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Crítica:Charles Powell - El amigo americano. España y Estados Unidos: de la dictadura a la democracia | Ensayo, Narrativa y Poesía
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Del inquilinato a la amistad

Ensayo. Toda una vida ha pasado desde que los jóvenes marines de Estados Unidos de América -los americanos, como los llamábamos entonces- comenzaron a pasear en sus enormes haigas por las calles españolas. Francisco Franco, que regía los destinos de la patria por la gracia de Dios, les había alquilado unos terrenos para que construyeran sus bases y trajeran sus aviones y sus artefactos nucleares. La proverbial astucia del dictador para tratar con los americanos se compendió en una consigna memorable: firmar lo que os pongan por delante. El precio del alquiler, como ya se puede suponer, fue irrisorio y el inquilino plantó sus reales en los terrenos arrendados para quedarse en ellos sin necesidad de dar cuenta a nadie de sus andanzas.

El amigo americano. España y Estados Unidos: de la dictadura a la democracia

Charles Powell

Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2011

682 páginas. 24 euros

Más información
'Esta vez es distinto. Ocho siglos de necedad financiera', de Carmen M. Reinhard y Kenneth S. Rogoff.

El propietario, con tanto trato, se encariñó con el inquilino y hasta se fundieron en un célebre abrazo: dos generales victoriosos, uno contra el fascismo, otro apoyado en el fascismo, abrazados un día de diciembre de 1959. Charles Powell se conoce esa historia al dedillo y su experta mano nos conduce por todos sus vericuetos desde el momento en que un representante de la propiedad quiso subir el precio del alquiler y murió políticamente en el empeño, o sea, desde 1969 y la defenestración de Fernando María Castiella. Su propósito, el de Powell, consiste en averiguar si el inquilino americano, además de pagar el alquiler, se portó como un amigo y tuvo algo que ver, primero, en la evolución del régimen durante los años del tardofranquismo; segundo, si una vez muerto el viejo arrendador, el arrendatario apoyó, colaboró, empujó a quienes ocuparon su puesto en el camino a la democracia; y tercero y último, si una vez la democracia consolidada, se avino a transformar el contrato de inquilinato en un convenio entre iguales.

Para acometer con éxito tan ardua empresa, Powell se encarama sobre una montaña de documentos que incluye, además de toda la bibliografía disponible y de sus entrevistas a algunas de las más destacadas dramatis personae, los papeles depositados en las bibliotecas de los presidentes Nixon, Ford, Carter y Reagan y los documentos desclasificados por el Departamento de Estado, con una especial delectación por los colgados en la red, correspondientes a los cruciales años que van de 1973 a 1976. Despachos de embajadores, análisis de los funcionarios del Departamento del Estado, visitas de los presidentes, conversaciones, memorias, diarios. El material es tan sabroso, las anécdotas son a veces tan pintorescas, el humor y el sarcasmo es en ocasiones tan agudo (especialmente, si Kissinger anda por medio), que el autor no escatima el detalle que pueda relajar la tensión o suscitar la sonrisa y hasta la carcajada en el camino lleno de vueltas y de revueltas por donde transitan sus personajes.

Los americanos, nos dice Powell, invirtieron en el futuro posfranquista la cantidad exacta que les permitiera no distanciarse del presente franquista, inquietos como siempre por las condiciones de acceso a las bases y la autonomía de sus decisiones. Cortina sustituido por Areilza, tan distintos en su talante, tan parecidos en su pretensión de elevar la relación de mero Acuerdo al rango de Tratado y obtener del inquilino una garantía de seguridad, además del reconocimiento de un vínculo especial con los vecinos europeos, la reducción del número de bases y de los artefactos en ellas depositados y, en fin, un aumento en el precio del alquiler. Desde el viaje del Rey, la historia adquiere otro ritmo: los americanos comienzan a frecuentar a los grupos de oposición, preocupados por la fascinación que sobre los españoles pudiera ejercer el ejemplo portugués. Ante todo, pues, nada de legalizar al Partido Comunista. Y luego, partiendo de la base de que la historia de España consistía en breves espasmos de anarquía seguidos de largos periodos de autocracia, cuidado con las prisas: a Nixon y a Kissinger, las gentes del Mediterráneo no les parecían especialmente dotadas para la democracia.

Quedaba mucho camino que recorrer, y no pocos obstáculos que vencer, para que años después, Felipe, que haría buenas migas con Ron -y con Helmu, por no hablar de la señora Thatcher- planteara al secretario de Estado George Shultz la posibilidad de negociar la retirada completa de las tropas americanas y el desmantelamiento de sus instalaciones. El proceso de transición había terminado, España había ingresado en la Comunidad Europea, y González había triunfado en el referéndum sobre la OTAN: ¿Qué falta hacía una especial relación bilateral con los americanos? Que se fueran, si eso era lo que querían. La sangre, como sabemos, no llegó al río: después de González y del Convenio de Cooperación para la Defensa de 1988, un epílogo nos lleva hasta Aznar y el retorno a la política de la foto, solo que ahora en lugar de un abrazo entre generales, el amigo americano prefirió posar fraternalmente su mano sobre el hombro del hermanito español.

El estadounidense John Foster, secretario de Estado, y el ministro de Exteriores español, Fernando María Castiella, en la base de Torrejón de Ardoz (Madrid), en 1957.
El estadounidense John Foster, secretario de Estado, y el ministro de Exteriores español, Fernando María Castiella, en la base de Torrejón de Ardoz (Madrid), en 1957.CORTES / EFE

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