_
_
_
_
_
Reportaje:HISTORIA

Ellas no se echaron al monte

Jesús Ruiz Mantilla

Detrás de cada leyenda habitan sus propias desgracias. La estela de los héroes deja varias bajas en el campo de batalla. Los maquis en España abandonaron hace tiempo su condición de proscritos. La democracia limpió un nombre sobre el que durante muchos años habían escupido los vencedores. Su historia se ha reivindicado y se ha narrado con letras de oro como una de esas nobles e impotentes luchas de resistencia contra la tiranía. Pero sólo la de los que se echaron al monte; la de aquellos que lucharon, murieron, cayeron presos o acabaron huyendo al exilio tras ser conscientes de que se había perdido todo. Sin embargo, detrás de ellos palpita un drama que hasta ahora no se ha contado en su verdadera dimensión: el de todas aquellas personas que lo sufrieron en los pueblos, señaladas por vivir con el pecado de ser sus mujeres, sus madres, sus hermanas...

Ana R. Cañil les ha hecho justicia. En su libro La mujer del maquis, con el que resultó ganadora del último Premio Espasa de Ensayo, cuenta la peripecia de unas auténticas heroínas calladas en las que nadie había reparado con el protagonismo suficiente. Su historia se la han ido tragando los años, ensombrecida por el poder de todos aquellos que debieron defender.

Lo hacían acogiéndolos, alimentándolos, amándolos, sin pedir nada a cambio. Les resguardaban con su silencio. Y pagaban. Con palizas, detenciones, torturas, humillaciones, con huidas... Señaladas en la frente y en la espalda. Con una marca de culpa y un trauma que dura hasta hoy mismo. "Muchas no han querido hablar, algunas me han cerrado la puerta en las narices. Para otras, contar su historia ha sido una verdadera catarsis", comenta Ana R. Cañil.

Esa última reacción fue el caso de Mercedes San Honorio. O mejor, de Leles. Su historia es la que más protagonismo cobra en el libro de Cañil. Fue la mujer a la que amó Francisco Bedoya, el último maqui abatido en España cuando huía a Francia después de haber resistido en los montes de Cantabria hasta 1957.

Ocurrió en la carretera que va de Santander a Bilbao, kilómetro 158, entre Oriñón y Castro Urdiales (Cantabria). Allí cayó tiroteado. Subió a una ladera. Agonizó toda la noche herido y finalmente fue sorprendido junto a unos matorrales. Mostraron su cadáver con 14 tiros que le habían agujereado el cuerpo. Traicionado no está muy claro por quién. Nunca se supo a qué bolsillos fueron a parar las 500.000 pesetas que pagaban por su cabeza. Su caída fue un trauma que enfrentó durante años a la propia familia: "Julia, la madre de Paco, se alejó de sus otros hijos porque durante un tiempo sospechó que lo habían entregado", dice la autora. Quizá hartos de pagar con palizas las sospechas de cubrirlo, quizás hasta la coronilla de soportar la tozudez de no largarse al exilio. Su sombra en el monte les delataba, les aterraba.

Fueron en cambio ellas dos, Leles y Julia, quienes rodearon durante años con un abrazo fiel la historia de Bedoya. Quienes pagaron tanto como él, con una especie de muerte de la felicidad en vida, sus propios actos. Con Leles, Cañil pudo hablar antes de que falleciera el pasado marzo. Aprovechaba las horas muertas que le dejaba su diálisis para escribir a la autora. Conocer a esta mujer fascinante en Buenos Aires fue lo que la impulsó a afrontar el libro.

A Julia, en cambio, tuvo que reconstruirla con los testimonios de quienes la conocieron. Las dos le resultaron fascinantes. Duras, leales. De piedra. "Mujeres rocosas", describe Cañil. Doña Julia era un carácter típico de Las Carrás, la casona habitada por mujeres sin maridos donde se crió Paco Bedoya. "El destino de las mujeres de Las Carrás era estrellarse con el amor", escribe Ana R. Cañil en el libro. Una especie de casa de Bernarda Alba norteña, hoy abandonada, pero con las huellas de aquel final trágico que acabó con la propiedad en llamas y obligó a Bedoya a escaparse de la cárcel cuando le quedaban sólo seis meses de condena.

