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Reportaje:

Los escritores delincuentes

José Ovejero

Cuando Norman Mailer estaba escribiendo La canción del verdugo, en la que cuenta la historia de Gary Gilmore, el presidiario que luchó para que no le conmutaran la pena de muerte, recibió una carta de otro presidiario, Jack Henry Abbott, quien le ofrecía ayuda para entender la violencia en las cárceles estadounidenses. Después de intercambiar algunas cartas, Mailer quedó impresionado con la lucidez de Abbott y le apoyó para que le publicasen un libro, En el vientre de la bestia, y también para que le concedieran la libertad condicional. Posiblemente Mailer pensó que, aunque su protegido hubiese cometido delitos particularmente violentos, quien es capaz de escribir reflexiones tan atinadas y de pensar con tanta penetración sobre sí mismo, no merecía estar en la cárcel. Pocas semanas después de obtener la libertad condicional, Abbott mató a un camarero de una cuchillada.

Teniendo una historia tan interesante que escribir, la propia, ¿para qué buscar más lejos?
Muchos también quieren que los lectores seamos conscientes de nuestras propias culpas, que la sociedad no es menos criminal que ellos
El escritor delincuente que cuenta su experiencia en la cárcel no solo se evade con sus pensamientos, también puede buscar una nueva forma de justicia

Es comprensible que Mailer quedase fascinado por Abbott: su prosa es poderosa, cargada de energía, sus reflexiones, a menudo inteligentes, poco habituales en alguien que había pasado toda su vida en la cárcel -desde los doce años solo había disfrutado de nueve meses de libertad-, y que se había formado a sí mismo mediante la lectura: en En el vientre de la bestia, Abbott presume de no haber visitado ningún curso para presos porque los consideraba una manera de domesticar al recluso, de enseñarle solo aquello que el sistema desea que conozca. Había conseguido su formación intelectual mediante la lectura; para ponerlo en sus propias palabras: "Nunca había oído pronunciar las nueve décimas partes de mi vocabulario". Esa misma fascinación la han sentido numerosos intelectuales que han promovido la libertad de escritores que se encontraban encarcelados: el polaco Segiusz Piasecki, autor de esa hermosa novela que es El enamorado de la Osa Mayor; el dramaturgo -quizá justamente olvidado- Alfonso Vidal y Planas; el costarricense José León Sánchez; la chilena María Luisa Bombal, el autor de novelas negras Massimo Carlotto; todos ellos, y otros muchos, tienen en común haber salido de prisión sin cumplir íntegra su pena gracias a la presión de intelectuales que admiraban la obra de esos autores. La mayoría, al contrario que Abbott, no volvió a delinquir.

Quizá el atractivo del escritor que ha estado en la cárcel resida en que le suponemos una vida mucho más interesante que la nuestra, de la que queremos que nos haga partícipes. Conscientes de ese atractivo, incluso hay quienes se inventan un pasado delictivo para seducir a la prensa y al público: un caso reciente es el de James Frey; sus libros se convirtieron en superventas tras aparecer en el programa televisivo de Oprah Winfrey y revelar sus delitos... inventados. Otro ejemplo es el de Jean Ray, autor belga de historias fantásticas y de terror -muy recomendable la novela Malpertuis-; Ray se inventó un pasado de contrabandista y una genealogía que lo hacía descender de un lobo de mar y de una mestiza sioux. Ese deseo de impresionar mediante el contacto con el mundo carcelario puede llevar a extremos ridículos, como el del escritor Fréderic Beigbeder, personaje de la literatura y de las fiestas francesas de famoseo, quien promocionaba su novela más reciente explicando con cierta solemnidad cómo le había influido su estancia en prisión; había pasado nada menos que 48 horas en detención provisional.

