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PALOS DE CIEGO
Columna
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El grotesco papelón de literato

Javier Cercas

Pues sí: la verdad es que los escritores solemos quejarnos muchísimo. En particular nos quejamos muchísimo cuando estamos promocionando un libro; a mi juicio, ésta no es una queja del todo injustificada: por una parte, porque promocionar un libro que uno ha escrito consiste -dejémonos de pamplinas- en hablar bien de uno mismo, y coincidirán conmigo en que hay pocas cosas más humillantes que hablar bien de uno mismo, sobre todo teniendo en cuenta que sobran razones para hablar mal de uno mismo; por otra parte, porque en el fondo casi no tiene sentido que un escritor hable de su propio libro (a menos, claro está, que el libro sea malo, en cuyo caso el escritor deberá defenderlo con uñas y dientes para tratar de engañar al lector haciéndole creer que lo que ha escrito es bueno): si el libro es bueno, todo lo que el escritor tenía que decir sobre él ya lo ha dicho en el propio libro, y además de la mejor forma en que sabe decirlo, de manera que cuanto añada no será más que una trivialización de lo que ha escrito. Mientras promocionamos un libro, además, algunos escritores -o al menos algunos escritores españoles- nos acordamos a menudo de Sánchez Ferlosio, quien hace ya muchos años, durante un banquete en su honor tras la publicación de una de sus novelas, sintió que estaba interpretando "el grotesco papelón de literato", decidió en el acto retirarse a su casa y no volvió a asomarse a la calle en varios años. Por supuesto, casi nadie es tan valiente como Ferlosio, y todos acabamos pensando que el mundo es como es y que tenemos que alimentar a nuestras familias y que los periodistas y los editores y los libreros tienen que alimentar a sus familias, y al final acabamos resignándonos a interpretar el grotesco papelón de literato haciendo esfuerzos hercúleos para no interpretar el grotesco papelón de literato.

"Si un libro es bueno, todo lo que el escritor tenía que decir ya lo ha dicho en el propio libro"

Pero quizá exagero; quizá exageramos: al fin y al cabo, mientras uno promociona un libro se distrae, sale de paseo, habla con gente con la que de otro modo no hablaría y, si tiene un poco de suerte, es invitado a comer en buenos restaurantes y a dormir en buenos hoteles; en fin: a cambio de andar de aquí para allá soltando sandeces, uno se airea un poco, lo que siempre es saludable. Incluso hay veces en que, por extraño que parezca, la promoción de un libro puede llegar a convertirse en un acto de suma utilidad social. Modestia aparte, yo mismo fui testigo de una de esas ocasiones venturosas, que paso a relatar.

Ocurrió hace algunos años, en el palacio mudéjar de la Aljafería, en Zaragoza. Esa noche nos habíamos reunido allí para conversar en público tres escritores amigos y, después de la conversación, se abrió un turno de preguntas. Tomó la palabra un señor sentado entre la audiencia; dirigiéndose a mí, dijo que no había leído ninguno de mis libros, añadió que había leído uno de mis artículos y que "más que un artículo parecía una vomitina"; luego disertó sobre los desastres originados por la cultura árabe en España, "de los cuales es un ejemplo el sitio donde estamos". Yo apenas seguí la disertación final, porque mientras mi admirador continuaba hablando no hacía más que pensar que alguien por fin me había desenmascarado; también urdí mi respuesta: pensé felicitarle por no haber leído ninguno de mis libros, porque así podía hacerse la ilusión de que eran buenos; pensé reconocer que en efecto el artículo que había leído era "una vomitina", si bien lo peor es que quizá también lo fueran todos los que no había leído; pensé preguntarle dónde se hallaba la comisaría más próxima, para entregarme de inmediato a las autoridades. Pero entonces, antes de que yo pudiera contestar, sobrevino lo increíble: otra persona del público contestó por mí. Era el escritor Miguel Mena. Mena habló con gran serenidad, aunque no sé lo que dijo, porque estaba demasiado aterrado para escucharlo, pero lo cierto es que al cabo de dos minutos mi admirador se levantó y se marchó del palacio con el rabo entre las piernas. ¿Quién era mi admirador? ¿Qué le dijo Mena? En su libro 1.863 pasos, Mena cuenta que durante años, mientras trabajaba en un programa de radio, él y su compañera Carmen Pino estuvieron recibiendo llamadas anónimas de un nazi que intentaba colarles proclamas racistas y antiislámicas; luego, cuando se convenció de que ni Mena ni Pino iban a tolerarle esa basura, inundó sus respectivos correos electrónicos de insultos y amenazas que no excluían burlas de la minusvalía del hijo de Mena. Éste nunca supo quién era el nazi, pero aquella noche, en la Aljafería, reconoció su voz inconfundible en la voz de mi admirador, y se levantó para denunciarlo; con el pudor de las personas nobles, en su libro Mena no consigna qué es lo que dijo, y yo no se lo he preguntado. Pero fue así como, gracias a él, yo me libré de milagro de ser desenmascarado, y Zaragoza, de un indeseable del que nadie ha vuelto a saber nada, lo que significa que interpretar el grotesco papelón de literato tiene a veces sus recompensas. Por lo demás, y como ustedes comprenderán, cada vez que desde aquel día oigo el nombre de Miguel Mena me pongo en posición de firmes y en primer tiempo de saludo. A mí me parece que con tipos como éste andando por ahí se respira bastante mejor.

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