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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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La eternidad, en el bolso

Recorriendo estos días las Españas con mi último libro en brazos, y mecida de Club de Lectura en Club de Lectura por personas que leen, que comparten páginas y las hacen revivir, que las sienten y participan del don de libros… Bueno, pues durante ese viaje precioso para el corazón y la memoria que me están regalando mis lectores se fraguó mi decisión de bajarme libros al iTouch, porque lo que venga me va a encontrar con las carnes flácidas, pero con las tecnologías de punta.

Dos amigos me han estado mostrando las ventajas. Agus, en El Cairo: le debo mucho en ese aspecto. Luego, Francisco Rodríguez, quiromago conocido y vecino mío en Barcelona; desde su estudio del Eixample hemos visto atardecer más de una vez, compartiendo narguile que él, mexicano universal, prepara con mimo. Francisco no me lee las manos, pero creo que lee mis ojos muy bien. Él puso la guinda tecnológica: me enseñó que se había metido en el pequeño artilugio (el suyo es un iPod; pero yo prefiero tener el teléfono aparte, porque es lo que pierdo y lo que me crea, además, conflictos internacionales sin salir de casa con las variopintas operarias) nada menos que las obras completas de William Shakespeare, por supuesto en inglés, y con los sonetos. Fue esa tarde, viéndole reseguir la pantalla con el índice, darle pequeños golpecitos, acariciar el cristal líquido para convocar ¡palabras!, fue entonces cuando comprendí lo tremendamente cercanos que pueden ser estos inventos -que, de entrada, parecen tan fríos-, cuando los utiliza la sensibilidad humana de siempre, la que ha sabido leer y descifrar y soñar e imaginar, la que no se arredró ni ante Guttenberg ni ante Apple. Aquella para la que fueron escritas historias eternas.

"Allí, bajo tu dedo,con la yema del índice, las palabras se agrandan y encogen"

Paseando por las ferias y lugares de libros que en primavera florecen gracias a la conjunción del amor de los libreros con el de los editores, y el de los escritores con el de los lectores; caminando entre libros propios y ajenos, viendo a la gente acariciar las páginas, resaltar con la uña frases que les gustan, entresacar citas… Ay, me dije, todo eso lo puedo hacer también con mi iTouchito querido (contiene en este momento 3.200 fotografías de personas y lugares amados, y kilos de música de hoy, de ayer y de siempre). Y celebré el Día del Libro y sus felices Aledaños feriales, y la existencia de Clubs lectores, y el afán de la gente por ir a las Bibliotecas, y la decencia de los bibliotecarios… Celebré todo eso bajándome a Shakespeare y el Quijote a la vez. ¡Eso sí que es mágico, Francisco!

La ternura lectora, la pasión, la obsesión, también se manifiestan ante la delicada y prodigiosa definición que ofrece esa pantalla mínima. Pillas la Obra Escocesa -perdonen, pero nombrarla a mí también me da yuyu, no así leerla-, te vas a tu acto favorito, a tu escena predilecta, y allí, bajo tu dedo, las palabras que modelaron para siempre la ambición de poder y la traición del secundario se agrandan y encogen. Con la yema del índice. ¡Eso sí que es magia!

Las personas tremendamente interesadas en la literatura que durante estos días se acercan a los libros y los palpan, los acarician y los huelen, encontrarán en las tecnologías aplicadas a la literatura una nueva forma de comunicación que no es contradictoria, sino complementaria. Es la fuerza de lo escrito en otro tiempo, para otra gente, y que, sin embargo, resultó indiscriminadamente inmortal. Quizá la grandeza de este sistema -a mí lo del dedito es lo que más me gusta: es un paso más, después de la mirada, el tacto sobre el texto líquido- adquiere su máxima y más sublime expresión cuando el talento más antiguo -don Guillermo, Cervantes, Dante…-, la fuente matriz de tanto consuelo y tanta incógnita, comparece, por un toque de dedo, ante nuestras narices.

Y, literalmente, nos lo tragamos. Alimento de siempre para el alma, instrumentos de hoy, de mañana y de siempre. Como las buenas coplas, por otra parte.

No voy a ninguna parte sin mi aparatito pequeño y pleno de eternidad, ni lo saco del bolso -de ahí que no lo use como teléfono en público-, para no tentar. Pero paso la mano por fuera, toco el bulto y sé que ahí dentro está todo aquello que puedo necesitar en una isla desierta con enchufe para recargar la batería.

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