La mayoría de los "escritores delincuentes" ha contado su autobiografía, más o menos novelada. Teniendo una historia tan interesante que escribir, la propia, ¿para qué buscar más lejos? Contar, contarse, justificarse, aportar pruebas de descargo, coartadas, circunstancias atenuantes. El escritor que ha pasado años en prisión usa el libro que escribe como nueva sala del tribunal: en él aporta datos, las pruebas que no se tuvieron en cuenta, y el lector se convierte en el juez que debe considerar si la pena impuesta fue justa o no. Pero eso no basta; muchos también quieren que nosotros, los lectores, seamos conscientes de nuestras propias culpas; la sociedad a la que pertenecemos no es menos criminal que ellos. Ya en el siglo XV, el magnífico y provocador poeta francés François Villon, que pasó varias temporadas encarcelado y al que solo el exilio salvó de la pena de muerte, ponía en duda las categorías morales con las que juzgamos los delitos: "¿Por qué me haces llamar ladrón? / ¿Porque se me ve piratear / sobre un pequeño navío? / Si como tú pudiera hacerme armar / como tú emperador sería".

El doble objetivo de reivindicarse y de acusar a los demás cumplen los dos volúmenes autobiográficos de Chester Himes; por un lado Himes reconoce sus delitos, incluso los magnifica, porque no quiere quedar como el delincuente cutre que era, pero no se olvida de acusar también a la sociedad brutalmente racista que le tocó vivir; si él es culpable, ¿qué decir de una sociedad que te niega el trabajo porque eres negro, es más, que te puede encarcelar y obligarte a realizar gratis duras faenas porque estás en paro y eres un maldito negro? Que no le vengan a él con culpas.

El otro aspecto que Himes quiere retocar es el de su sexualidad; machista feroz, obsesionado con el sexo interracial, homófobo que en sus novelas ambientadas en Harlem se ensaña con travestis y maricas, tiene un pasado que encaja mal con su pose de hombre de una pieza: en una novela de juventud, veladamente autobiográfica, el protagonista tiene relaciones homosexuales en la cárcel. Así que, además de corregir esa novela para dificultar la identificación del protagonista con el autor, en su posterior autobiografía resalta sus devaneos con prostitutas, cuenta sus relaciones con numerosas mujeres, pero solo dedica unas pocas páginas a los ocho años que pasó en la penitenciaria de Ohio. Pero no nos apresuremos a levantar el dedo acusador: todos ensayamos gestos ante un espejo imaginario para encontrar esa imagen que nos satisface y que es la que deseamos que vean los demás.

También Karl May, el prolífico autor alemán de novelas de aventuras, padre de Winnetou y de Old Shatterhand, quiso remendar el pasado al final de su vida, cuando se vio acosado por periodistas carroñeros que pretendían desvelar sus imposturas. May nunca fue un buen escritor, a pesar de ser un gran creador de personajes y de ficciones, no tanto en la literatura como en la vida real; ya de joven había realizado estafas asumiendo una identidad que no era la suya, llegando a hacerse pasar por inspector de policía y, una vez detenido, por rico propietario de plantaciones en Martinica. Pero su personaje más logrado fue el del escritor Karl May: aunque nunca había puesto un pie fuera de Europa, empezó a alimentar la leyenda de que él era en realidad Old Shatterhand y había estado al mando de una tribu de apaches, se fotografiaba ataviado con sombrero de ala ancha, botas altas, collar de "dientes de oso" y pistola al cinto; su casa estaba llena de trofeos de caza supuestamente abatida por él; presumía de hablar más de cuarenta idiomas, aunque tan solo chapurreaba francés e inglés. Y el público decidió creer que lo que May contaba en sus novelas eran historias reales, aspiración desconcertante en quien abre un libro de ficción. Cuando sus imposturas empezaron a ser reveladas, May fue cambiando la versión de su historia, escribió una autobiografía mucho más realista, pero en la que silenciaba o pasaba de puntillas por aquellos detalles que precisamente quiso hacer olvidar con el personaje que había construido: la miseria de los primeros años, el padre alcohólico y violento, sus robos y sus estafas. El libro debía absolverle, demostrar su inocencia.

