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CINE

¿Dónde se huele el mejor cine?

Carlos Boyero

Cualquier cinéfilo de paladar medianamente educado siempre tuvo claro el significado reverencial del concepto cine, aunque durante una época tontamente revolucionaria este fuera definido como todo aquello que filma una cámara. Tampoco tenía dudas sobre la inapelable geografía que daba natural cobijo a las películas, una sala oscura y a ser posible de tamaño infinito. Y, por supuesto, era capaz de distinguir en un minuto si lo que estaba viendo era algo concebido para la televisión o para el cine. Eran dos lenguajes tan opuestos como identificables, las series y las películas estaban concebidas con distinto idioma, tono, aroma. No hacía falta ver la etiqueta para distinguir la aristocracia de la gleba, la rutina de la improvisación, el cliché de la sorpresa. En el cine las historias podían ser contadas con heterodoxia, con voluntad de estilo, con tiempo y medios, con principio y fin, cosas inconcebibles en la estructura de los telefilmes.

Entre la gente de mi generación, nacida con el arranque de aquel milagro llamado televisión en blanco y negro y destinado a formar parte del mobiliario de todas las casas del universo, puede seguir existiendo agradecida memoria sentimental de series norteamericanas devoradas en la infancia (sortear con artimañas aquellos rombos que prohibían su visión a los menores suponía un añadido afrodisiaco), pero es altamente improbable que aquellos amores tempranos aguantaran actualmente una revisión acompañada de ligero sentido crítico. Por mi parte, prefiero no arriesgarme a profanar recuerdos, constatar la mediocridad, el cutrerío o las infinitas convenciones de aquellos abogados, detectives, fugitivos, cowboys, monjes justicieros, intocables, agentes secretos, invasores y demás fetiches de la época. Sospecho que aquellas series con tanta capacidad para enganchar a un público masivo y que ofrecían entretenimiento gratis eran productos de usar y tirar, regidos por un invariable patrón. Curiosamente, en ese medio que mantiene inexistente relación con el gran cine, se inicia profesionalmente un grupo de hombres cuyo sueño es poder hacer películas personales algún día, demostrar que su creatividad tenía algo poderoso que contar sobre la vida mediante una cámara de 35 milímetros y destinada a espectadores que van a comprar una entrada para disfrutar de ella. Esa generación con urgencia por huir de su alimentario trabajo en la vulgar televisión está formada por directores que van a dejar huella en la historia del gran cine norteamericano, como Arthur Penn, Sydney Pollack, Sidney Lumet, Robert Mulligan y Martin Ritt, y otros, una carrera menos inspirada, pero con algún título memorable en su filmografía, como Delbert Mann (Marty) y Franklin J. Schaffner (El señor de la guerra y El planeta de los simios).

Alfred Hitchcock, tal vez el más grande creador visual que ha dado el cine y que compaginaba con absoluta naturalidad lo de crear arte mayor al gusto popular con lo de hacer suculentos negocios, alquiló su prestigioso nombre, su sorna, su oronda figura y su inquietante talento a la siempre devaluada televisión con la muy curiosa serie Alfred Hitchcock presenta. Pero las experiencias en la pequeña pantalla de creadores tan dotados para el cine son excepciones. La televisión podía representar un medio bien pagado o un vehículo para hacer la transición, pero nunca una meta para cualquiera que aspirara a inventarse algo perdurable escribiendo guiones y desarrollándolos en imágenes y sonidos.

Inglaterra, cuyos actores, actrices y directores más insignes están inevitablemente destinados al esplendoroso exilio en Hollywood, intenta a través de la meritoria BBC desde mediados de los años sesenta realizar series de lujo, sin degradar el tono para hacerlo accesible a esa abstracción conocida como público televisivo. Adapta al formato de serie novelas tan notables como leídas de Robert Graves, Evelyn Waugh y John Galsworthy. También ofrece privilegiado espacio a la sátira y el humor esperpéntico, con series y personajes que permanecen modélicos. Pero esos oasis en un medio tan genética y vocacionalmente embrutecido y tópico, tampoco permitían augurar que en un futuro los espíritus más brillantes considerarían un honor poner su creatividad al servicio de una serie de televisión, que ya no sería preciso el cine para transmitir al receptor esas sensaciones maravillosas que le pertenecían ancestralmente.