Aquella afrenta, la provocación de quienes prendieron fuego a su cuna, fundiendo las paredes y achicharrando el ganado, le tiró definitivamente al monte. Con esa elección, Bedoya marcó su destino. Sacrificó el futuro que tuvo al alcance de la mano por una especie de llamada extraña, por un arrebato de venganza. "Nadie nunca podrá explicar qué le hizo huir", comenta la autora.

Huir y tirar por la borda un futuro seguro junto a Leles, que le esperaba en Argentina. Un futuro con el que soñó y que le prometió en las cartas de amor desde la cárcel. "Te pido que no tengas pena, que el tiempo pasa pronto, y cuando te quieras dar cuenta ya no estarás sola", escribía Bedoya desde su encierro en 1949. Ella ya estaba en América. Su madre, doña Consuelo, la había embarcado con identidad falsa al exilio para alejarla de Bedoya. No soportaba la idea de ver a su hija con aquel revolucionario, y menos de que corriera los riesgos en su pueblo por estar enamorada de un rojo irredento. Más cuando la había dejado embarazada de un niño que tuvo que dejar a su cuidado.

Ismael llegó a conocer a su padre. La familia Bedoya se lo llevó a la cárcel. Pero de aquello apenas se acordaba a medida que fue creciendo. Tuvo que encajar su propia historia a base de preguntas indiscretas. Bedoya no logró embarcar a Argentina. Pero Ismael sí fue a reunirse con su madre. En Buenos Aires, los dos rehicieron una vida diferente. Leles se casó. Pero el pasado jamás la abandonó. "En su cuarto tenía a los pies de la cama una foto de los Picos de Europa, el mismo paisaje que veía ella desde su ventana. Me dijo que cada noche se acostaba con esa imagen en la cabeza", dice Cañil.

Tampoco pudo olvidar el recuerdo de su verdadero amor. Un amor del todo imposible que, tal como ella confesó, fue exclusivo. "Nadie nunca pudo saber lo que nos quisimos Paco y yo. Él fue mi amor, mi único amor, el primero y el único. Jamás pude olvidarle. Y que Agustín, que ha sido siempre tan bueno conmigo, me perdone. A cambio, yo le di a Agustín, aquí en Buenos Aires, mi otra vida, la de exiliada, la de buena esposa, mi cariño, porque mi amor de enamorada se lo llevó todo Paco Bedoya", le dijo la mujer en una de las conversaciones que mantuvieron antes de morir.

Nadie pudo sacarle los restos del recuerdo. Ni su hijo, ni sus nietos. Gracias a libros como el de Cañil, o al espléndido documento reciente de Antonio Brevers, Juanín y Bedoya. Los últimos guerrilleros (Cloux Editores), todos ellos se han enterado de la verdadera historia de sus orígenes. Fue un asunto tabú, enterrado en las conciencias de cada uno. Ni siquiera pudieron hablar de ello Leles y su madre. Ni en los últimos años que pasó doña Consuelo en Argentina. "Murió en su casa, pero nunca lo hablaron". Aunque doña Consuelo, quizá por remordimiento, dio pistas a su nieto para que buscara aquel pasado.

Ismael, que falleció este verano, llegó a conocer su historia a fondo. La de sus padres y la de sus abuelas o sus tías, que sufrieron en sus carnes la represión. Las andanzas de Bedoya junto a Juanín en el monte eran demasiado para no dar un escarmiento público. O para no utilizar a su familia como un cebo siniestro y miserable que les obligara finalmente a entregarse.