Algún escritor ha buscado esa absolución de manera más sutil, esto es, confesando sus culpas pero presentándose como una persona nueva, cambiada, reformada. Y si el escritor se ha transformado, se ha convertido en otro, ¿no sería injusto acusarle de los actos cometidos por su antiguo yo? Maurice Sachs desarrolló esta técnica hasta la perfección. Amigo de Cocteau, Gide, Max Jacob, sablista, estafador, ladrón; creo que revela bastante sobre su personalidad saber que Sachs era un judío que se convirtió al cristianismo y después se hizo protestante, siempre por razones que no tenían que ver con la religión sino con el interés. A pesar de todo, no es fácil asomarse a la profundidad de sus contradicciones: adoptó a un niño y lo abandonó a los pocos meses, y aunque había escrito furiosas diatribas contra el antisemitismo de sus contemporáneos, se convirtió en espía para la Gestapo y después en delator de los compañeros que estaban encarcelados con él; si solía salirse con la suya en sus chanchullos es porque Maurice Sachs era una persona con tanto encanto que podía seducir a hombres que nunca habían mantenido una relación homosexual y recuperar una y otra vez la confianza de aquellos a los que robaba.

De joven se había jurado ser un gran hombre o nada, disyuntiva particularmente peligrosa. Cuando terminó su primera novela se la envió a Cocteau, quien sentenció: "Maurice, tú podrás hacer todo lo que quieras menos una cosa: ser escritor". Y más tarde también dirían de él que su mejor libro era su conversación. Pero eso no impidió que publicara varios libros autobiográficos, unos más novelados que otros, en los que contaba con descaro sus pillerías, disimulaba sus delitos, engatusaba al lector para que le concediese su perdón: ¿acaso no tiene más merito quien sale de la abyección que quien no ha sufrido nunca la tentación de caer en ella?

Otros escritores delincuentes, pocos, prefirieron no adornar su propia historia y contarla con un máximo de objetividad, sin buscar el perdón o una sentencia absolutoria. Hugh Collins lo hace de manera quizá más descarnada que ningún otro; Collins llegó a ser considerado el hombre más violento de Escocia. Con al menos una muerte a sus espaldas, y una larga historia de alcohol, drogas y cuchilladas, vivió en una guerra perpetua y salvaje contra sus carceleros. Tras participar en un programa de reinserción en una unidad especial para convictos particularmente violentos, descubrió la escultura y la escritura. En sus obras autobiográficas, de las que no hay traducción al español, no hace como Sachs ese acto de prestidigitación de desdoblarse en dos personas, una culpable y una inocente. No pide disculpas ni enmaraña los hechos, y se atreve a describir sus actos sin ningún tipo de paños calientes: "Le agarré por detrás, le cogí por el pelo, tiré de su cabeza hacia atrás y le rajé a lo largo de la mandíbula derecha; la sangre me salpicó de repente la cara, el pelo y la camisa en un chorro constante [...] La mayoría de las autobiografías criminales utilizan la amnesia, pasando de puntillas sobre los hechos. Es increíble cuántos asesinos no pueden recordarse matando a una persona. Lo que yo estoy describiendo aquí es la fealdad de la violencia gratuita. ¿Hay algún otro tipo de violencia?".

