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Reportaje:

La huella de 'Maddie'

El 3 de mayo desapareció en Praia da Luz, al sur de Portugal, la pequeña Madeleine. Y se abrió un caso lleno de sombras. Hoy la soledad reina en los escenarios que mantuvieron en vilo a medio mundo.

Lipio Ribeiro, director nacional de la Policía Judicial portuguesa, no olvidará nunca la noche del viernes 3 de mayo de 2007. Estaba cenando con unos amigos en un restaurante en Lisboa cuando de repente sonó su teléfono móvil, un número restringido que tiene poca gente en Portugal. Debían de ser las 23.30. Ribeiro descuelga y oye una voz con acento extranjero. Es John Buck, embajador británico en Portugal. Ribeiro no conoce a Buck, no sabe que ha sido director del Media Monitoring Unit, centro de información que recoge todas las noticias que se publican en el mundo importantes para Gran Bretaña. Resulta fácil imaginar la extrañeza del ex fiscal de Oporto, de 56 años, flemático y prudente, bastante británico de carácter él mismo.

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Buck le cuenta lo que acababa de suceder en Praia da Luz, un pequeño pueblo del Algarve. Ribeiro no puede adivinar que, en apenas 48 horas, esa noticia va a dar la vuelta al mundo. Una niña británica de tres años ha sido secuestrada mientras dormía en el apartamento del complejo Ocean Club, donde pasaba las vacaciones con su familia.

Es fácil adivinar el tenor de la conversación. Buck explica a Ribeiro que la familia, una respetable pareja de médicos de Leicester, está desesperada, no habla portugués, tiene miedo. El Gobierno de su majestad espera contar con toda la ayuda de las autoridades portuguesas en esos momentos difíciles. Por supuesto, Londres pone a su disposición toda la colaboración necesaria.

Ribeiro responde lo usual en estos casos: No se preocupe, haremos todo lo posible, le mantendré informado. Cuando cuelga, se da cuenta enseguida de la gravedad del asunto: una niña británica secuestrada en el Algarve, donde viven y veranean millones de británicos (en 2006 hubo 13 millones de pernoctaciones). Lo del secuestro suena extraño: rara vez ocurren delitos como ésos en Portugal, y Ribeiro lo sabe porque toda su vida ha trabajado en investigación policial.

El asunto es feo, es importante quedar bien y arreglarlo rápido. Para el Algarve es vital el turismo británico (el 95% de los vuelos que salen del aeropuerto de Faro van a las islas), Gran Bretaña es aliada de Portugal desde hace cerca de 700 años, una niña secuestrada significa tabloides, tabloides es igual a escándalo, a problemas.

Según la reconstrucción realizada por el periodista Manuel Catarino en el libro La culpa de los McCann, Ribeiro coge el móvil y llama a su número dos, Guilhermino Encarnaçao, director nacional adjunto y responsable de la judicial de Faro. Le pide urgencia, máxima atención, y todo el apoyo y el tacto posible con los padres. Después, Ribeiro habla con el ministro de Justicia, Alberto Costa, su viejo amigo de la Facultad de Derecho. Sienten la presión británica y saben que no tienen margen para errores. Está en causa la imagen del país, escribe Catarino.

Encarnaçao es un alto cargo poco apreciado en el ministerio. Bajo su dirección sucedió hace un par de años el mediático caso Joana, la desaparición de una niña de Portimão de ocho años de edad, que se empezó a investigar como un secuestro y acabó dando la vuelta: la madre y un tío fueron condenados finalmente por el asesinato de la niña, los policías que los interrogaron fueron acusados de torturas.

Pero Ribeiro ha confiado en Encarnaçao y al llegar al cargo le ha mantenido, contra la opinión de Costa, en el puesto. Encarnaçao llama a Gonçalo Amaral, el comisario que deshizo, a mitad de camino, la madeja del caso Joana. Es un tipo tozudo, un policía de instinto, con fama de buen sabueso, mal comunicador. Ha hecho toda su carrera en estupefacientes, y eso le hace investigar como un estupa: primero señala un culpable, luego lo persigue hasta que lo trinca.

Cuando Amaral y dos inspectores más llegan al Ocean Club, se encuentran el apartamento 5 A perfectamente ordenado. Antes que ellos ha llegado la Guardia Nacional Republicana, a la que han avisado los empleados del complejo vacacional de Mark Warner. Junto a algunos residentes, llevan ya un par de horas haciendo batidas por las cercanías. El padre y los amigos que han venido de viaje con ellos han buscado por todas partes. No hay rastro de Madeleine.

Según la policía científica, que llega al día siguiente, sólo unos minutos antes el apartamento 5 A era el camarote de los hermanos Marx. Las huellas revelan que han entrado allí los amigos que cenaban con los padres en el restaurante Tapas mientras la niña desaparecía; los padres, el director del Ocean Club y los guardias también han circulado por el piso. Hasta que llega la Policía Judicial, nadie cumple con el abecé de la investigación criminal: aislar el lugar del crimen, tomar huellas, buscar indicios, interrogar a las últimas personas que vieron a la niña.