Las mujeres de Las Carrás sufrieron cárcel, castigos, sustos permanentes. Vivían en constante tensión. Vigiladas sin descanso para que no les diesen cobijo. Aunque ni eso pudieron evitar, porque, sin ir más lejos, antes de su huida, el propio Paco Bedoya estuvo escondido en un zulo de su casa. Fue después de que a Juanín, su último compañero y su mentor, el hombre que le arrastró a resistir en el monte y que fue líder de la brigada Machado, le alcanzaran por casualidad en un cruce una noche tonta en que bajaron al pueblo.

Algunas de ellas, al rememorarlo, se venían abajo. "En la cárcel se sentían seguras. Lo peor eran los traslados", comenta Ana Cañil. Las trataban como perros, las atemorizaban. Quién sabe qué más... Escuchar a un cabo o a un sargento decir "esta noche hay carne fresca" da idea de las vejaciones que llegaron a sufrir.

Por no hablar del ambiente de afuera, completamente castrante para las mujeres. A las penurias de la derrota se unía una opresión angustiosa con normas de modestia y decencia clavadas en las puertas de las iglesias. Un paisaje de velos y medias negras que le sentaban muy bien a los nubarrones grises del monte, a las brumas de Liébana y el Val de San Vicente, escenarios de ésta y otras historias.

En mitad de esa pesadilla no era raro que los guerrilleros atrajeran a las mujeres. Bedoya sólo tuvo un amor. Pero Juanín llegó a seducir a varias, entre ellas, las solitarias sin maridos de Las Carrás, donde se escondía a menudo en la época en la que Bedoya todavía flirteaba con la causa, pero no estaba comprometido a fondo. "Alguna me dijo lo que veían en ellos. No olían a boñiga, se lavaban a diario en el río, tenían buena labia", comenta Cañil.

Pero ellos también dejaron a muchas en la estacada. "Las utilizaban constantemente, para hacer de enlaces, para buscar comida...". Para acostarse con ellas. Para retozar por el monte. Entre ellos había un caso especial. El de Carlos Cossío, alias Popeye. "Era un pincel, todo encorbatado". Pero indiscreto. No dejaba de hacer fotos, algo que exasperaba a Juanín, que estaba convencido de que un día se llevarían un disgusto. Popeye sedujo a alguna mujer aparte de su esposa. Luisa Pérez de Cos fue un ejemplo.

También se quedó embarazada y llegó a casarse con otro. Pero antes soportó una dura travesía. "Él la envió una carta para sacarla de allí y llevársela, pero un familiar la interceptó y nunca pudo leerla", comenta hoy la hija de ambos, Josefina. Luisa parió mientras permanecía presa en la cárcel de mujeres de las Oblatas. Pero hoy, al teléfono, no quiere recordar demasiado aquello.

Sí dice que ha llegado a ver en la televisión cosas que vivió. "En esa serie de todas las tardes, Amar en tiempos revueltos, me he encontrado con cosas semejantes". Se reencontró con Popeye al morir Franco y recuperaron una amistad interrumpida. Los dos habían rehecho sus vidas. Ella volvió al pueblo, a Gandarilla, dispuesta a encararlo todo después de tres años en la cárcel y a mantener a su madre y a su hija, ya que el padre estaba en El Dueso. "Mi madre fue una campeona. Nunca me ocultó nada, aunque pasó mucho miedo. Con los años la he entendido bien, aunque le costó contarme algunas cosas", recuerda Josefina.

También tuvo ocasión de hablar con su padre natural. "Carlos Cossío y yo pudimos aclarar muchas cosas en vida", añade esta mujer que hoy anda ya por los 60 años y sin miedo a la verdad. "Más que desenterrar a los muertos, lo que debería hacerse es contar nuestras historias. Para que nadie las olvide, para que no se vuelvan a repetir".

Ni la suya, ni la de Leles, ni la de Julia, ni la de Zoilina, que acabó en Chicago bordando vestidos de alta costura después de haber huido a Cuba con su madre- abuela Hilaria, ni la de las mujeres de Juanín, las Fernández Ayala, que también tuvieron que pagar duro el precio de sus genes. Sus historias de silencio y resistencia saltan ahora y nos asombran con la contundencia de una cruda verdad, hasta ahora oculta.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_