Otro autor delincuente que no busca justificarse es Jack Black, cuya autobiografía novelada Nunca ganas es una de mis favoritas. Quizá sea excesivo considerarlo escritor, ya que su principal obra es esa autobiografía para la que además contó con la ayuda de una mujer, Rose Wilder Lane, quien también ayudó a su madre, Laura Ingalls, a escribir la serie autobiográfica La casa de la pradera. El libro de Black, aunque pretende ser una advertencia de que la vida delictiva no lleva a ningún sitio, también es un canto a sus años de vagabundeo y robos, a esas décadas en las que el salvaje Oeste va civilizándose, entrando en una modernidad quizá más confortable pero desde luego menos excitante que la etapa vivida por Black durante su juventud; contado con un estilo distante, casi objetivo, el libro cautiva al lector por su descripción detallada de los robos de Black y sus amigos en Estados Unidos y Canadá, y también por sus críticas al sistema carcelario. Otro de los méritos del libro es que sirvió de inspiración a William Burroughs, uno de los grandes autores delincuentes. Politoxicómano, hizo de la droga su razón de ser y el sustrato del que se alimentó una escritura al borde de la disolución. Homosexual -en una época en que era delito serlo-, drogadicto, homicida, ni siquiera oculta sus fantasías pederastas. Otro que no pide disculpas ni perdón. Le da igual lo que piense la gente, solo se interesa por las drogas y los efectos en su cuerpo, al que trata como materia inerte, con la frialdad de un científico que experimenta con cobayas. Su delito principal es sobradamente conocido: mató a su mujer de un disparo jugando a Guillermo Tell, aunque lo que ella balanceaba en la cabeza no era una manzana sino, mucho más apropiado para la vida de borracheras y cuelgues de ambos, una copa llena de cualquiera que fuese el alcohol que estaba bebiendo. Ese momento no le abandonó nunca, como no le abandonó su pasión por las armas, para escándalo de muchos.

Tampoco se disculpó Jean Genet, quien hizo del delito una religión. A él le debemos una frase que podría aplicarse a tantos de sus compañeros de escritura y de prisión: " [...] mi vida debe ser leyenda, es decir, legible, y su lectura dar nacimiento a una emoción nueva que llamo poesía: yo ya no soy nada más que un pretexto".

Pero sería demasiado limitado pensar que los escritores delincuentes escriben solo para hablar de sí mismos. Ni siquiera todos lo hacen, como Álvaro Mutis; aunque escribió en Diario de Lecumberri sobre su estancia de casi año y medio en esa prisión mexicana, apenas habla de sí mismo y parece mucho más concentrado en contar lo que le rodea que en su propia historia, quizá porque prefiere hacer olvidar su delito -malversación de fondos-, pero quizá también porque cuando llegó a la cárcel ya era escritor y como tal tenía intereses lierarios que iban más allá de dar testimonio de sí mismo. Y Anne Perry fue mucho más radical: no dedicó ni uno solo de los numerosos libros que ha publicado a la propia historia, aunque en este caso sin duda se debe a que durante muchos años prefirió ocultar que, cuando era una adolescente, ella y una amiga habían asesinado a la madre de esta en un parque machacándole el cráneo con un ladrillo metido en una media. Solo cuando la película Criaturas celestiales desenterró aquel lejano proceso, se vio obligada a revisitar un pasado que hubiera deseado mantener oculto. Sin embargo, el tema de la culpa y del recuerdo de esa culpa surge una y otra vez, casi involuntariamente, en sus novelas. ¿Hasta cuándo es alguien culpable? ¿Lava el olvido la culpa? ¿Debe esta ser expuesta en público, no tiene el culpable derecho a la intimidad? Estas preguntas aparecen implícitas en su literatura, que se vuelve autobiografía clandestina, lamento, contrición.

Escribir, sí, para contar la propia historia, pero también porque es una manera de trascender los muros de la prisión. Sobre todo los escritores que nunca habían tenido relación con la literatura, algunos casi analfabetos, de repente descubren que la escritura les libera, no solo porque el libro les permite adentrarse en un mundo en el que son ellos los que imponen sus propias reglas, en los que son sus deseos los que cuentan y no las órdenes de los guardianes; también porque el libro, una vez publicado, se convierte en un instrumento de rebelión: la cárcel hasta hace muy poco, era -y aún lo es en muchos casos- el lugar del silencio, de la sumisión, donde quedan en suspenso los derechos humanos básicos, un sistema totalitario en el que no existe libertad de expresión y donde el castigo puede imponerse con una severidad desproporcionada. Hablar estaba prohibido en muchas cárceles; escribir era un delito que podía ser castigado con penas corporales. Muchos de quienes han escrito de la cárcel cuentan cómo un guardián les quita las páginas escritas, las destruye a veces con placer sádico. Porque el libro sortea el silencio impuesto; lo que el convicto no puede decirle al guardián desde dentro se lo dice desde el exterior: el libro regresa a la cárcel para hacer justicia, también como venganza; la literatura creada en prisión traza una historia del terror en el inframundo carcelario. El escritor delincuente que cuenta su experiencia en la cárcel no solo se evade con sus pensamientos, también puede buscar una nueva forma de justicia, e incluso puede obtener un medio de vida alejado del delito al salir de prisión. Pocas veces podrá decirse con más razón que la literatura es liberadora.

