. Pero tenían otras, no menos fantásticas

Entrado este siglo, apenas quedaban vestigios de aquel esplendor: unos pocos palacios derruidos, las casonas de la ciudad de Zanzíbar o las callejuelas árabes de Mombasa y Lamu. De algunos sultanatos como Gede o Quiloa apenas se mantenían en pie unas pocas piedras. La maleza se fue adueñando de las ruinas y desde lo alto de los muros los ficus dejaban caer sus raíces ocultando labrados dinteles y arabescos. Los baobabs crecían en los patios de las mezquitas tamizando con sus hojas la luz del trópico, creando con la brisa un centelleo irreal. Pero, aunque todas aquellas islas ya habían conocido sus mejores días, quedaba la memoria: los antiguos mercaderes y marinos conservaban vivos los relatos de aventuras y naufragios.

A pesar de que Socotra surgía en las conversaciones como un lugar temido y misterioso envuelto siempre en brumas, no la visité durante aquel largo viaje. Quizá porque se escapaba de aquel mundo de los árabes del mar que yo perseguía. Los mismos monzones que propiciaban el intercambio y la civilización, en las cercanías de la rocosa isla de Socotra suponían una amenaza, pues en sus costas no existía ni un solo abrigo natural en el que guarecerse durante las estaciones de los vientos.

Perdida en el Índico, a trescientos kilómetros del Cuerno de África y a cuatrocientos de las costas de Arabia y barrida por constantes vientos que impedían la navegación durante largos meses, el aislamiento había preservado una flora y fauna singulares, con especies propias de otras eras. En Socotra crecían los árboles del incienso y de la mirra, ofrendados con prodigalidad en los rituales paganos e indispensables en las momificaciones de los antiguos egipcios. En la isla se encontraba el áloe socotrino, tan apreciado por los griegos para curar las heridas de guerra que, según la leyenda, Alejandro Magno, alentado por Aristóteles, invadió la isla para procurárselo. En Socotra abundaba, además, el árbol del dragón, en forma de seta gigante, de savia roja como la sangre, que utilizaron tanto los gladiadores del Coliseo para embadurnar sus cuerpos, como los lutieres de Cremona para dar la pincelada decisiva a sus Stradivarius. Durante siglos, atraídos por la riqueza de sus resinas olorosas, indios, griegos y árabes del sur acudieron a Socotra. Tras ellos, los piratas.

Me asombraban las fabulaciones y la continua presencia de yins en los relatos que escuchaba a los marinos sobre Socotra; me gustaba pensar que todo ello era fruto de la larga tradición del sir, o secreto, tan querido por los navegantes árabes que se reflejaba en la imprecisión al informar sobre sus lugares de aprovisionamiento. Me sorprendía el afán que mostraban en narrar toda suerte de leyendas sobre animales monstruosos, y otros peligros, para desanimar así a los posibles competidores, defendiendo de este modo el monopolio que durante siglos tuvieron del comercio en el Índico. Se decía que unas serpientes aladas custodiaban los árboles de incienso o se hablaba de islas magnéticas que desarmaban a los barcos atrayendo uno a uno el hierro de sus clavos. Para los antiguos, el ave Fénix tenía en Socotra su morada y no faltaban quienes aseguraban que era la misteriosa isla del ave Roc descrita en el segundo viaje de Simbad. Para muchos historiadores, Socotra era "la isla de los genios" del Relato del Náufrago, recogido en un papiro de la dinastía XII, que se conserva en L'Hermitage de San Petersburgo. Y no faltaban estudiosos que aseguraban que se trataba incluso de la isla de Gilgamesh en cuyas aguas el desolado rey de Uruk, tras la muerte de su fiel y amado Enkidú, halló la planta de la inmortalidad después de vagar por los límites del mundo conocido. Para Diodoro de Sicilia, desde las cumbres de granito de Socotra, Urano dominó el mundo antes de ser castrado por su hijo Cronos con una hoz de pedernal. En Socotra, según el mismo autor, Zeus Trifilio hizo construir su más espléndido templo. Siglos más tarde, Marco Polo escribió en el Libro de las maravillas que los pobladores de Socotra eran los magos y nigromantes más sabios que había en el mundo. Dominaban los vientos y podían cambiarlos a voluntad. Si un pirata había robado en la isla, lo retenían mediante conjuros. Por más que desplegara sus velas y enfilara el horizonte, los socotríes conseguían con sus sortilegios que un viento huracanado soplara en dirección contraria.

