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DIOSES Y MONSTRUOS
Columna
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El febril cronista de la infamia

Carlos Boyero

La prudencia de salvaguardar la imagen que deseas poseer de un artista que te ha regalado cosas impagables, el temor al desencanto, a constatar que una obra que te fascina puede haber sido creada por alguien que sólo te provoca sensaciones desagradables en la distancia corta, me aconseja siempre rehuir el conocimiento en la vida real de artistas que pertenecen a mi particular mitología.

No siempre lo consigues. Las circunstancias o la excesiva curiosidad muy de vez en cuando te colocan enfrente de tus leyendas. También puede ocurrir que su presencia, su personalidad y sus palabras no te decepcionen en ese encuentro, que en esa relación forzosamente epidérmica el ser humano te parezca estar a la altura de su obra.

Nadie sale bien parado en esta implacable radiografía. Todo desprende olor a metástasis colectiva

Hace doce años una editorial me propuso presentar, junto a mi amiga Rosa María Mateo, las turbadoras memorias de James Ellroy, Mis rincones oscuros, y extrañamente acepté. Con cierta dosis de morbo por averiguar si el creador de un universo tan compulsivo como salvaje en el que la corrupción es la regla común, habitado por una violencia que abomina de las coartadas morales, en el que todos los personajes dan miedo aunque en ese fango colectivo algunos de ellos estén en posesión de un código que no se rige por los valores comunes sino por una ética individualista e inquebrantable, guardaba cierto parecido con las volcánicas criaturas de sus perversas ficciones. Anda cerca. Su presencia física era intimidante, la gestualidad arrogantemente seca y cáustica su lengua, no regalaba sonrisas ni intentaba caer bien a nadie, soltaba barbaridades con naturalidad, sin huellas de pose o deseo de escandalizar. Manifestaba sin complejos no haber leído nunca a Hammett y su desdén por Chandler. Sin embargo, Thomas Harris, glorioso inventor de Hannibal Lecter y poco más (aunque El dragón rojo sea una novela que devoras sin esfuerzo), le parecía el maestro actual de la negrura. Podías disentir de casi todo su discurso, pero lo verdaderamente antipático era su actitud de feroz converso con la nicotina, el alcohol y otras adictivas sustancias. No se limitaba a expresar verbalmente su odio. También exigía que no se fumara en los restaurantes donde compartíamos cena. Y echando furtivo humo en el lavabo o en la puta calle recordabas que Ellroy había pasado la mitad de su atormentada existencia consumiendo con voraz desesperación todas las cosas que ahora anatemizaba con el odioso fervor del que finalmente ha visto la luz.

Afortunadamente para la literatura, esa aversión hacia todo lo que distorsiona el cerebro y transforma la conducta no le ha impedido al sobrio Ellroy crear una prosa demoledora y relacionada permanentemente con el vértigo, extraer pavoroso realismo de argumentos, sentimientos y violencia que rozan el delirio, retratar con genialidad la cara oscura de su país, encontrar un lirismo perturbador en conductas y profesiones abominables, ser el inimitable baluarte de la incorrección política y vital, construir con capacidad de hipnosis tramas diabólicas y personajes que están más allá del bien y del mal.

Las seis primeras novelas de Ellroy apuntaban poderosas maneras. Percibías que no mamaba de nadie, que su estilo y su universo eran tan genuinos como eléctricos. Pero la perfección, la sensación de que no necesitas mirar la firma para saber quién es el autor, también de que estás ante un clásico, llega con el maravilloso cuarteto de Los Ángeles, con la envolvente descripción de la década de los cincuenta en esa ciénaga orgullosamente amoral en la que policías, políticos y gánsteres se disputan el pastel con idéntica y tenebrosa metodología. La Dalia Negra, El gran desierto, LA Confidential y Jazz blanco son de esas novelas que vas releer siempre con perdurable fascinación.

Pero a Ellroy esa escritura debería de parecerle demasiado exuberante, psicológica, explicativa. Consecuentemente, en la posterior trilogía que integran América, Seis de los grandes y la recién publicada Sangre vagabunda, depura su estilo hasta hacerlo conceptual. Le sirve para introducirte con aliento brutal en la historia de un país a través de los crímenes más trascendentes (los hermanos Kennedy, Luther King) y de las maquiavélicas conjuras de los múltiples asesinos. Su imaginación puede resucitar a los muertos sin peligro de que las querellas le cierren la boca. Y nadie sale bien parado en esta implacable radiografía. Todo desprende olor a metástasis, a fiebre colectiva, a ilimitado escepticismo sobre la honradez y la transparencia de los que protagonizan la Historia.

Puedo entender que aquellos lectores que se inicien en Ellroy con las casi 800 páginas de Sangre vagabunda se sientan desconcertados por esa prosa dura y saturados de violencia. Para sus ancestrales admiradores, esta novela obsesiva y salvaje es un coherente festín, la facultad de expresar lo máximo con lo mínimo. Pero despierta una temible duda. ¿De qué va a escribir este mago rabioso a partir de ahora? ¿De qué forma? Suena a punto final. -

Sangre vagabunda. James Ellroy. Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Ediciones B. Barcelona, 2010. 944 páginas. 25 euros. www.facebook.com/pages/James-Ellroy/.

<i>Farol de Wilshire Boulevard</i> (1950), de la exposición <i>Los Ángeles de Julius Shulman,</i> en Sala Canal de Isabel II (Madrid).
Farol de Wilshire Boulevard (1950), de la exposición Los Ángeles de Julius Shulman, en Sala Canal de Isabel II (Madrid).

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