El cine me sigue proporcionando de vez en cuando satisfacciones notables (casi nunca en los festivales, refugio y parroquia de tanta vacua e intragable autoría), pero noto peligrosos vacíos de memoria cuando espectadores ocasionales me piden que les recomiende fervorosamente alguna película indispensable de la cartelera. Esa incertidumbre desaparece si tengo que recordar series de televisión, obras maestras que no tienen duración estándar sino que pueden durar cien horas, transportarte a Arcadia una noche sí y la otra también. Como las mejores películas, es absurdo disfrutar estas series troceadas, en función de los horarios de la programación y de tu disponibilidad. Hay que tenerlas agrupadas por temporadas en un pack y saber que darte el atracón con ellas no te va a provocar indigestiones sino un mantenido placer. También la seguridad, como con las grandes películas, de que siempre vas a apreciar algo nuevo y gozoso al volver a visitarlas.

Una televisión por cable llamada HBO, un modelo cuyos grandes beneficios están en función del deporte, decidió a finales del siglo pasado saltarse todas las escleróticas reglas que condenaban a la inanidad vendible a las series, y apostar por ellas concediéndoles la libertad creativa y las esencias del gran cine, apostando por proyectos que asustarían a las majors, desoyendo las fórmulas que supuestamente complacen al espectador medio, mimando los guiones y la estética, despreciando los tabúes televisivos sobre el conveniente sentido moral, los temas intocables, los rodajes chapuceros y rápidos, el lenguaje y el ritmo que exige una tradición de banalidad satisfecha, los sagrados imperativos de la audiencia. Cuentan que los espectadores de la primera temporada de The Wire oscilaron entre cien mil y quinientos mil. Por supuesto, esa cifra ridícula que dispararía las alarmas del ejecutivo modélico no impidió que rodaran cuatro temporadas más de esa obra de arte. Suspendieron al finalizar la tercera Deadwood, un western cuyos diálogos suenan a Shakespeare, y en la segunda la apasionante Roma, pero que nos quiten lo bailado. Deduces que reconstruir con tanta fidelidad ese pueblo del Oeste y la antigua Roma, algo que siempre había sido privilegio del cine, costaba una fortuna, que una hermosura tan cara nunca podría ser amortizable en la televisión, pero esos derroches suenan a nimios al lado de superproducciones bélicas en las que se ha embarcado HBO como Brothers in arms y The Pacific. Dinero bien empleado, al servicio de series impecables. Tony Soprano y los muy humanos funerarios de A dos metros bajo tierra estuvieron con nosotros mucho tiempo, pero sospecho que no nos hubiera importado envejecer con ellos. El sello que imprime HBO (aunque en su currículo haya también lógicos errores) huele a cine, imaginación, riesgo, originalidad, inteligencia, complejidad, virtudes que eran complicadas de asociar con la televisión. Afortunadamente, ya tiene competidoras serias, como AMC, responsable de Mad men y Breaking bad. Y esperas anhelante los nuevos proyectos de creadores televisivos como David Simon, David Chase, Matthew Weiner y Terence Winter, con la misma ilusión que te podía provocar el estreno de las ultimas películas de Allen, Eastwood y Scorsese.

Ese esplendor que está viviendo un medio que ha maltratado tanto a las ficciones no es generalizable a muchas series que han tenido éxito inmediato. Se sigue consumiendo basura sin prisas y sin pausas, revestida con planteamientos más sofisticados que antes, pero está claro que ya no es obligatorio ir al cine para encontrarte en tu casa con lo que más amas de él. Escritores, actores, directores y técnicos, que mantenían intacto su prestigio alejados permanentemente de la televisión, saben que ya existe determinado espacio en ella para poder expresar lo mejor de sí mismos.

Ilustración de Max
Ilustración de Max

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