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CON GUANTES
Columna
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La gente habla

La gente habla. Yo también.

Alrededor de mí siempre escribo palabras que me hagan parecer importante, las palabras grandes, es bien sabido, siempre han cuidado de los hombres pequeños. Alrededor de ti, en cambio, no escribo nunca nada. No lo necesitas. Tú ya existes sin mí.

La gente habla. Yo también.

Me acuerdo de Lisboa, blanca y dulce. Algo que considerar, incluso ahora. Sobre todo ahora. Desde el corazón y regulado por el ritmo y por la forma, me digo, tratando de enhebrar las palabras precisas y no otras.

Qué razón tiene Javier Marías desde el otro lado de estas mismas páginas al alertar del peligro que corren nuestras ideas cuando nuestras palabras se confunden, o pretenden sin rigor y ajenas a su naturaleza abarcarlo todo.

"¿Somos parte de un rumor, la mitad de una ignominiasi no callamos?"

Llámenme cristiano, que no sabría negarlo, pero al ver a Gadafi destruido sentí por fin empatía por un monstruo no tan distinto a mí. Supongo que por eso cayó Cristo tres veces, por acercar algo de lo suyo a lo nuestro. O para disfrazar el bochorno de sus ridículos milagros. De haber seguido con el agua y el vino y los panes y los peces no hubiese sido nunca un mesías, sino una empresa de catering.

La indignidad de mirar de cerca lo indigno nos iguala.

Clara Petaccí sonríe colgada boca abajo desde el infierno.

Cuando despierto se alza un coyote, decía el poeta David Wagoner en un poema también llamado Aullido. Quieren linchar a Agustín Fernández Mallo, y no sólo María Kodama, sino también los otros jóvenes poetas del reino que, animados por la sangre como el resto de las hienas, se lanzan al beneficio cobarde que ofrece la pieza caída. ¿Por qué contra Fernández Mallo, precisamente? Su único crimen es imaginar. Y la imaginación, no está de más recordarlo, es el plagio de otros sueños. Creo que hasta Borges podría estar de acuerdo.

La gente habla, y hay quien dice que al hablar yo no se me entiende, pero tampoco yo los entiendo a ellos, así que estamos en tablas. Un escritor no tiene que comprenderlo todo, sino al menos un poco a sí mismo. Eso me lo dijo al terminar una noche muy larga en Oviedo un poeta del tamaño de Ángel González, y yo lo entendí a la primera. Antes de que los niños bobos del futuro le robasen a Leonard Cohen su bien merecido pasado, en una ciudad no muy diferente, pero al llegar este otoño muy cambiada.

Por hablarles de otras cosas les diré que anoche soñé con Mary Santpere y me desperté eufórico, como si yo solo y dormido hubiese derrotado a Freud y a su insensata complicación a la hora de magnificar el torpe laberinto de los sueños. Llevamos tanto tiempo escondiendo regalos a los ojos de los niños para poder llamarnos magos...

Ezra Pound sabía que no se acelera nada más que la velocidad de la tiranía. Pero la gente habla. De ti, de mí, de nosotros. De lo nuestro. Y si no callamos, ¿qué somos? Parte de un rumor, la mitad de una ignominia. Nada que se acerque a tu bondad o a tu elegancia. Allen Ginsberg avisaba en su formidable elegía a Frank O'Hara de que la luz del cielo no es exactamente la luz de nuestros dormitorios. Ni podemos ni debemos vivir siempre a la intemperie. Muere el maestro Chenel, pero no mueren sus ganas de torear como se debe. Agustín Díaz Llanes está muy vivo y lo recuerda todo. Muere Simoncelli, y el león de su cabeza sigue forzando las curvas más allá de su lógico trazado. Nada vive ni muere para siempre.

Te fuiste de cacería y volviste con tu corazón ensangrentado entre las manos, y sin pieza alguna que desollar. ¿Es culpa mía?

La gente habla. Y ahora dicen algunos, entre otras muchas cosas, que la fragmentación ha muerto.

Pues muy bien.

Que lo demuestren.

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