Todas aquellas historias despertaron aún más mi imaginación y, cuando se me presentó la oportunidad, decidí viajar a Socotra. Gracias a un periodista egipcio que había visitado la isla, entré en contacto con Abdelwahab Abdala, nieto del último sultán de Socotra y nieto, también, de su visir. Juntos iniciamos una expedición, en una pequeña caravana de camellos, hacia las cumbres de Socotra, ya que no existe ninguna pista que conduzca hacia el interior. Tan solo los camellos socotríes, más pequeños que los de Arabia, podían avanzar por los cauces de piedra y ascender las abruptas montañas. Me sorprendieron los bosques de incienso, los árboles de la mirra, la multitud de dracos que parecían inmensos paraguas volteados por el viento. Aquel era un paisaje de un mundo arcaico, de agujas de piedra e inmensas rocas desmoronadas. En algunos lugares la tierra se abría en profundo desgarro. A medida que proseguíamos, me daba la impresión de retroceder en el tiempo y de que tarde o temprano terminarían por surcar el cielo enormes pterodáctilos. Y en aquellos momentos, me entretenía fabulando con la idea, quizá descabellada, de que en aquella isla remota habían sobrevivido los últimos saurios voladores hasta la época de los primeros navegantes egipcios, dando lugar a la leyenda de las aves monstruosas. Por las noches, alrededor de un fuego, se contaban historias de brujas y de yins. Aquellos hombres se expresaban en una lengua semítica emparentada con la de la Reina de Saba. Nada sabían de las fabulosas historias que los antiguos o las gentes de otros lugares les atribuían. Ni siquiera habían oído hablar de Simbad. Pero tenían otras, no menos fantásticas. Durante semanas viví en un mundo perdido. Ningún avión surcaba el cielo; ningún barco el horizonte. Dormíamos en cuevas, donde sacrificaban cabras amansándolas con hipnóticos cánticos en los que se pedía perdón a Dios por segar aquella vida necesaria para la supervivencia. Me hablaron de brujas que secaban pozos y agostaban las palmeras. Me contaron relatos de yins que adoptaban la imagen de bellas mujeres para atraer a los hombres y devorarlos. Me intrigaron las historias de los bishush, grandes pájaros que dormían en pleno vuelo y anidaban en las cuevas de la montaña: algunos años, cuando arreciaba la sequía y morían los animales, los pastores se descolgaban con cuerdas por el acantilado para robar los huevos de los bishush. Un día uno de los pastores fue engullido por una serpiente monstruosa.

Una noche, cerca ya de las cumbres de Socotra, Abdelwahab me contó la trágica historia de su familia. Tras la partida de los británicos, el sultanato de Socotra, que hasta entonces era un protectorado, fue entregado a las autoridades de Adén, la capital del marxista Yemen del Sur. Los británicos dispusieron todo para que el sultán huyera en un velero a los Emiratos Árabes Unidos, pero el monarca se negaba: prefería la muerte antes que huir como un cobarde y abandonar su querida tierra. Muchos hombres de la familia fueron ajusticiados por los comunistas que pretendían ahorcar al sultán ante todo el pueblo. Pero entonces, los mahra, tribu del Yemen del Sur emparentada con los sultanes de Socotra, amenazaron a las autoridades de Adén con levantarse en armas si se atrevían a tocar un solo pelo del sultán. El monarca quedó entonces confinado en su modesto palacio para morir al poco tiempo de melancolía.

A punto casi de alcanzar nuestro destino, la vegetación empezó a cambiar. Se hizo más espesa, aparecieron los helechos y los árboles tupidos. A veces debíamos arrastrarnos entre la maleza. Desde lo alto de las cumbres los arroyos se precipitaban en el vacío y su surco plateado serpenteaba hasta perderse en la llanura. Aquel era un mundo no profanado. Aquellas gentes, que en sus cuevas encendían el fuego con bastoncillos y por las noches contaban historias de yins y establecían competiciones poéticas sobre las virtudes de sus animales, permanecían en contacto con el mundo antiguo.

¿Por cuánto tiempo?

Jordi Esteva (Barcelona, 1951) es autor de Socotra, la isla de los genios, que publicará Atalanta a finales de septiembre. www.jordiesteva.com.

El baño de Abdelwahab Abdala, nieto del último sultán de Socotra.
El baño de Abdelwahab Abdala, nieto del último sultán de Socotra.JORDI ESTEVA

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