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El hombre que amaba las flores

Una noche de verano de hace más de cuarenta años pasé ante esa estatua de Carl von Linné, conocido entre nosotros como Linneo, que puede contemplarse en la ciudad universitaria de Lund. Me detuve un instante, corté una flor de un seto y se la coloqué a la estatua entre los dedos. Aquél fue uno de nuestros primeros encuentros.

Desde aquel día me he cruzado infinidad de veces con el nombre y la fama de Linneo. Mis conversaciones con personas de los países más remotos suelen demostrar que Suecia es una potencia prácticamente desconocida en todo el mundo. Sin embargo, la gente sabe quién fue Linneo. ¡El hombre que conocía las flores! ¡El que describió la vida sexual de las plantas!

Linneo Sentó las bases de un conocimiento sistemático de la naturaleza
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Las flores y el sexo

La mayoría de las personas saben que Linneo creó un método para clasificar las plantas. Las sistematizó, les dio nombre e ingenió un ordenamiento detallado hasta entonces inexistente. Desde su elevado puesto de catedrático y de leyenda viva en Upsala enviaba a jóvenes emisarios llenos de talento a diversas partes del mundo (...). Se desconoce el número exacto de sus discípulos. Sí se sabe, sin embargo, que los había por doquier, ejerciendo de médicos, sacerdotes o maestros. Todos continuaron trabajando en su línea y enviándole los resultados de sus investigaciones al maestro, que residía en Upsala. Allí vivía él, como la araña en su red, recopilando cuanto los estudiantes le hacían llegar. Linneo originó una cantidad significativa de escritos, no sólo fruto de su pluma, sino también de la de todos aquellos a quienes él instruyó e inspiró.

Probablemente soñó con poder viajar después personalmente a todos los lugares adonde enviaba a sus discípulos. Sin embargo, aparte de sus numerosos viajes por toda Suecia, hubo de conformarse con pasar unos años de su juventud en los Países Bajos. Y allí, es decir, en la Facultad de Medicina, fue donde leyó su tesis sobre la malaria. Y sólo después de regresar a Upsala y de obtener la cátedra pudo dedicarse de lleno a sus investigaciones botánicas.

Sin embargo, antes de partir hacia los Países Bajos realizó el que seguramente sea el viaje más conocido de cuantos emprendió, aquel que lo llevó a la Laponia sueca y cuyos resultados científicos se publicaron en 1737 con el título Flora lapponica. No obstante, su principal libro de viajes no vio la luz hasta el siglo XIX. Entre 1733 y 1734 viajó por la región sueca de Dalecarlia, donde, además, conoció a Sara Elisabeth, la hija de un médico, que se convertiría en su esposa. Sus viajes posteriores lo llevaron a recorrer todo el paisaje geográfico y social del país, y la lectura de los diarios de esos viajes resulta interesante aun hoy, gracias a sus agudas observaciones y a su lenguaje, revestido a menudo de aparente desenfado.

Una vez instalado en Upsala definitivamente, trabajó de forma incansable por combinar sus investigaciones con las demás obligaciones que la cátedra le imponía. Lleno de entusiasmo, alentaba a aquellos discípulos suyos que se mostraban inclinados a recorrer mundo a que coleccionasen plantas exóticas y se las hiciesen llegar a Upsala. (...)

Uno de los más célebres fue Peter Forsskål, que en su primera juventud protagonizó un notable escándalo. Forsskål escribió una obra subversiva que versaba sobre la libertad de expresión y que la clase dirigente intentó silenciar sin éxito. Se convirtió en miembro de una expedición enviada por el rey danés a la "Arabia Feliz". Allí, en alguna región de Yemen, murió de malaria, pero antes logró enviar a Suecia grandes cantidades de hallazgos botánicos (...). La mayor parte del material compilado se destruyó durante el viaje a Suecia, o, una vez allí, debido a un trato inadecuado fruto de la inexperiencia. Una de las plantas que sobrevivieron al viaje fue una resistente ortiga que Linneo, como un homenaje, designó con el nombre de Forsskaolea tenacissima.

Linneo fue, en muchos sentidos, un hombre extraordinario, y la trayectoria de su vida resulta bien singular. Nació en 1707 y vivió en una casa pastoral de Småland, precisamente en la región de la que, 75 años más tarde, emigraron a América tantos suecos, ante la imposibilidad de encontrar sustento en aquellos campos estériles y pedregosos. Creció, pues, en una Suecia pobre que hoy nos cuesta imaginar. Linneo contaba con escasos medios económicos, pero ya a la edad de 20 años era patente su gran talento, que le valió la ayuda necesaria para seguir estudiando. Cuando mucho después, ya cumplidos los setenta, sufrió un ataque de apoplejía que lo dejó físicamente impedido, debió de reflexionar intensamente sobre el curso que había seguido su existencia, sobre lo lejos que había llegado, tanto geográfica como mentalmente, desde el empobrecido rincón donde nació; muy lejos de un mundo en el cual la supervivencia nunca estuvo garantizada, donde las malas cosechas y el hambre se cernían como una amenaza constante sobre las vidas de los míseros campesinos.

