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Reportaje:PENSAMIENTO

Me declaro culpable

Si alguien me denunciara como sospechoso de etnocentrismo, yo debería en conciencia declararme culpable ante el tribunal. Porque, después de observar imparcialmente las tendencias generales de la cultura contemporánea, llego siempre a la convicción, no puedo remediarlo, de que la presente globalización de la cultura es, en alta proporción, un fenómeno de occidentalización del mundo. No se quiere decir que Europa y EE UU sigan siendo, como antes, los únicos actores de la escena internacional -ya para siempre multipolar o polifónica- sino que, aunque otras potencias asuman en el futuro un amplio protagonismo económico -los BRIC: Brasil, Rusia, India y China-, Occidente, a despecho de los frecuentes trenos que lloran su muerte, está universalizando por todos los rincones del planeta sus instituciones y su concepto de ciudadanía: instituciones como los derechos humanos, el Estado de derecho, la democracia, el liberalismo, la economía de mercado o el Estado del bienestar; y una idea igualitaria y secularizada de ciudadanía, en virtud de la cual, llegado cierto momento, al ciudadano mayor de edad se le reconoce capacidad crítica suficiente para escoger sin tutelas el estilo de vida que prefiera. Los países descolonizados durante los dos últimos siglos en América Latina, África o Asia (incluyendo India y Brasil) han replicado las instituciones y el modelo de ciudadanía de la metrópoli; la caída del telón de acero incorporó gran número de Estados al bloque occidental (incluida Rusia); Japón es una democracia parlamentaria, Turquía anhela ser miembro de la UE, las recientes revoluciones norteafricanas, en lo que tienen de ideológico, promueven reformas para occidentalizar sus países, etcétera.

Quien censure el etnocentrismo occidental debería recordar que Occidente ha sido la única civilización capaz de someterse a sí misma a un cuestionamiento feroz

Sí, sí, por supuesto, Occidente ha incurrido en imperialismos odiosos y en su nombre se han arrasado pueblos enteros, se han explotado sus riquezas naturales y se ha sometido a servidumbre a sus habitantes, quienes han sufrido no sólo la opresión económica y social de la potencia ocupante sino una alienante colonización simbólica: la imposición forzosa de la lengua, la cultura y la religión de los dominadores, con la seguridad que otorgaba a éstos la conciencia de su superioridad moral sobre esas pobres naciones subdesarrolladas a las que, pensaban ellos, iba a redimir de su congénita barbarie el mero roce con una más refinada civilización. Durante demasiado tiempo, en efecto, los occidentales hemos tenido la arrogancia de pensar que la ventaja de la espada -ser militarmente más poderosos- nos confería una ventaja ética y oportunamente nos inventamos una historia universal que, como el mapamundi de Mercator (1569), hacía converger sobre el centro europeo todas sus líneas.

Este etnocentrismo engreído perdió su base cuando en Europa, a partir del siglo XVIII, empezó a desarrollarse una auténtica conciencia histórica. Todo lo humano es histórico y la historia real muestra el cuadro de una amplia pluralidad de culturas, las cuales, por su mera coexistencia, mutuamente se relativizan neutralizando toda pretensión de universalidad normativa de una de ellas frente a las demás. De esta intuición nació el impulso para la más audaz autocrítica que se ha desarrollado nunca en el seno de cultura alguna contra la validez y legitimidad de sus propios fundamentos: el nihilismo occidental. A su sombra, la antropología cultural, la deconstrucción filosófica y los cultural studies, que ponen en el mismo pie todas las culturas del mundo presentes y pasadas, han destronado a Occidente de su antigua preeminencia y han contribuido a sustituir el antiguo etnocentrismo atlántico por un saludable multiculturalismo relativista.

Ahora bien, aceptar el relativismo de las cosas humanas no aboca, como muchos de estos antropólogos suponen, a un escepticismo en el que ningún juicio moral es posible porque cuando se analizan los datos empíricos de la historia -y no se acude a ella, como en el etnocentrismo antiguo, sólo para corroborar una tesis previa- lo que encontramos es, no una infinitud incontrolable de ideas en pugna, que excluiría toda posibilidad de comparación y crítica, sino sólo un escaso número de ellas. Bien mirado, es sorprendente la parvedad de ideas realmente valiosas que la humanidad ha producido a lo largo de la historia y no parece que en el futuro vayan a multiplicarse los descubrimientos espirituales nuevos. Quizá ello se deba a que de la misma manera que el hombre ha llegado a ser biológicamente una especie estable, así también su esencia moral habría revelado ya la mayoría de sus rasgos específicos y ninguna gran originalidad cabría esperar en el porvenir. Precisamente por eso las culturas son conmensurables, sus ideas pueden rivalizar entre sí y los hombres elegir entre una oferta limitada y razonable de ellas. Lo que la globalización nos enseña hoy, como una cuestión de hecho más que derecho, es que las ideas occidentales -sus instituciones y estilos de vida- disfrutan de una creciente aceptación universal y que los ciudadanos de todos los rincones del mundo las eligen entre las demás por propio convencimiento, seducidos por su inmanente capacidad de atracción. Con más verosimilitud el mundo futuro será aún más occidental que más africano o asiático, incluso si China acaba alcanzando el liderazgo económico planetario (cosa que dudo).

Quien censure el etnocentrismo occidental debería recordar que Occidente ha sido la única civilización, en perspectiva comparada, capaz de someterse a sí misma a un cuestionamiento feroz, en verdad radical, y que el historicismo, el relativismo, el pluralismo y el multiculturalismo -fuente del moderno antioccidentalismo- son también una invención genuinamente occidental, como asimismo lo son, en opinión de Max Weber, la ciencia matemática, la empresa, las universidades, la ojiva arquitectónica, la música polifónica o el funcionario jurista. Dado que, según parece, las ideas occidentales están llamadas a expandirse por imitación a lo largo del ancho mundo, mi deseo sería que las otras culturas emulasen menos la corbata, el McDonald's, el consumo histérico o el culto a los ídolos de Hollywood, y más esa superferolítica obra maestra del genio occidental: la autocrítica. O sea, que también ellas aprendan a declararse culpables.

Una remozada calle de Pekín, con establecimientos de McDonald's y KFC.
Una remozada calle de Pekín, con establecimientos de McDonald's y KFC.MAGNUM

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