A todo esto, los gemelos hermanos de Madeleine, de dos años, duermen profundamente en sus camas, ajenos al vaivén de gente y a los nervios. Los policías se extrañan de que no se hayan despertado. La madre de la niña llora desconsolada en una cama.

Amaral y sus ayudantes oyen el relato de los padres, sus ocho amigos y los empleados del restaurante. Todo es confuso, los testimonios no encajan, son imprecisos. Los policías no saben si es por la lógica confusión o por un pacto. Es una historia muy mal contada, dirá al día siguiente uno de los agentes a un periodista de Diario de Noticias. Y ése será el título de su información del día 5: Una historia muy mal contada.

Pero hay algo que nadie cuenta en ese momento. Cuando la madre de la niña está en la cama, llorando, y los policías empiezan a no ver clara la versión del rapto, uno de los agentes, especialista en homicidios, dice a sus superiores que quiere hablar con ella, que tal y como está, si se le pregunta bien, va a contar lo que ha pasado realmente.

Con la madre no se habla, es la víctima.

La orden del superior es tajante, y acabará siendo determinante: las primeras horas de la investigación, cruciales según todos los manuales y todas las novelas del género, se van al limbo. A partir de ahí, el caso se dirimirá en público, cada teoría valdrá tanto como la contraria.

¿Pero qué pasó realmente esa noche? ¿Qué o quién evitó que la policía se hiciera una idea clara de lo que sucedió realmente? ¿Se trató, como dicen los padres, de un secuestro real, tan bien organizado que era imposible de resolver? ¿O bien Maddie murió aquella noche y la policía ni siquiera lo sospechó? ¿Fue por simple chapuza, por pura incompetencia? ¿O hubo un exceso de deferencia en la atención al cliente por efecto de la alianza histórica y la oportuna presión? ¿Tendrían miedo los responsables policiales de descubrir una verdad incómoda?

La noticia de la desaparición se conoce en Londres bastante antes de que lo sepa la policía de Faro. Según escribe Manuel Catarino, Gordon Brown, actual primer ministro y ya entonces designado por Blair para serlo, habla con el padre de la niña esa misma noche. ¿Sería capaz la familia de decirle a su propio Gobierno que alguien había secuestrado a la niña sin que fuera verdad? ¿Decidieron las autoridades británicas contar esa versión a las autoridades portuguesas para proteger a la bien relacionada pareja de médicos, que temía ser acusada de negligencia? ¿O quizá los dos Gobiernos sabían que la niña estaba muerta y tomaron la decisión de ayudar a la familia? ¿Y así y todo permitieron que luego se montara la gran campaña mediática?

Cualquier disparate conspirativo suena posible a estas alturas. El caso Maddie ha fascinado a tanta gente, entre otras cosas, porque está lleno de preguntas para las que nadie parece tener respuestas. La única certeza es que Maddie no está. O no parece estar. Ocho meses después de que desapareciera, nadie ha podido probar qué pasó el 3 de mayo. Videntes, policías, laboratorios y técnicos forenses, perros entrenados, periodistas, blogueros, cazarrecompensas, agencias de detectives, servicios secretos en activo o jubilados. Mucha gente en muchos sitios ha trabajado sin desmayo o parece haberlo hecho para encontrarla. Pero nadie sabe nada. O eso parece. Un confuso y es¬¬pe¬¬so manto de silencio lo cubre todo.

Los lugares donde la niña jugó, se bañó, tomó un helado y fue vista sonriente y feliz por última vez siguen ahí. Ahora están vacíos. Silenciosos, clamando justicia.

El restaurante Paradiso, el chiringuito playero donde Maddie y su familia comieron el día 3 a última hora del mediodía, parece un escenario fantasmal. Cerrado y triste. Maddie tomó un helado ahí hacia las seis de la tarde del 3 de mayo con sus padres. Fue la última vez que, al parecer, alguien la vio viva aparte de su familia directa (aunque uno de los amigos del Tapas contó hace pocas semanas que él también la vio hacia las siete, cuando su madre la estaba metiendo en la cama).

La piscina donde se bañó y en la que le hicieron su última fotografía (que muchos foros de Internet consideran trucada) espera la llegada del buen tiempo. El apartamento 5 A, esas paredes que guardan todo su misterio, está también cerrado a cal y canto. Praia da Luz es un lugar triste y solitario en invierno. La ausencia de Madeleine, su enigma, lo ha convertido en un sitio célebre. Todas las palabras dichas y escritas, las imágenes vistas y analizadas con lupa, los periódicos y libros vendidos, los programas especiales dedicados a ella, el negocio de muchos avispados que intentaron hacer el agosto a su costa, las millonarias recompensas ofrecidas, la gigantesca maquinaria de propaganda desplegada Nada de eso ha servido para solucionar el misterio. Todo ha sido inútil. La primera búsqueda global de la historia ha resultado un completo fracaso, un fiasco en toda regla.

Salvo mayúscula sorpresa, éstas serán las primeras navidades de las muchas navidades sin Madeleine que nos quedan por vivir.

Alfredo Cáliz

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