José Ovejero, autor del texto de estas páginas, acaba de publicar en la editorial Alfagura 'Escritores delincuentes'. El libro retrata la atracción por personas fuera de la ley que escriben de su vida, de la culpa, de la capacidad redentora de la literatura, de la verdad en la ficción.

Escritores

Jean Genet

Francés (1910-1986). Vagabundo, ladrón y chapero; exhibió lo más descarnado de su deseo carnal homosexual. El autor de 'Diario del ladrón', 'Querelle de Brest', 'Las criadas', 'Un cautivo enamorado' y 'El condenado a muerte' hizo religión del delito. Tuvo hasta diez condenas consecutivas.

Anne Perry

Inglesa nacida en 1938. Cuando tenía 16 años, planeó y ejecutó con su amiga Pauline el asesinato de la madre de esta. Le machacaron el cráneo con un ladrillo. No quiso volver sobre su pasado hasta que la película 'Criaturas celestiales' (1994), de Peter Jackson, desenterró el lejano y doloroso proceso (sobre estas líneas, un fotograma).

Jack Henry Abbot

Estadounidense (1944-2002). El mejor ejemplo de la tensión entre las pulsiones criminales y la capacidad creativa. Autor de 'En el vientre de la bestia'. Cautivó a Norman Mailer, que le ayudó a conseguir la libertad condicional. Pero mató a un camarero, volvió a la celda y se suicidó.

Hugh Collins

Este escocés tuvo un largo historial de alcohol, drogas y cuchilladas, aunque solo se le pudo probar un asesinato. Descubrió la escritura y la escultura en un programa de reinserción, gracias al cual pudo abandonar la prisión tras 15 años encarcelado. Publicó su primer libro, 'Autobiografía de un asesino', en 1998, seis años después de haber sido puesto en libertad.

William S. Burroughs

Estadounidense (1914-1997). Uno de los grandes autores que hizo del delito seña de identidad. Politoxicómano, adicto a la heroína y las armas, y homosexual

-cuando era delito- que no ocultaba sus fantasías pederastas. Miembro de la generación 'beat' y referente contracultural. Mató a su mujer de un extraño disparo.

Jack Black

Nacido en Vancouver (Canadá) en 1871; criado en Misuri (EE UU). Murió en 1932, supuestamente se suicidó. Otro delincuente escritor que nunca buscó justificarse y que nos dejó una importante autobiografía novelada, 'Nunca ganas'. En ella critica la vida criminal, pero también el sistema carcelario. Es, ante todo, un canto a la libertad.

Chester Himes

Escritor afroamericano que nació en Misuri en 1909 y murió en Alicante en 1984. Famoso por sus novelas policiacas con el conflicto racial como protagonista. Su vida en el filo del abismo -robos, juegos y homofobia- marcó su juventud. Al final ingresó en prisión por robo a mano armada. Las letras le permitieron volar desde la celda.

Frederic Beigbeder

Francés nacido en 1965. Representante del escritor que coquetea con el lado oscuro de la vida -oscuro pero 'light'- como promoción en los medios y las fiestas de famosos. Trabajó en publicidad y ha sabido usar el malditismo como 'marketing'. Así, ha sacado provecho a las 48 horas que pasó en prisión en 2008 por posesión de cocaína.

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