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LA ZONA FANTASMA

El espionaje aceptado

Javier Marías

Hay lectores que me preguntan por qué me gusta tan poco la sociedad actual o tengo tan mala opinión de ella en su conjunto. Una de las razones principales es que cada vez me parece más desdeñosa de sus libertades, de su derecho a la privacidad y a la intimidad. O, por decirlo de manera menos periodística, más propensa a olvidar que todo el mundo -y no sólo los políticos, que hacen abuso de él- tiene derecho a ocultar y a mentir. No necesariamente, además, con el fin de engañar, sino sencillamente porque uno puede -y a mi parecer, debe- decidir no contarlo todo, guardarse cosas, que no todo se sepa de uno, que haya esferas de su existencia desconocidas y que pertenezcan sólo a cada individuo. Conviene tener secretos, aunque sean inocuos, y no creo que a nadie le hiciera gracia que alguien estuviera enterado de todos sus pensamientos y actividades, dónde va, en qué pierde el tiempo, lo que opina de cualquier asunto, la índole de sus aficiones, qué compra, cuáles son sus paseos, a quién ve o con quién se trata. E insisto: en la ocultación no tiene por qué haber siempre un propósito de engaño. Basta con que uno decida: "Esta inocente costumbre es sólo mía. Nadie tiene por qué estar al tanto". O bien: "Esto no voy a contarlo. Simplemente porque no me da la gana". En ocasiones, incluso, he visto cómo alguien callaba algo por modestia, y sólo al cabo de años de tratarlo he descubierto, por ejemplo, que ese alguien tocaba el piano magníficamente. Es decir, ni siquiera debe uno dar explicaciones de por qué silencia algo. En cuanto al engaño, forma parte de la vida y también debe uno tener la posibilidad de ponerlo en práctica.

"El engaño forma parte de la vida y debe uno tener la posibilidad de ponerlo en práctica"

Recuerdo que cuando era muy joven y estaba en mis primeros años de Universidad -dieciséis, diecisiete años-, salía casi todas las noches y regresaba tarde. A veces me había quedado de charla con mi primo Carlos Franco y mi amigo Nacho Amado hasta las tantas, sentados en un banco. No tenía nada que ocultar, pero me irritaba sobremanera que mis padres me preguntaran de dónde venía o con quién había estado, o que mi madre apelara a su intranquilidad para justificar su desvelo hasta que me oía entrar por la puerta. No dudo que fuera sincera, pero yo tenía tanto apego a mi libertad que no estaba dispuesto a cambiar de hábitos. Era egoísta, desde luego, pero también ella lo estaba siendo al pretender que me quedara en casa o regresara más temprano. Y reivindicaba mi derecho a ser reservado: "De por ahí, con gente", era mi invariable respuesta. Y eso que mis padres fueron siempre respetuosos de mi vida y de la de mis hermanos, y nunca especialmente inquisitivos, a diferencia de la mayoría.

Veo que hoy, en cambio, gran parte de la población acepta ser controlada y espiada. Lejos de protestar porque cada vez haya más cámaras vigilándonos y grabándonos, a los más eso les parece una delicia. Gente timorata, histérica, con el miedo que le inoculan los poderes públicos ya instalado en el cuerpo. Gente que, si pudiera, aboliría todo riesgo y por lo tanto todo azar. Que da por bueno que se sepa dónde está y lo que hace, con tal de que eso "disuada" a los peligrosos, a los que no los disuade casi nunca nada. A esta vigilancia obsesiva por parte del Estado, de los bancos y los comercios, se une ahora la de los particulares -unos padres, un marido, una esposa, un celoso-, que nos pueden localizar al instante mediante los teléfonos móviles o mediante chips o transmisores. Y eso se acepta. Tras leer el reportaje que sacó hace un mes en este diario María Antonia Sánchez-Vallejo, no he leído una sola línea preocupada por lo que contaba. Con el pretexto de que a cualquier herramienta se le puede dar buen uso (es aconsejable saber dónde está un paciente de Alzheimer, un niño pequeño, un perro aventurero o un alpinista), da la impresión de que a todo el mundo le parezca estupendo, o aún peor, normal, que alguien pueda conocer nuestro paradero en todo momento. Para ser objeto de seguimiento sólo hace falta que, desde el propio móvil, se consienta en ello. Nada más fácil que coger el móvil del marido, de la mujer o del hijo, y dar desde él un consentimiento usurpado, falso. Ese fue el caso de la rusa Svetlana, asesinada por su ex-novio tras encontrárselo inesperadamente en un programa de televisión sin escrúpulos. Ella lo ignoraba, pero quien fue su verdugo conocía todos sus pasos. Al leer sobre tal posibilidad, a mí se me heló la sangre, pero me temo que estoy casi solo en eso. En el mismo reportaje, había madres cínicas que obligaban a salir a sus hijos con un microchip y decían: "No lo hago por afán de control, sino porque me da tranquilidad". Y un psicólogo majadero añadía: "Los padres tienen la obligación de controlar a sus hijos, de velar por su integridad y seguridad, y podemos suponer que su uso no va a ser abusivo". No sé por qué "podemos suponer" tal cosa y no la contraria, dado el carácter cada vez más policial e inquisitorial de nuestras sociedades. En todo caso sería de agradecer que alguien hablase de la obligación de respetar la vida y la libertad y el secreto de los demás, aun a costa de nuestra zozobra. Sea como sea, he aquí una razón más para no llevar móvil, esa trampa que no sólo nos fuerza a trabajar sin descanso y nos esclaviza, sino que además nos delata.

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