Linneo jamás olvidó sus orígenes. Y al hablar de su figura conviene tener presente que, a lo largo de toda su vida, de toda esa apasionante existencia dedicada al trabajo duro, a la redacción de sus escritos, a sus viajes, siempre buscó el aspecto útil de cuanto ofrecía la naturaleza. ¿Cómo podía aprovecharse una hierba para curar una enfermedad concreta? ¿Cómo conseguir que los conocimientos sobre el norte de Suecia, o quizá, incluso, de un país remoto de horizontes lejanos, contribuyesen a mejorar la salud de los suecos más pobres? ¿Sería posible lograr que la planta del té creciese también en Suecia? ¿Acaso existían tubérculos o frutas hasta entonces desconocidos, susceptibles de servir como alimento para los humanos y de evitar, por tanto, el perpetuo acoso de la hambruna?

Linneo nunca buscó el conocimiento por el conocimiento mismo. Y siempre les aconsejó a sus discípulos que lo buscasen en las personas que, por sencillas que fuesen, mejor conocían las leyes de la naturaleza: los campesinos pobres, los pescadores, no los hombres acaudalados que habitaban palacetes urbanos. Los resultados exigían trabajo (...). Era preciso estar dispuesto a dejarse la piel recorriendo largas distancias a caballo, a dormir en piojosos colchones, a transitar por el lodo y el frío. Y a hablar con gente sencilla y compartir también su humilde alimento. De este modo, acogerían a su sabio huésped con confianza y compartirían con él también su saber sobre la naturaleza.

Linneo fue un científico racionalista, metódico. Sin embargo, presentaba igualmente un rasgo especulativo que fue cobrando vigor a medida que envejecía. Como un hombre de la Ilustración, no dudó en adentrarse e investigar nuevos campos del saber. Era reacio a experimentar sus propias limitaciones. Sin embargo, no siempre llegó a las conclusiones adecuadas. Uno de sus errores más célebres es, probablemente, su aserto de que el vencejo común pasaba el invierno en el fondo de los lagos suecos. En cuanto a su concepción religiosa de la vida humana y de la creación, estaba convencido de la existencia de un "Dios vengador", de una Némesis Divina que, ya en la vida terrena, castigaba a los hombres por sus acciones.

Ahora, al contemplar las notorias y sugerentes fotografías de Edvard Koinberg, me viene a la mente una pregunta: ¿qué opinión le habrían merecido a Linneo?

Creo que el genio habría apreciado esas imágenes. No sólo por su particular expresión estética, sino también y en la misma medida porque seguramente le habrían permitido descubrir lo inesperado de una flor que él había estudiado en un sinfín de ocasiones. Al igual que yo mismo veo en esas fotografías lo conocido de un modo nuevo e inesperado.

Naturalmente, Linneo también se habría lanzado con avidez sobre las sorprendentes posibilidades del arte de la fotografía y habría disecado una cámara con el mismo interés con que disecaba una flor o una enredadera. En 1778, cuando murió a la edad de 71 años, aún habrían de transcurrir más de cincuenta para las primeras conquistas del arte fotográfico.

Linneo era científico (...). Buscaba el conocimiento en todas partes y mostró interés por todo aquello que guardaba relación con la naturaleza, no sólo por la sexualidad de las plantas y por sus especies, sino también y en grado similar por el modo en que se trataban las picaduras de serpiente en distintas regiones de Suecia, por ejemplo.

Sabido es que Linneo detestaba a reptiles y anfibios: las serpientes, los lagartos y las ranas, pero no por ello rechazaba el saber acerca de los animales de esa clase, sin olvidar nunca la utilidad. La distancia que separaba la descripción de la víbora sueca de la receta para los diversos tratamientos de su picadura era mínima. Ahora ya han pasado más de trescientos años desde el nacimiento de Linneo. Ninguno de sus contemporáneos pudo imaginar siquiera en sueños el mundo en el que hoy vivimos. Nada sabía Linneo sobre los genes, ni sobre el ADN. En su época, el mundo era aún, hasta el más diminuto de los insectos o la planta más insignificante, creación de Dios. Y él era científico, pero también siervo de un mundo creado por un dios que no concedía poder al azar: se trataba de llegar a descubrir unos sistemas inherentes al mecanismo de la creación.

Aun así, pese al enorme desarrollo experimentado desde entonces, el legado de Linneo resulta fundamental. Él sentó las bases de un conocimiento sistemático de la naturaleza, y no son pocos los que opinan que el gran interés por el entorno natural que caracteriza a los suecos se debe en parte al ejemplo inspirador de Linneo. Ciertamente, sería una inconsistencia romántica afirmar que fue un temprano exponente de una visión ecológica consciente, pues muchas de las relaciones de dependencia que rigen la naturaleza eran por completo desconocidas tanto para él como para sus contemporáneos. Sin embargo, bajo el punto de vista de la utilidad que presidió su trabajo científico subyacía la certeza de que todas esas plantas útiles para el hombre no sobrevivirían sin los debidos cuidados.

Linneo emprendió, en verdad, un largo viaje desde la mísera casa pastoral de la yerma Småland. Un viaje que aún perdura.

Extracto del texto del escritor Henning Mankell que se publicará en el libro 'Herbarium amoris' (editorial Taschen).

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