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La fuerza ética de la literatura

Creo que en Italia, en estos últimos años, se ha producido una pequeña aunque jubilosa revolución: a muchos jóvenes autores les ha sobrevenido una pasión voraz por la realidad. A nosotros, los nacidos en los años ochenta, alimentados de pan y televisión, bombardeados con todo tipo de realities, de ficciones, con las luces artificiales de los estudios televisivos, nos han entrado ganas de rebelarnos; nos hemos asomado a la ventana y hemos visto que cuanto sucedía fuera del rectángulo de la pantalla, a la luz del sol, era mucho más interesante. Hemos salido de nuestras habitaciones y hemos comenzado a observar lo que sucede en las calles, en las plazas, en los bares, en las fábricas, en las empresas teleoperadoras. Hemos sopesado la diferencia que hay entre este país vivo y real y el que cuentan por la tele. Hemos constatado el silencio en el que viven relegados los trabajadores, las periferias, los parados, la provincia, y hemos decidido interrogar la realidad para tratar de entender algo. Nos hemos ensuciado las manos con la materia del mundo y este gesto nos ha entusiasmado, nos ha hecho sentirnos vivos. Tras años de sopor nos hemos despertado.

La literatura no está separada de la vida, necesita de ella. Y también la realidad necesita de la literatura. En Italia una entera generación marginada del mundo del trabajo, confinada en un presente sin futuro, ha decidido que las palabras pueden ser un instrumento para reapropiarse de ese futuro, para modificar el presente, para dar voz al país que vive, que vibra, que grita lejos de los televisores. Y así han nacido libros sobre la criminalidad organizada, sobre la precariedad juvenil, sobre los jóvenes trabajadores, sobre lo difícil que es crecer sin contar con puntos de referencia estables, sin la perspectiva de un trabajo duradero, sin la posibilidad de convertirse en adultos y autónomos; no sólo los hijos sino también los padres. Estos libros tienen una energía inédita, una lengua nueva cargada con la adrenalina de la realidad, con sus dolorosos vínculos, con su carga dura y vital.

He escrito Acciaio (De acero) porque estaba rabiosa, porque estaba a punto de licenciarme y ya sabía que una licenciatura en Letras no me llevaría a ninguna parte, porque veía a mis colegas deambular de un trabajo interino a otro sin perspectiva alguna, porque veía la provincia en la que nací vaciarse de jóvenes y de oportunidades de trabajo; tenía que oponer una historia a este silencio ensordecedor. Las siderurgias que tenía ante mis ojos eran el lugar más potente que podía encontrar para narrar; allí estaba la belleza desde la que se podía retomar el camino: la verdadera belleza, de la vida que fatiga, que crea y no se rinde. Porque los jóvenes que desafían al carbón, al hierro y las altas temperaturas de los hornos tienen que ser conocidos, escuchados y amados; porque las muchachas como Anna y Francesca deben tener una oportunidad, otra posibilidad que no sea la de vender su propia belleza.

Los lectores tienen tanta sed de realidad como los escritores. En las librerías, en Internet, en las conferencias, se detecta un enorme deseo de hablar, de reflexionar. Ya no tenemos las ideologías de los maestros de los años sesenta, pienso en los Pasolini, Calvino, Moravia, en la Morante, ni podemos contar con los sueños de nuestros abuelos que reconstruyeron Italia sobre los escombros dejados por el fascismo y la guerra. Pero tal vez, y por hallarnos precisamente carentes de esas ideologías, podemos mirar la realidad sin forzarla con esquemas preestablecidos. Estamos obligados a forjar sueños nuevos, a partir de cero, y esta pasión nuestra por cuanto sucede ante nuestros ojos es ya una renuncia al individualismo. Contar cómo es el mundo en lugar de contemplarnos el ombligo es ya un cambio de sentido hacia una nueva dimensión común. He visto cómo los libros pueden hacer que las cosas sucedan realmente, cómo las novelas pueden caminar por el mundo a través de los lectores haciéndoles cambiar la mirada, remover conceptos y preconceptos. Creo no sólo en la fuerza artística y estética de la literatura, sino también en su fuerza ética. Hemos dejado de estarnos quietos, de ser pasivos, indiferentes. Escribir historias que afectan a todos ha sido nuestro primer acto de guerra contra la indiferencia. -

Traducción de José Manuel Revuelta. Silvia Avallone (Biella, Italia, 1984) ha publicado recientemente la novela De acero (traducción de Carlos Gumpert. Alfaguara. Madrid, 2011. 368 páginas. 17,50 euros; libro electrónico: 9,99).

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